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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras

Limpieza de sangre (11 page)

BOOK: Limpieza de sangre
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Como supe a partir de ahí, lo más terrible de estar preso en las cárceles secretas de la Inquisición era que nadie te decía cuál era el delito, ni qué pruebas o testigos había contra ti, ni nada de nada. Los inquisidores se limitaban a formular pregunta tras pregunta, con el escribano anotándolo todo, mientras te estrujabas el seso queriendo averiguar si lo que decías iba a cuenta de tu descargo o tu condena. Podías pasar así semanas, meses e incluso años ignorándolo todo sobre la causa de la prisión; con el agravante de que si tus respuestas no eran satisfactorias, recurríase al tormento para facilitar la confesión y pruebas necesarias. De ese modo eras torturado y respondías sin ton ni son, ignorante de lo que en verdad tenías que responder; y todo te arrastraba a la desesperación, la delación consciente o inconsciente de tus amigos y de ti mismo, y a veces a la locura y la muerte. Eso, cuando no ibas luego con sambenito y encorozado al cadalso, el garrote en torno al cuello, una pira de buena leña bajo los pies, y tus vecinos y antiguos conocidos aplaudiendo en la plaza, encantados con el espectáculo.

Al menos yo sí sabía por qué estaba allí; aunque eso tampoco fuera gran consuelo. Por ello, tras las preguntas iniciales pronto vime en serios aprietos. Sobre todo cuando el fraile más joven, el mismo que me había mirado con indiferencia en el carruaje durante mi última charla con Malatesta, inquirió los nombres de mis cómplices.

—¿Los cómplices de qué, Ilustrísima?

—No soy Ilustrísima —dijo el otro, sombrío, la amplia tonsura brillándole con la luz del candelabro—. Y te interrogo por los cómplices de tu sacrilegio.

Se repartían los papeles, como en las comedias. Mientras el del ropón negro y la barba permanecía silencioso, cual juez que escucha y delibera consigo mismo antes de emitir sentencia, los dos frailes desempeñaban con mucho oficio el papel de inquisidor implacable, el más joven, y de confidente benévolo, el otro, que era algo mayor, con aspecto más regordete y plácido. Pero yo llevaba en la Corte tiempo sobrado para adivinar ciertas tretas; así que resolví no fiar en el uno ni en el otro, y hacer como que no veía al del ropón negro. Además, ignoraba cuánto era lo que sabían. Y carecía de la menor idea sobre si mi sacrilegio —como acababan de definirlo— era exactamente el mismo que ellos pretendían que fuera. Porque, en hablando con quien puede hacer que te pese, el peligro tanto está en pedir naipe de menos como en pedir naipe de más. Y hasta decir aquí me planto puede aparejarte la ruina.

—No tengo cómplices, reverendo padre —me dirigía al gordito, pero sin demasiada esperanza—. Ni he cometido sacrilegio alguno.

—¿Niegas —preguntó el más joven— que en compañía de otros fuiste cómplice en la profanación del convento de las Adoratrices Benitas?

Ya era algo, aunque ese algo me erizase la piel imaginando sus consecuencias. Aquélla era una acusación concreta. La negué, por supuesto. Y acto seguido negué conocer, ni de vista, al hombre malherido con quien, de camino a mi casa, había topado casualmente bajo el pretil de la cuesta de los Caños del Peral. También negué que me resistiera a ser detenido por agentes del Santo Oficio; como negué, en fin, todo cuanto pude, salvo el hecho incontestable de que habíanme echado el guante con una daga en la mano, y manchado de la sangre ajena que aún era costra seca en mi jubón. Como negar aquello era imposible, me embarqué en una maraña de circunloquios y explicaciones que nada venían al caso; y por fin me eché a llorar, recurso extremo para excusar nuevas preguntas. Pero aquel tribunal había visto correr muchas lágrimas; de modo que los frailes, el hombre del ropón y el escribano se limitaron a esperar que terminasen mis jeremiadas. Parecían tener sobrado tiempo libre; y eso, junto a la indiferencia que mostraban —ni encarnizamiento ni reproches, dirigiéndome una y otra vez las mismas preguntas con monótona insistencia—, era lo más inquietante. Aunque intentaba mantener el aire de despreocupación y despejo que suponía propios de un inocente, eso era lo que secretamente me aterraba de aquellos hombres: su frialdad y su paciencia. Porque al cabo de una docena de noes y nosés por mi parte, hasta el fraile gordito había dejado de fingir, y era obvio que la compasión más cercana estaba a varias leguas de distancia.

Yo no había probado bocado en más de veinticuatro horas, y empezaba a desfallecer pese a estarme sentado en un banco. Así, agotado el recurso de las lágrimas, empecé a considerar las ventajas de un desmayo que, tal y como andaba todo, no iba a ser por completo un ardid. Fue entonces cuando el fraile dijo algo que sí estuvo a punto de hacerme desmayar sin disimulo alguno.

—¿Qué sabes de Diego Alatriste y Tenorio, por mal nombre capitán Alatriste?

