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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 3 (26 page)

Apartó al oficial que protestaba y comenzó a cruzar el laboratorio, sin ocultar su avance. Dejó atrás los fregaderos en los que ardían los restos de
Niño Ciego
, y el banco debajo del cual, hacia mucho tiempo, había encontrado muerta a Dance. Un mono con la cabeza gacha se arrastró delante de él, aparentemente sordo a la proximidad de Carnegie. Dejó que la bestia encontrara un agujero donde morir, y luego avanzó hacia la puerta de la sala de pruebas. Estaba entornada. Puso la mano en el picaporte. A sus espaldas, el laboratorio se sumió en un completo silencio; todos los ojos estaban pendientes de él. Abrió la puerta de un empellón. Todos los índices tocaron los gatillos. No se produjo ningún ataque. Carnegie entró.

Jerome estaba de pie, apoyado contra la pared de enfrente. Si vio entrar a Carnegie, o si lo oyó, no dio señales de ello. A sus pies yacía un simio muerto; seguía sujetándole el dobladillo del pantalón con una manita. En un rincón había otro mono, lloriqueando con la cabeza entre las manos.

—¿Jerome?

¿Sería la imaginación de Carnegie, o había olor a fresas?

Jerome parpadeó.

—Queda usted arrestado —le informó Carnegie, y pensó que Hendrix apreciaría la ironía de la frase.

El hombre apartó la mano ensangrentada de la herida del costado, se la llevó a la bragueta y comenzó a acariciarse.

—Es demasiado tarde —repuso.

Sintió elevarse en él el último fuego. Si el intruso decidía atravesar la cámara y arrestarlo, los próximos segundos le impedirían la captura. La muerte estaba allí. Y ahora que la veía con claridad, ¿qué era? Otra seducción, otra dulce oscuridad que llenar, a la que dar placer y fertilizar.

Un espasmo le recorrió el perineo; un relámpago partió en dos direcciones desde ese lugar, subiéndole por el falo y por la columna vertebral. Una risotada salió de su garganta.

En el rincón de la sala, al oír la risa de Jerome, el mono comenzó a lloriquear otra vez. El sonido atrajo momentáneamente la atención de Carnegie, y cuando volvió a mirar a Jerome, los ojos miopes se habían cerrado, la mano había caído a un lado, y estaba muerto, de pie contra la pared. Durante un momento el cuerpo desafió la gravedad. Después, las piernas se doblaron con gracia y Jerome cayó hacia adelante. Carnegie notó que era un saco de huesos, o poco más. Era asombroso que hubiera vivido tanto.

Cautelosamente, se acercó al cuerpo y le puso el dedo en el cuello. No latía. Los restos de la última risotada de Jerome quedaron en su cara, negándose a desvanecerse.

—Dime una cosa… —susurró Carnegie al hombre, presintiendo que a pesar de haberse adelantado se había perdido lo mejor, que seguía siendo y que quizá seguiría siendo siempre un mero espectador de las consecuencias—. ¿Cuál era el chiste?

Pero el niño ciego, como tenían por costumbre los de su clan, no se lo dijo.

Lo prohibido

Como una impecable comedia, la elegancia de cuya estructura pasa inadvertida para quienes la viven, la perfecta geometría de la urbanización de la calle Spector sólo resultaba visible desde el aire. Caminar por sus melancólicos cañones, atravesar sus mugrientos corredores desde un rectángulo de cemento gris hasta el siguiente permitía descubrir muy poco que sedujera la vista o estimulara la imaginación. Los escasos árboles plantados en los cuadriláteros habían sido mutilados o arrancados de raíz hacía mucho tiempo; el césped, aunque alto, se negaba resueltamente a mostrar un verde saludable.

No cabía duda de que la urbanización y sus dos edificios vecinos habían sido antaño el sueño de algún arquitecto. No cabía duda de que los urbanistas habían llorado de placer ante un diseño que albergaba a trescientas treinta y seis personas por hectárea y, a pesar de ello, se jactaba de contar con espacio para la zona de juegos de los niños. La calle Spector había permitido la formación de indudables fortunas y reputaciones, y durante su inauguración se habían pronunciado bonitas palabras, y se la había erigido en el patrón por el que se medirían todas las edificaciones futuras. Pero los urbanistas —una vez derramadas las lágrimas y pronunciadas las palabras— habían dejado a la urbanización abandonada a sus propios recursos, y los arquitectos se habían ido al otro extremo de la ciudad para ocupar las mansiones georgianas restauradas y, probablemente, jamás volvieron por allí.

Si hubieran aparecido, no se habrían avergonzado del deterioro de la urbanización. Sin duda argumentarían que la hija de sus esfuerzos mentales continuaba siendo brillante como nunca: sus geometrías seguían tan exactas, sus proporciones tan calculadas; era la gente la que había arruinado la calle Spector. No les habría faltado razón en tales acusaciones. Pocas veces había visto Helen un medio urbano tan vandalizado. Las farolas estaban hechas añicos, las cercas de los jardines traseros arrancadas de cuajo; los coches cuyas ruedas y motores habían sido eliminados y cuyos chasis habían sido quemados bloqueaban las entradas de los garajes. En un patio, tres o cuatro chalets de una planta habían sido enteramente destruidos por el fuego, y sus ventanas y puertas tapiadas con tablones y hierro acanalado.

