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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 3 (35 page)

Su sentido dc la orientación lo había abandonado. En la primera intersección, y luego en la segunda, cometió un error. Unos metros más adelante reconoció su error e intentó volver sobre sus pasos, pero de ese modo no hizo sino aumentar la confusión. Los corredores se parecían: los mismos azulejos, la misma luz mortecina. Cada vez que doblaba una esquina llegaba a una cámara por la que no había pasado antes, o bien terminaba en callejones sin salida. Su pánico aumentó. El lamento había concluido; estaba solo con su respiración entrecortada y las maldiciones a media voz. Coloqhoun era responsable de aquel tormento, y Garvey juró que le arrancaría la verdad a palos, aunque tuviera que romperle personalmente hasta el último hueso. Mientras continuaba corriendo, se aferró a la idea de aquella paliza; era su único consuelo. Tan preocupado estaba pensando en las agonías que haría padecer a Coloqhoun, que no notó que daba vueltas en círculo y que regresaba hacia la luz, hasta que resbalando llegó a una cámara familiar. La criatura yacía en el suelo, muerta y desechada. Su madre había desaparecido.

Garvey se detuvo a hacer inventario de su situación. Si volvía por donde había llegado, la ruta no haría mas que confundirlo; si seguía adelante, atravesando la cámara, hacia la luz, quizá lograra cortar el nudo gordiano y regresar al punto de partida. El veloz ingenio de la solución le satisfizo. Cautelosamente, atravesó la cámara hasta la puerta abierta ubicada al otro lado y se asomó. Ante él se extendía un nuevo corredor, y al final de éste otra puerta que daba a un espacio abierto. ¡La piscina! ¡Seguramente sería la piscina!

Olvidó toda precaución, cruzó la cámara y recorrió el pasillo.

A cada paso, el calor iba en aumento. La cabeza le zumbaba. Llegó al final del pasillo y salió al ruedo que había más allá.

A diferencia de la pequeña, la piscina grande no estaba vacía. Estaba llena a rebosar, no de agua clara, sino de un caldo espumoso que humeaba a pesar del calor reinante. Aquella era la fuente de la luz. El agua de la piscina despedía una fosforescencia que todo lo teñía —los mosaicos, el trampolín, los vestuarios, sin duda a él mismo— con el mismo tono leonado.

Escudriñó la escena que tenía ante sí. No había señales de las mujeres. Su camino hacia la salida no se veía amenazado; tampoco veía señales de cadenas ni de candados en las puertas dobles. Comenzó a avanzar hacia ellas. Resbaló en los mosaicos; echó un breve vistazo hacia abajo y vio que había atravesado un rastro de fluído —en la luz embrujada le resultó difícil distinguir su color— que acababa en el borde del agua o bien comenzaba allí.

Dominado por la curiosidad, se volvió a mirar al agua. El vapor se arremolinaba; una corriente jugaba con la espuma. Y allí… sus ojos captaron una silueta oscura, anónima, que se deslizaba debajo de la piel del agua. Pensó en la criatura que había matado, en su cuerpo informe y en los lazos colgantes de sus miembros. ¿Sería otra de la misma especie? El brillo del líquido lamió el borde de la piscina; los continentes de espuma se deshicieron en archipiélagos. No vio señales del nadador.

Irritado, apartó la vista del agua. Ya no estaba solo. Tres muchachas habían aparecido de la nada, y avanzaban hacia él por el borde de la piscina. Una de ellas era la que había visto la primera vez. A diferencia de sus hermanas, llevaba un vestido. Tenía un pecho desnudo. Lo miró muy seria y se fue acercando; a su lado arrastraba una cuerda adornada con cintas manchadas, atadas en lazos flojos pero extravagantes.

Al llegar estas tres gracias las aguas fermentadas de la piscina se agitaron locamente cuando sus ocupantes salieron a recibir a las mujeres. Garvey logró ver tres o cuatro siluetas inquietas sacudir la superficie sin romperla. Quedó atrapado entre su instinto, que le aconsejaba huir (la cuerda, aunque embellecida, seguía siendo una cuerda), y el deseo de quedarse a ver lo que contenía la piscina. Echó un vistazo hacia la puerta. Se encontraba a menos de diez metros de ella. Una rápida carrera y saldría a la fresca atmósfera del pasillo. Desde allí podría gritarle a Chandaman.

Las muchachas se detuvieron muy cerca de él y lo observaron. Les devolvió las miradas. Todos los deseos que lo habían conducido hasta allí se habían evaporado. Ya no quería sostener en sus manos los pechos de aquellas criaturas, ni acariciar la intersección de sus muslos relucientes. Aquellas mujeres no eran lo que parecían. Su silencio no era docilidad, sino el trance inducido por alguna droga; su desnudez no era sensualidad, sino una horrible indiferencia que lo ofendía. Incluso su juventud, y todo lo que traía aparejado —la suavidad de la piel, el brillo del pelo—, hasta eso parecía de algún modo corrupto. Cuando la muchacha del vestido tendió una mano y le tocó la cara sudorosa, Garvey lanzó un gritito de asco, como si lo hubiera lamido una serpiente. No se mostró molesta por su reacción, sino que se le acercó más, sin apartar los ojos de los suyos; no olía a perfume como su amante, sino a frescura. A pesar de sentirse agraviado no podía apartarse de ella. Se quedó quieto, sin apartar la vista de los ojos de aquella furcia, mientras ella le besaba la mejilla y con la cuerda engalanada de lazos le envolvía el cuello.

