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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 3 (22 page)

Entonces oyó un gruñido detrás de la puerta.

—¿Dooley? — inquirió.

Otro gruñido. Entró en el vestíbulo. Vio tres puertas más. todas cerradas; posiblemente serían otros apartamentos, o salas dormitorio. Sobre el felpudo de fibra de coco, ubicado ante la puerta principal, estaba la porra de Dooley, abandonada como si su dueño hubiera emprendido la huida. Boyle se tragó sus miedos y se internó en el corredor. Volvió a oír la queja, más cerca esta vez. Miró a su alrededor y echó un vistazo a la escalera. Allí. en el descansillo, yacía Dooley. Estaba semiinconsciente. Habían intentado quitarle las ropas de un modo brutal; grandes porciones de su fofa anatomía inferior estaban al descubierto.

—¿Qué ocurre, Dooley? — inquirió Boyle, acercándose al pie de la escalera.

El oficial oyó su voz y se dio la vuelta rodando. Sus ojos nublados se abrieron aterrados al ver a Boyle.

—Tranquilo, hombre, soy yo —le dijo éste.

Boyle se dio cuenta demasiado tarde de que Dooley no lo miraba a él, sino a algo que había a sus espaldas. Cuando giró sobre sus talones para ver qué asustaba a Dooley, una silueta lo atropelló como un ariete. Maldiciendo y sin aliento, Boyle cayó al suelo. Se arrastró durante unos segundos antes de que su atacante lo agarrara por la chaqueta y el pelo y lo obligara a ponerse de pie. Reconoció de inmediato la cara salvaje pegada contra la suya —la línea del pelo en retirada, la boca débil, el hambre—, pero había muchas cosas que no había esperado. El hombre estaba desnudo como un crío al llegar al mundo, aunque no tan modestamente dotado. Además, tenía una erección notoria. Si el ojito brillante que llevaba en la entrepierna apuntando hacia Boyle no constituía prueba suficiente, cuando le arrancó las ropas con las manos, las intenciones del asaltante quedaron perfectamente claras.

—¡Dooley! — aulló Boyle al ser lanzado hacia el vestíbulo—. ¡En nombre de Dios! ¡Dooley!

Sus súplicas fueron acalladas cuando golpeó contra la pared opuesta. El hombre enloquecido se lanzó sobre él en un abrir y cerrar de ojos y le aplastó la cara contra el papel pintado; pájaros y flores entrelazados le llenaron los ojos. Desesperado, Boyle luchó, pero la pasión de aquel hombre le daba una fuerza ingobernable. Una mano insolente sujetaba la cabeza del policía, mientras la otra le arrancaba los pantalones y la ropa interior, dejando sus nalgas al aire.

—Dios… —suplicó Boyle al papel pintado de la pared—. Por favor, Dios mío, que alguien me ayude…

Pero las plegarias resultaron tan infructuosas como sus esfuerzos. Estaba clavado contra la pared como una mariposa extendida sobre un corcho, a punto de ser traspasado. Cerró los ojos; tenía las mejillas bañadas de lágrimas de frustración. El asaltante le soltó la cabeza y consumó la violación. Boyle se negó a gritar. El dolor que sintió no se equiparaba a la humillación. Quizá era mejor que Dooley estuviera en coma, así la humillación acabaría sin testigos.

—Basta —murmuró hacia la pared, dirigiéndose a su cuerpo y no a su atacante, para urgirlo a que no sintiera placer con aquel ultraje.

Pero sus terminaciones nerviosas fueron traicioneras y se contagiaron del incendiario ataque. Bajo la agonía punzante, una parte imperdonable de él se puso a la altura de las circunstancias.