Lo más asombroso de todo eran los
graffiti
. Eso había venido a ver, animada por los comentarios de Archie sobre el lugar. No se sintió defraudada. Resultaba difícil de creer, observando las múltiples capas de dibujos, nombres, obscenidades y dogmas garabateados y rociados sobre cada ladrillo disponible, que la calle Spector sólo tuviera tres años y medio. Las paredes, hacía poco vírgenes, estaban tan profundamente estropeadas que el Departamento de Limpieza del Ayuntamiento no podía esperar jamás restituirles su anterior condición. Una capa de pintura blanca para tapar aquella cacofonía visual sólo ofrecería a los escribas una superficie nueva, y más tentadora, sobre la cual dejar sus marcas.

Helen estaba en el séptimo cielo. Cada rincón que descubría ofrecía nuevo material para su tesis:
graffiti: semiótica de la desesperación urbana
. Se trataba de un tema que conjugaba sus dos disciplinas preferidas —la sociología y la estética—, y mientras recorría la urbanización comenzó a preguntarse si no habría ya algún libro, además de su tesis, sobre el tema. Se paseó de patio en patio, copiando muchas de las frases más interesantes y apuntando su ubicación. Volvió a su coche para recoger la cámara y el trípode y regresó a la zona más fértil, para tomar un completo registro visual de las paredes.

Fue una tarea ardua. No era una experta fotógrafa, y el cielo de finales de octubre cambiaba por momentos, y la luz que caía sobre los ladrillos también fluctuaba. Mientras ajustaba y reajustaba la exposición para compensar los cambios de luz, sus dedos se volvieron más y más torpes y sus ánimos fueron mermando. Pero prosiguió la lucha, a pesar de la curiosidad ociosa de los viandantes. Había tantos diseños por documentar… Se recordó que la incomodidad presente sería ampliamente recompensada cuando le enseñara las diapositivas a Trevor, que desde el principio había dudado abiertamente de la validez del proyecto.

—¿Las inscripciones en las paredes? —había dicho con una de esas medias sonrisas suyas, tan irritantes—. Ya se ha tratado el tema cientos de veces.

Era verdad, claro, y sin embargo no del todo. Sin duda había trabajos doctos sobre los
graffiti
, plagados de jerga sociológica: privación de los derechos culturales, alienación urbana. Pero se hizo la ilusión de que entre aquella maraña de escrituras encontraría algo que los demás analistas habían pasado por alto: tal vez una convención unificadora que pudiera utilizar como idea conductora de su tesis. Sólo una esmerada catalogación y un cotejo de las frases e imágenes que tenia ante sí revelaría esa correspondencia: de ahí la importancia del estudio fotográfico. Habían trabajado allí tantas manos, tantas mentes habían dejado su señal, aunque fuera casual… Si lograba encontrar un patrón, un motivo predominante, la tesis llamaría la atención, y a su vez, ella también.

—¿Qué está haciendo? —preguntó una voz a sus espaldas.

Abandonó sus cálculos y vio a una joven mujer con un cochecito de bebé, de pie en la acera. Parecía cansada y contraída por el frío. En el cochecito, el niño protestaba; sus dedos sucios aferraban una piruleta de naranja y el envoltorio de una barra de chocolate. El chocolate y los restos de dulces anteriores aparecían exhibidos en la pechera del abrigo.

Helen sonrió débilmente a la mujer; al parecer le hacía falta.

—Estoy fotografiando las paredes —repuso en contestación a la pregunta inicial, aunque aquello resultaba perfectamente evidente.

La mujer —apenas tendría veinte años— volvió a preguntar:

—¿Se refiere usted a la mugre?

—Las inscripciones y los dibujos —dijo Helen, y luego agregó—: Sí, la mugre.

—¿Es usted del Ayuntamiento?

—No, de la universidad.

—Es un asco la forma en que lo ensucian todo —comentó la mujer—. Y no son sólo los niños.

—¿No?

—Personas mayores. Hombres adultos. Les importa un pimiento. Lo hacen a plena luz del día. Cualquiera puede verlos… a plena luz. —Echó una mirada al niño, que afilaba la piruleta en el suelo—. ¡Kerry! —le gritó, pero el niño no le hizo caso—. ¿Van a limpiarlo? —le preguntó a Helen.

—No lo sé —repuso ésta, y reiteró—: Soy de la universidad.

—Ah —dijo la mujer, como si se tratara de un dato nuevo—, ¿entonces no tiene nada que ver con el Ayuntamiento?

—No.

—Algunos son obscenos, ¿no? Sucios de verdad. Me da apuro ver las cosas que dibujan.

Helen asintió, echando un vistazo al niño. Kerry había decidido guardarse la piruleta en la oreja.