Hasta aquí has llegado, Íñigo, pensé. Se acabó. Termináronse las negaciones y la palabrería inútil. A partir de ahora cualquier cosa que digas, incluso que afirmes o desmientas delante de ese escribano que anota hasta el menor de tus suspiros, puede ser utilizado contra el capitán. Así que eres mudo, te lleve eso donde te lleve. Y de tal modo, a pesar de mi situación y de que me daba vueltas la cabeza, y a pesar del pánico infinito que me invadía sin remedio, decidí, reuniendo los últimos despojos de firmeza, que ni aquellos frailes, ni las cárceles secretas, ni el consejo de la Suprema, ni el Papa de Roma iban a arrancarme una palabra sobre el capitán Alatriste.

—Responde a la pregunta —ordenó el más joven.

No lo hice. Miraba el suelo ante mí, una losa partida por una grieta que hacía zigzag, tan torcida como mi suerte perra. Y seguí mirando al mismo sitio cuando uno de los esbirros que tenía detrás, obedeciendo la orden emitida por el fraile con sólo un parpadeo, se adelantó para atizarme un pescozón tremendo que sentí restallar en mi cogote como un mazazo. Por el volumen de la mano, calculé, había sido el alto y fuerte.

—Responde a la pregunta —repitió el fraile.

Seguí mirando la grieta del suelo sin decir ni pío, y de nuevo recibí un golpe aún mayor que el primero. Las lágrimas, sinceras como el dolor de mi maltrecho pescuezo, afluyeron pese al esfuerzo. Las sequé con el dorso de la mano; precisamente ahora no quería llorar.

—Responde a la pregunta.

Mordíme los labios para ni tan siquiera abrir la boca, y de pronto la grieta del suelo ascendió rápidamente hasta mis ojos mientras mis tímpanos resonaban, bang, como el parche de un tambor. Esta vez el golpe me había tirado de bruces al suelo. Las losas estaban tan frías como la voz que sonó después.

—Responde a la pregunta.

Las palabras procedían de muy lejos, como de las calenturas de un mal sueño. Una mano me hizo poner boca arriba, y vi el rostro del esbirro pelirrojo inclinado sobre mí; Y algo más atrás, el del fraile que me interrogaba. Y no pude contener un gemido de desesperación y abandono, porque supe que nada iba a sacarme de allí, y que, en efecto, ellos tenían todo el tiempo del mundo. En cuanto a mí, el camino que iba a recorrer hasta el infierno sólo acababa de empezar, y no tenía ninguna prisa en proseguir tal viaje. Así que muy lindamente me desmayé, justo cuando el pelirrojo me sostenía agarrado por el jubón para incorporarme. Y —pongo por testigo al Cristo que miraba desde la pared— esta vez no tuve que fingirlo en absoluto.

Ignoro cuánto tiempo transcurrió después, en la celda húmeda donde fui recluido en la sola compañía de una rata enorme que se pasaba el tiempo mirándome desde un oscuro sumidero que había en un ángulo de la estancia. Dormí, tuve pesadillas, cacé chinches en mis ropas para matar el tiempo, y por tres veces devoré el pan duro y la escudilla de nauseabundo potaje que un carcelero sombrío y mudo puso en el umbral de la celda con mucho estrépito de llaves y cerrojos. Estaba industriando el modo de acercarme a la rata y matarla, pues su presencia me llenaba de terror cada vez que sentía vencerme el sueño, cuando el esbirro bermejo y el grandullón —así le haya dado Dios como a mí me dio— vinieron en mi busca. Esta vez, tras recorrer varios corredores a cuál más siniestro, vime en una estancia parecida a la primera, con ciertas tenebrosas novedades en lo que se refiere a compañía y mobiliario. Tras la mesa, amén del individuo de barba y ropón negro, el escribano con cara de cuervo y los dominicos, había otro fraile de la misma orden a quien los demás trataban con mucho respeto y sumisión. Y verlo daba miedo. Tenía el cabello gris, corto, en forma de casquete alrededor de las sienes; y las mejillas hundidas, las manos descarnadas como garras que emergían de las mangas del hábito, y sobre todo el brillo fanático de unos ojos que parecían consumidos por la fiebre, hacían desear no tenerlo nunca como enemigo. A su lado, los otros parecían tiernas hermanitas de los pobres. Y a eso hay que añadir, en un lado de la habitación, un potro de tortura con las cuerdas listas para ser ocupadas. Esta vez no había silla donde sentarme, y las piernas, que me sostenían a duras penas, empezaron a temblar. Allí faltaba pescado para tanto gato.

De nuevo ahorraré a vuestras mercedes los trámites y el prolijo interrogatorio a que fui sometido por mis viejos conocidos los dominicos, mientras el del ropón y el nuevo inquisidor oían y callaban, los esbirros permanecían quietos a mi espalda, y el escribano mojaba una y otra vez la pluma en el tintero para anotar todas y cada una de mis respuestas y silencios. Esta vez, merced a la actitud del recién llegado —pasaba a los interrogadores papeles que éstos leían con atención antes de formular nuevas preguntas—, pude hacerme alguna idea de lo que me había caído encima. La temible palabra
judaizantes
se pronunció al menos cinco veces, y a cada una de ellas yo sentía erizárseme el cabello. Aquellas once letras habían llevado a mucha gente a la hoguera.