En la escalera, Dooley se incorporó con dificultad. La región lumbar, debilitada desde un accidente automovilístico ocurrido las Navidades anteriores, había cedido en cuanto el salvaje lo lanzó contra la pared. El más mínimo movimiento le producía una agonía atroz. Baldado por el dolor, se tambaleó basta el pie de la escalera y miró, asombrado, hacia el vestíbulo. ¿Acaso era Boyle, el arrogante, el ascendente, al que estaban violando como a un muchacho necesitado de dinero para droga? La escena paralizó a Dooley durante varios segundos; luego apartó los ojos y los dirigió a la porra que yacía sobre el felpudo. Se movió cautelosamente, pero el salvaje estaba demasiado ocupado con la desfloración como para notarlo.

Jerome estaba escuchando el corazón de Boyle. Su latido era fuerte y seductor, y a cada arremetida suya parecía aumentar su volumen. Lo quería para él, quería su calor, su vida. Puso la mano sobre el pecho de Boyle y empezó a hundirla en la carne.

—Dame tu corazón —le dijo.

Era como las letras de las canciones.

Boyle gritó con la cara aplastada contra la pared cuando su atacante le hundió la mano en el pecho. Había visto fotos de la mujer de los Laboratorios; en su imaginación, la herida abierta de aquel torso le resultó clara como el rayo. El maniaco pretendía repetir aquella atrocidad.
Dame tu corazón
. Aterrado, al borde de la locura, encontró nuevas fuerzas y reanudó la lucha, clavando las uñas en el torso de su atacante: nada; ni siquiera la sangrienta pérdida del pelo interrumpió el ritmo de sus arremetidas. Como último recurso, Boyle intentó meter una mano entre su cuerpo y la pared para llegar a la entrepierna del muy hijo de puta y arrancarle los testículos. Cuando se disponía a hacerlo, Dooley atacó, descargando una lluvia de golpes de porra sobre la cabeza del salvaje. Aquella distracción le dio a Boyle amplitud de movimientos. Se apretó con fuerza contra la pared; las manos del asaltante, resbaladizas por la sangre que manaba del pecho de Boyle, soltaron a su presa. Boyle volvió a empujar. Esta vez logró quitarse de encima al atacante. Los cuerpos se separaron. Boyle se volvió, sangrando pero a salvo, y vio a Dooley perseguir al hombre por el vestíbulo, dándole golpes en la grasienta cabeza rubia. El enloquecido no intentó protegerse; sus ojos ardientes (Boyle jamás había comprendido hasta ese momento la precisión física de la imagen) seguían prendidos del objeto de sus afectos.

—¡Mátalo! — exclamó Boyle por lo bajo, mientras el hombre sonreía, ¡sonreía!, a pesar de los golpes—. ¡Destrózale hasta el último hueso!

Aunque Dooley, maltrecho como se encontraba, hubiera estado en condiciones de obedecer aquella orden, no tuvo ocasión de hacerlo. Una voz proveniente del corredor interrumpió la paliza. Del apartamento por el que había entrado Boyle salió una mujer. A juzgar por su estado, también había sido víctima de aquel saqueador; pero estaba claro que al entrar Dooley en la casa había distraído al atacante antes de que le ocasionara un serio daño.

—¡Arréstenlo! — gritó, señalando al hombre sonriente—. ¡Ha intentado violarme!

Dooley se acercó para tomar posesión del prisionero, pero Jerome tenía otras intenciones. Le puso la mano en la cara y lo empujó contra la puerta principal. El felpudo de fibra de coco se deslizó debajo de sus pies y Dooley estuvo a punto de caer. Cuando recuperó el equilibrio, Jerome se había levantado y había huido. Boyle intentó detenerlo, pero el pantalón hecho jirones se le enredó en las piernas, y Jerome no tardó en plantarse rápidamente en mitad de la escalera.

—Pide ayuda —le ordenó Boyle a Dooley—. Date prisa.

Dooley asintió y abrió la puerta principal.