Jerry telefoneó al despacho de Garvey a intervalos de media hora durante todo el día. Al principio le dijeron que no estaba en la oficina, y que regresaría esa misma tarde. Pero a medida que avanzaba el día, el mensaje cambió. Garvey no iba a estar en el despacho en todo el día. El señor Garvey, le dijo la secretaria, no se encontraba bien y se había marchado a su casa a descansar. Le pidió que telefoneara al día siguiente. Jerry solicitó a la secretaria que tomara nota de un recado: había conseguido los planos de las Piscinas y estaría encantado de hablar del proyecto cuando al señor Garvey le pareciera oportuno.

A últimas horas de la tarde le telefoneó Carole.

—¿Salimos esta noche? ¿Que te parece si vamos al cine?

—Pues no se me había ocurrido ir tan lejos —repuso él—. Hablaremos esta noche, ¿vale?

Finalmente fueron a ver una película francesa que, aparentemente, por lo que Jerry logró captar, carecía de argumento; consistía en una serie de diálogos entre los personajes, en los que discutían sus traumas y aspiraciones, siendo los primeros directamente proporcionales al fracaso de las últimas. La película le dejó una sensación de apatía.

—No te ha gustado…

—No demasiado. Todos esos diálogos intimidadores…

—Y nada de tiros.

—Nada de tiros.

Carole sonrió para sí.

—¿Qué tiene de gracioso? —quiso saber él.

—Nada…

—No digas que nada.

—No he hecho más que sonreír, eso es todo —dijo ella, encogiéndose de hombros—. ¿No puedo sonreír?

—Cielos. Lo unico que le falta a esta conversación son subtítulos.

Caminaron un rato por la calle Oxford.

—¿Quieres comer algo? —le preguntó Jerry cuando llegaron a la esquina de la calle Poland—. Podríamos ir al Red Fort.

—No, gracias, no me gusta cenar tan tarde.

—Por el amor del cielo, no discutamos por una maldita película.

—¿Quién discute?

—Eres exasperante.

—Pues es algo que tenemos en común —le espetó.

Se le sonrojó el cuello.

—Esta mañana dijiste… —empezo él.

—¿Qué dije?

—Hablaste de que no debíamos perder lo que hay entre nosotros…

—Eso fue esta mañana —replicó Carole con ojos acerados. Y de repente, agregó—: Me importa un bledo, Jerry. De mí, de nadie.

Se quedó mirándolo como desafiándolo a que no contestara. Cuando no lo hizo, se mostró curiosamente satisfecha.

—Buenas noches… —dijo, y se apartó de él.

Jerry observó cómo daba cinco, seis, siete pasos y se alejaba de él. En lo más hondo deseaba llamarla, pero una docena de irrelevancias —el orgullo, la fatiga, la inconveniencia— se lo impidieron. Finalmente, lo que lo hizo reaccionar y le puso su nombre en los labios fue la idea de pasar otra noche en la cama vacía, pensar en las sábanas cálidas sólo en donde él yaciera, y frías como mil demonios a su derecha o a su izquierda.

—Carole.

No se volvió, ni siquiera aminoró la marcha. Tuvo que correr para alcanzarla, consciente de que la escena llamaría la atención de los transeúntes.

—Carole —repitió, y la sujetó del brazo.

Se detuvo. Cuando se puso frente a ella para verle la cara, se sorprendió al comprobar que estaba llorando. Aquello lo desarmó; detestaba las lágrimas de Carole una pizca menos de lo que detestaba las suyas propias.

—Me rindo —le dijo, intentando sonreír—. La película era una obra de arte. ¿Qué te parece?

Se negó a permitir que sus payasadas la calmaran; tenía la cara hinchada de desdichas.

—No llores —le dijo—, por favor, no llores. No me…

(«No me salen bien las disculpas», quiso decir, pero en realidad se le daban tan mal que ni siquiera logro expresarlo.)

—Es igual —dijo ella en voz baja.

Jerry notó que no estaba enfadada, simplemente se sentía triste.

—Anda, volvamos a mi piso.

—No quiero.

—Pues yo quiero que vengas —le dijo él. Al menos lo decía con sinceridad—. No me gusta hablar en la calle.

Llamó un taxi y regresaron a Kentish Town, sin decirse palabra. En mitad de la escalera, antes de llegar a la puerta del apartamento, Carole dijo:

—Qué perfume más asqueroso.

En la escalera flotaba un olor fuerte y ácido.

—Alguien ha estado aquí arriba —dijo Jerry.

De pronto le entró una ansiedad inexplicable y subió rápidamente el tramo restante hasta plantarse ante la puerta del apartamento. Estaba abierta; habían forzado la cerradura sin reparos y astillado 1a madera de la jamba. Lanzó una maldición.