—¿Sabías que la familia de la Cruz no es de sangre limpia?

Esas palabras me alcanzaron como un golpe, pues no ignoraba su siniestro alcance. Desde la expulsión de los judíos por los Reyes Católicos, la Inquisición perseguía con rigor los residuos de la fe mosaica, en especial a aquellos conversos que en secreto permanecían fieles a la religión de sus abuelos. En una España de tan hipócritas apariencias, donde hasta el más bajo villano alardeaba de hidalgo y cristiano viejo, el odio al judío era general, y los expedientes de limpieza de sangre probada, auténticos o comprados con dinero, eran imprescindibles para acceder a cualquier dignidad o cargo de importancia. Y mientras los poderosos se enriquecían en negocios de escándalo, abroquelados en misas y limosnas públicas, el pueblo, de espíritu violento y vengativo, mataba el hambre y el aburrimiento besando reliquias, usando indulgencias y persiguiendo con entusiasmo a brujas, herejes y judaizantes. Y como ya dije en alguna ocasión al referirme al señor de Quevedo y a otros, ni siquiera los más altos ingenios españoles eran ajenos a aquel clima de odio y rechazo a la heterodoxia. Consideremos que hasta el gran Lope había escrito:

Dura nación, que desterró Adriano
,

y que por nuestro mal viniendo a España
,

hoy tanto oprime y daña

el Imperio cristiano
,

pues rebelde en su bárbara porfía

infama la española Monarquía.

O el otro grande de la comedia, Don Pedro Calderón de la Barca, quien haría decir más tarde a uno de sus famosos personajes:

¡
Oh, qué maldita canalla
!

Muchos murieron quemados
,

y tanto gusto me daba

verlos arder, que decía
,

atizándoles la llama
:

«
Perros herejes, ministro

soy de la Inquisición Santa.
»

Sin olvidar al propio Don Francisco de Quevedo —el mismo que a tan menguada hora andaba sin duda o preso o fugitivo por hacer punto de honor en ayudar a un amigo de sangre conversa—, quien, paradojas de aquel siglo infame, fascinante y contradictorio, alumbró contra la raza de Moisés no pocos versos ni pocas prosas. Y es que en los últimos tiempos, quemados o expatriados los protestantes y los moriscos, la incorporación del reino de Portugal cuando nuestro bueno y grande Felipe II había traído copia de judíos disimulados o públicos en los que hincar el diente, y la Inquisición los rondaba como el chacal acecha la carroña. Tal era, por cierto, otro de los motivos que enfrentaban al valido, conde de Olivares, con el consejo de la Suprema. Porque, en su intento por conservar intacta la vasta herencia de los Austria, amén de exprimir las bolsas agotadas de los vasallos y las egoístas de los nobles, combatir en Flandes y esforzarse por quebrar los fueros de Aragón y Cataluña —lo que no era pedo de monja—, Don Gaspar de Guzmán, harto de que la monarquía fuese rehén en manos de banqueros genoveses, pretendía reemplazarlos por los de Portugal, cuya limpieza de sangre podía resultar dudosa, más su dinero era cristiano viejo, diáfano, contante y sonante. Esto enfrentó al valido con los consejos de Estado, con la Inquisición y con el propio nuncio apostólico, mientras el Rey nuestro señor, bondadoso y meapilas, débil en materia de conciencia como en otras muchas cosas, se mostraba indeciso; y prefería que nos diesen a todos sus súbditos bien por el saco, sangrándonos el último maravedí, a que nos contaminaran la fe. Lo que, dicho en plata, era hacernos un pan con unas hostias, o al revés, o como se diga. Y encima, ya más adelante y mediado el siglo, con la caída en desgracia del conde—duque, el Santo Oficio pasó factura, desencadenando una de las más crueles persecuciones de judeoconversos conocidas en España. Eso terminó de arruinar el proyecto de Olivares, de modo que muchos importantes banqueros y asentistas hispano—portugueses lleváronse a otros países, como Holanda, sus riquezas y su comercio en beneficio de los enemigos de nuestra corona; con lo que terminaron por jodernos del todo. Y digo terminaron, porque entre los nobles y los frailes de aquí, y los herejes de allá, y la puta que los parió a todos, remataron el desangrarnos bien. Que a perro flaco todo son pulgas, y los españoles no necesitamos a nadie para arruinarnos, pues siempre dominamos bien sobrados el finibusterre de hacerlo solos.

Y allí estaba yo, en resumen, apenas un mozo imberbe y en mitad de todos aquellos tejes y manejes por los que, eso saltaba a la vista, estaba a punto de pagar con mi joven cuello. Suspiré, desesperanzado. Luego miré al interrogador, que seguía siendo el dominico joven. El escribano aguardaba, suspendida la pluma sobre el papel, mirándome como se mira a alguien que lleva todos los puntos para convertirse en picón de brasero.

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