—¿Hay forma de salir por la parte de arriba? — preguntó Boyle a la señora Morrisey. Ella negó con la cabeza—. Entonces tenemos atrapado a ese bastardo, ¿no es así? — dijo—. ¡Vamos, Dooley, muévete! — Dooley bajo cojeando por el sendero—. Y usted —agregó Boyle, dirigiéndose a la mujer—, busque algo que sirva de arma. Cualquier cosa sólida.

La mujer asintió y volvió sobre sus pasos, dejando a Boyle acurrucado junto a la puerta abierta. Una suave brisa le enfrió el sudor que le bañaba la cara. Afuera, en el coche, Dooley pidió refuerzos.

Boyle pensó que los coches no tardarían en llegar y que se llevarían al hombre a rastras, a prestar declaración. No tendría ocasión de vengarse cuando estuviera bajo custodia; la ley seguiría su plácido curso y él, la víctima, no sería más que un espectador. Si quería salvar las ruinas de su virilidad, aquélla era la ocasion. Si no lo hacía, si languidecía allí, con las tripas ardiendo, jamás se desharía del horror provocado por la traición de su cuerpo. Debía actuar ya, debía borrarle la sonrisa de la cara a su violador de una vez y para siempre, o vivir despreciándose hasta que le fallase la memoria.

No le quedaba otra alternativa. Sin pensárselo más, se levantó y comenzó a subir la escalera. Al llegar al descansillo, se dio cuenta de que no llevaba armas, pero sabía que si volvía a bajar, perdería impulso. En ese momento, estaba preparado a morir si era necesario, por lo que continuó subiendo.

En el rellano superior sólo había una puerta abierta. Del interior del cuarto le llegó el sonido de una radio. Abajo, en la seguridad del vestíbulo, oyó a Dooley entrar de la calle para decirle que había pedido refuerzos e interrumpirse en mitad de la frase. Pasando por alto la distracción, Boyle entró en el apartamento.

No había nadie. Tardó unos minutos en revisar la cocina, el baño y la sala: todo vacío. Regresó al lavabo; la ventana estaba abierta y asomó la cabeza. La distancia que había hasta el césped del jardín era fácil de cubrir. En el suelo había unas huellas del cuerpo del hombre. Había saltado y se había ido.

Boyle se maldijo por haberse demorado, y agachó la cabeza. Un calorcillo le bajó por el interior del muslo. En la habitación contigua, seguían sonando las canciones de amor.

Para Jerome no existió el olvido, esa vez no. El encuentro con la señora Morrisey, interrumpido por Dooley, y el episodio con Boyle no habían hecho más que avivar el fuego que llevaba dentro. A la luz de aquellas llamas, comprendió claramente los crímenes cometidos. Recordó con espantosa claridad el laboratorio, la inyección, los monos, la sangre. Sin embargo, los actos que recordaba (y eran muchos) no despertaron en él una sensación de pecado. Las consecuencias morales, la vergüenza y el remordimiento fueron arrasados por el fuego que continuaba lamiéndole la carne y provocándole nuevos entusiasmos.

Se refugió en un callejón tranquilo para ponerse presentable. Las ropas que había logrado reunir antes de la huida eran abigarradas, pero le servirían para no llamar la atención. Mientras se abrochaba —el cuerpo parecía rechazar las ropas, como si se negara a que lo cubrieran—, intentó controlar el holocausto que rugía en su interior. Pero las llamas no se apagaban. Ca4a fibra de su ser se sentía viva ante el fluir del mundo que le rodeaba. Los ordenados árboles que bordeaban el camino, la pared que había a sus espaldas, las piedras del suelo bajo sus pies desnudos se prendían y ardían con su mismo fuego. Al ver cómo se propagaba el incendio, sonrió. El mundo, con cada uno de sus ansiosos detalles, le devolvió la sonrisa.