—Pero ¿qué haces? —le gritó su madre, y se inclinó para pegarle en la mano.

El golpe, que fue muy leve, hizo aullar al niño. Helen aprovechó para dedicarse otra vez a la cámara. Pero la mujer seguía con ganas de charlar.

—Y no pintan sólo por fuera —comentó.

—¿Cómo dice? —inquirió Helen.

—Entran en los apartamentos cuando quedan vacíos. El Ayuntamiento intentó tapiarlos, pero no sirvió de nada. Entran de todos modos. Los usan como lavabo y escriben más porquerías en las paredes. Y encienden fuegos. Después no hay quien pueda vivir allí.

La descripción despertó la curiosidad de Helen. ¿Acaso los
graffiti
de las paredes interiores serían sustancialmente distintos de los de afuera? Sin duda, merecía la pena investigarlo.

—¿Conoce algún lugar así por aquí cerca?

—¿Apartamentos vacíos, quiere decir?

—Con
graffiti
.

—Al lado de mi casa hay uno o dos —comentó la mujer—. Vivo en Butts' Court.

—¿Podría enseñármelos? —inquirió Helen.

La mujer se encogió de hombros.

—A propósito, me llamo Helen Buchanan.

—Anne—Marie —repuso la madre.

—Le agradecería mucho que pudiera indicarme uno de esos apartamentos vacíos.

Anne—Marie se sintió abrumada por el entusiasmo de Helen, y no intentó ocultarlo, pero volvió a encogerse de hombros y repuso:

—No hay mucho que ver, es lo mismo que hay aquí afuera.

Helen recogió su equipo y caminaron juntas por los corredores que separaban un bloque del siguiente. Aunque la urbanización no tenía mucha altura —cada bloque contaba con sólo cinco pisos—, el efecto de cada cuadrilátero era horriblemente claustrofóbico. Los pasillos y las escaleras eran el sueño de los ladrones; estaban plagados de puntos muertos y túneles mal iluminados. Las instalaciones para las basuras —conductos que bajaban de los pisos superiores por los que se podían arrojar las bolsas de basura— habían sido clausuradas hacía tiempo, porque resultaban mortales en caso de incendio. En los corredores se apilaban las bolsas de plástico llenas de basura, muchas de ellas abiertas por los perros vagabundos y su contenido esparcido por el suelo. A pesar del frío, el olor que desprendían resultaba desagradable. En pleno verano debía de ser abrumador.

—Vivo al otro lado —dijo Anne—Marie, señalando más allá del cuadrilátero—. En el de la puerta amarilla. —Señaló el lado opuesto de la plazoleta—. A cinco o seis chalets del extremo opuesto —dijo—. Hay dos que están vacíos. Ya hace unas semanas que se fueron. Una de las familias se mudó a Ruskin Court; la otra se marchó de noche.

Dicho lo cual, le dio la espalda a Helen, empujó a Kerry, dedicado ahora a empapar de saliva el lateral del cochecito, y se dirigió hacia el cuadrilátero.

—Gracias —le gritó Helen.

Anne—Marie echó un breve vistazo por encima del hombro, pero no contestó. Azuzado su apetito, Helen avanzó entre la fila de chaletitos de una planta, muchos de los cuales, aunque habitados, daban escasas señales de ello. Las cortinas estaban echadas, no había botellas de leche en el escalón de las puertas, ni juguetes abandonados donde los niños habían estado jugando con ellos. En realidad, no había nada de vida. Resultaba sorprendente comprobar que habían rociado más
graffiti
en las puertas de las casas ocupadas. Examinó rápidamente las inscripciones, en parte porque temía que se abrieran las puertas mientras estudiaba una selección de obscenidades pintadas en ellas, pero más porque estaba ansiosa por ver qué revelaciones le ofrecerían los apartamentos vacíos.

Un maligno olor de orina, nueva y añeja, le dio la bienvenida en el umbral del número 14, y camuflado le llego el aroma de pintura y plástico quemado. Vaciló un instante, preguntándose si sería conveniente entrar en el chalet. El territorio de la urbanización que había dejado atrás era indiscutiblemente extranjero, sellado en su propia miseria, pero las habitaciones que tenía en frente resultaban mucho más amenazantes, una oscura maraña que sus ojos apenas lograban penetrar. Sin embargo, cuando le faltó coraje, pensó en Trevor y en las ganas que tenía de acallar su condescendencia. Con estas reflexiones, entró en el lugar, pateando deliberadamente un trozo de madera chamuscado, con la esperanza de advertir a algún posible ocupante para que se mostrara.

Sin embargo, no había sonidos de ocupación. Mas confiada, comenzó a explorar la habitación del frente del chalet, que había sido —a juzgar por los restos de un sofa despanzurrado ubicado en un rincón y la raída alfombra— la sala. Tal como Anne—Marie prometiera, las paredes de color verde claro habían sido muy estropeadas por escribas menores —contentos de trabajar con pluma o con la crudeza del carbón obtenido del sofá— y por otros con mayores aspiraciones, que las habían rociado con una docena de colores.

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