—¿Qué ocurre? —inquirió Carole, yendo tras él.

—Han entrado en mi piso.

Entró en su casa y encendió la luz. El interior era un caos. Lo habían destrozado todo a conciencia. Por todas partes sc observaban pequeños actos de vandalismo: cuadros rotos, almohadas despanzurradas, muebles reducidos a astillas. Jerry se quedó de pie, en medio del desastre, meneando la cabeza, mientras Carole iba de cuarto en cuarto, descubriendo en cada uno la misma prolija destrucción.

—Es algo personal, Jerry.

Él asintió.

—Llamaré a la policía —se ofreció Carole—. Fíjate en qué se han llevado.

Hizo lo que le ordenó con el rostro completamente pálido. El golpe de aquella invasión lo había aturdido. Mientras caminaba sin rumbo por el apartamento para comprobar el pandemónium — dándoles la vuelta alos objetos rotos, colocando los cajones en su sitio—, se imaginó a los intrusos en plena tarea, riéndose mientras revisaban sus ropas y sus recuerdos. En un rincón del dormitorio encontró todas las fotos amontonadas. Habían orinado encima de ellas.

—La policía está en camino —le informó Carole —. Han dicho que no tocásemos nada.

—Demasiado tarde —murmuró.

—¿Qué se han llevado?

—Nada —replicó.

Los objetos de valor —el estéreo y el vídeo, las tarjetas de crédito, las pocas joyas estaban allí. Sólo entonces recordó los planos. Regreso a la sala y empezó a buscar entre el desastre, aunque sabía con certeza que no iba a encontrarlos.

—Garvey — dijo.

—¿Qué pasa con Garvey?

—Vino a buscar los planos de las Piscinas. O envió a alguien.

—¿Por qué? —inquirió Carole, contemplando el caos—. De todos modos ibas a dárselos.

—Fuiste tú la que me advirtió que no me relacionara con él… —dijo Jerry, meneando la cabeza.

—Nunca imaginé una cosa así.

—Ya somos dos.

La policía llegó y se marchó, ofreciéndole unas magras disculpas cuando le comentaron que no creían probable que arrestaran al culpable.

—Últimamente, hay muchos actos de vandalismo —le explicó el oficial—. Su vecino de abajo no estaba…

—No, están fuera.

—Era la última esperanza. Recibimos muchas llamadas como ésta. ¿Tiene el piso asegurado?

—Sí.

—Bueno, al menos es algo.

En la entrevista, Jerry no comentó nada de sus sospechas, aunque en repetidas ocasiones sintió la tentación de lanzar sus acusaciones. En aquellas circunstancias no tenía demasiado sentido acusar a Garvey. Por una parte, éste tendría sus coartadas preparadas; por otra, ¿qué lograrían unas acusaciones sin fundamento sino alimentar aún mas la locura de aquel hombre?

—¿Qué vas a hacer? le preguntó Carole cuando los policías terminaron de encogerse de hombros con indiferencia y se marcharon.

—No lo sé. Ni siquiera estoy seguro de que fuera Garvey. Por un momento es todo dulzura y luz, y al siguiente, esto. ¿Cómo hacer frente a una mente así?

—No se le hace frente. Se la deja correr —repuso Carole—. ¿Quieres quedarte aquí o venirte a casa?

—Quiero quedarme.

Realizaron un superficial intento por restablecer la situación anterior; devolvieron los muebles no demasiado rotos a su sitio, y quitaron los cristales rotos. Le dieron la vuelta al colchón destrozado, buscaron dos cojines intactos y se fueron a la cama.

Carole quiso hacer el amor, pero esa seguridad, igual que gran parte de la vida dr Jerry, estaba destinada a fracasar. Bajo las sábanas no lograron componer lo que se había echado a perder fuera de ellas. La rabia de Jerry lo tornó brusco, y su brusquedad enfureció a Carole. Debajo de él, Carole frunció el ceño y sus besos se tornaron reacios y poco espontáneos. La renuencia de Carole hizo que Jerry la desdeñase con mayor tosquedad.

—Dejémoslo —dijo Carole, cuando Jerry se disponía a penetrarla—. No quiero esto.

Él sí, y cómo. Empujó antes de que ella volviera a protestar.

—He dicho que lo dejemos, Jerry.

Jerry procuró no oírla. Y se mostró más pesado que ella.

—Déjalo ya.

Jerry cerró los ojos. Carole volvió a pedirle que lo dejara, pero él empujó con más fuerza, con una furia verdadera, en la forma que a veces le había pedido ella cuando estaban muy excitados, rogándoselo casi. Pero en ese momento lo maldecía, lo amenazaba, y con cada palabra proferida Jerry se convencía de que no se dejaría engañar esta vez, aunque en la entrepierna no sentía más que plenitud e incomodidad, y la urgencia de acabar.

Carole empezó a luchar; le arañó la espalda y le tiró del pelo para apartar la cara de Jerry de su cuello. Mientras continuaba moviéndose a Jerry se le ocurrió pensar que lo odiaría por aquello, y en eso, al menos, estarían de acuerdo, pero la idea no tardó en dar paso a las sensaciones.

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