Excitado más allá de todo control, se volvió hacia la pared en la que se había recostado. El sol le daba de lleno, y estaba tibia; los ladrillos olían divinamente. Llenó de besos sus caras agrietadas; sus manos exploraron cada recoveco, cada rugosidad. Murmurando naderías dulzonas, se bajó la cremallera de la bragueta, buscó un cómodo agujero y lo llenó. La mente se le pobló de imágenes líquidas: anatomías mezcladas, hombres y mujeres en un ayuntamiento carnal indescifrable. Arriba, en el cielo, hasta las nubes ardían; subyugado por sus cabezas ardientes, sintió cómo se le erguía el pene. Le faltaba la respiración. Pero ¿y el éxtasis? Seguramente no acabaría nunca.

Sin previo aviso, un espasmo doloroso le recorrió la columna vertebral desde la corteza cerebral hasta los testículos, y volvió a subir, sacudiéndolo. Las manos soltaron el ladrillo y acabó su agónico orgasmo en el aire, mientras caía al suelo. Durante varios segundos permaneció tendido, mientras los ecos del espasmo inicial le subían y bajaban por la columna, disminuyendo con cada regreso. En el fondo de la garganta sintió el sabor de la sangre; no estaba seguro de si se había mordido el labio o la lengua, pero creyó que no. Por encima de su cabeza, los pájaros volaban en círculos, elevándose lánguidamente en una espiral de aire cálido. Observó cómo se iba apagando el fuego de las nubes.

Se incorporó y bajó la vista para ver el montón de semen derramado sobre la acera. Durante un frágil instante revivió una bocanada de la visión que había tenido; imaginó la unión de su simiente con la piedra del suelo. Y pensó cuán sublimes serían las criaturas de las que el mundo podría vanagloriarse si pudiera copular con un ladrillo o un árbol; estaba dispuesto a soportar dichosamente los tormentos de la concepción si tales milagros fueran posibles. Pero los adoquines no se conmovieron ante las súplicas de su simiente; y la visión, igual que el fuego del cielo, se enfrió y ocultó sus glorias.

Guardó el miembro ensangrentado y se reclinó contra la pared, dando vueltas y más vueltas a los extraños acontecimientos de su vida. Algo fundamental estaba cambiando en él, de eso estaba seguro; el éxtasis que lo había poseído (y que sin duda volvería a poseerlo) era distinto de todo lo que había experimentado hasta entonces. Fuera lo que fuese lo que le habían inyectado, no daba señales de eliminarse naturalmente, todo lo contrario. Todavía sentía en su interior el calor, igual que le ocurriera al abandonar los Laboratorios, aunque esta vez el rugido de su presencia fue más fuerte que nunca.

Estaba viviendo una nueva clase de vida, y esa certeza, aunque aterradora, le producía alborozo. En ningún momento se le ocurrió a su aturdido y erotizado cerebro pensar que, con el tiempo, esa nueva clase de vida requeriría una nueva clase de muerte.

Sus superiores le habían advertido a Carnegie que esperaban resultados, y él pasó el rapapolvo verbal recibido a sus subalternos. Era una línea de humillaciones, en la que el de mas rango era estimulado a patear al de abajo, y éste, a su vez, al que tenía mas abajo aun. Carnegie se había preguntado a veces qué haría el último de la fila para desahogar sus iras; seguramente se desquitaría con su perro.

—Ese sinvergüenza sigue suelto, caballeros, a pesar de que su foto haya salido en muchos periódicos de esta mañana, y a pesar de un método de operaciones que resulta, por decir lo más leve, insolente. Lo atraparemos, claro está, pero hemos de hacerlo antes de que el muy bastardo asesine a alguien más…

Sonó el teléfono. El sustituto de Boyle, Migeon, lo cogió, mientras Carnegie concluía la estimulante perorata a los oficiales allí reunidos.

—Caballeros, lo quiero aquí dentro de veinticuatro horas. Es el tiempo que me han dado, no tenemos más. Veinticuatro horas.

Migeon lo interrumpió:

—Señor Carnegie, es Johannson. Dice que tiene algo para usted y que es urgente.

—Está bien. — El inspector cogió el auricular y dijo—. Aquí Carnegie.

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