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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #Intriga

Leviatán (3 page)

—Generalmente, consigo estar al corriente de lo que se publica —dijo, desatándose la bufanda debajo de la barbilla y quitándosela junto con la gorra de béisbol y el largo abrigo marrón. Lo dejó todo en un montón sobre un taburete cerca de él y se sentó—. Hasta hace dos semanas nunca había oído hablar de ti. Ahora, de repente, parece que asomas por todas partes. De entrada, tropecé con tu artículo acerca de los diarios de Hugo Ball. Un articulo excelente, pensé, hábil y bien argumentado, una respuesta admirable a los temas en cuestión. No estaba de acuerdo con todas tus opiniones, pero las defendías bien y respeté la seriedad de tu posición. Este tipo cree demasiado en el arte, me dije, pero por lo menos sabe dónde está y tiene la inteligencia de reconocer que hay otras opiniones posibles. Luego, tres o cuatro días después, me llegó una revista por correo y lo primero que vi fue un cuento firmado por ti. “El alfabeto secreto”, el que trata sobre un estudiante que constantemente encuentra mensajes escritos en las paredes de los edificios. Me encantó. Me gustó tanto que lo leí tres veces. ¿Quién es este Peter Aaron?, me pregunté, ¿y dónde ha estado escondido? Cuando Kathy como—se—llame me telefoneó para decirme que Palmer había escurrido el bulto, le sugerí que se pusiese en contacto contigo.

—Así que tú eres el responsable de que me encuentre aquí —dije, demasiado aturdido por sus pródigos elogios como para que se me ocurriera algo más que esta débil respuesta.

—Bueno, reconozco que no ha salido como esperábamos.

—Puede que no sea tan mala cosa —dije—. Por lo menos no tendré que permanecer de pie en la oscuridad notando cómo me flojean las piernas. No deja de ser una ventaja.

—La madre naturaleza ha acudido en tu ayuda.

—Exactamente. La suerte me ha salvado el pellejo.

—Me alegro de que te hayas ahorrado ese tormento. No quisiera vivir con eso en mi conciencia.

—Pero gracias por hacer que me invitasen. Fue una satisfacción para mí, y la verdad es que te estoy muy agradecido.

—No lo hice para que me lo agradecieses. Sentía curiosidad, y antes o después me habría puesto en contacto contigo yo mismo. Pero se presentó esta oportunidad y pensé que sería una forma más elegante de hacerlo.

—Y aquí estoy, sentado en el Polo Norte con el almirante Peary en persona. Lo menos que puedo hacer es invitarte a una copa.

—Acepto tu invitación, pero con una condición. Tienes que responder primero a mi pregunta.

—Encantado, siempre y cuando me digas cuál es la pregunta. No recuerdo que me hayas hecho ninguna.

—Claro que sí. Te he preguntado dónde has estado escondido. Puede que me equivoque, pero mi suposición es que no llevas mucho tiempo en Nueva York.

—Antes vivía aquí, pero luego me marché. Hace sólo cinco o seis meses que he vuelto.

—¿Y dónde has estado?

—En Francia. He vivido allí cerca de cinco años.

—Eso lo explica. Pero ¿por qué diablos quisiste vivir en Francia?

—Por ninguna razón especial. Sencillamente, quería estar en algún sitio que no fuese aquí.

—¿No fuiste a estudiar? ¿No trabajabas para la UNESCO o para algún importante bufete internacional?

—No, nada de eso. Más o menos vivía al día.

—La vieja aventura del expatriado, ¿no es eso? Joven escritor norteamericano se va a París para descubrir la cultura y a las mujeres hermosas, para experimentar los placeres de sentarse en los cafés y fumar cigarrillos negros.

—No creo que fuese eso tampoco. Sentí que necesitaba aire para respirar, eso es todo. Elegí Francia porque hablo francés. Si hubiese hablado serbo—croata, probablemente me hubiese ido a Yugoslavia.

—Así que te fuiste. Sin ninguna razón especial, según dices. ¿Hubo alguna razón especial para que volvieses?

—Me desperté una mañana el verano pasado y me dije que ya era hora de volver a casa. Así, por las buenas. De repente sentí que ya había estado allí suficiente tiempo. Demasiados años sin béisbol, supongo. Si no recibes tu ración de partidos, se te puede empezar a secar el espíritu.

—¿Y no piensas volver a marcharte?

—No, no creo. Fuera lo que fuera lo que estaba intentando demostrar al irme allí, ya no me parece importante.

—Puede que ya lo hayas demostrado.

—Es posible. O puede que la cuestión haya que plantearla en otros términos. Puede que utilizara los términos equivocados desde el principio.

—De acuerdo —dijo Sachs, dando de pronto una palmada sobre la barra—. Ahora tomaré esa copa. Estoy empezando a sentirme satisfecho, y eso siempre me da sed.

—¿Qué quieres tomar?

—Lo mismo que tú —dijo, sin molestarse en preguntar qué estaba tomando yo—. Y puesto que el camarero tiene que venir hasta aquí de todas formas, dile que te sirva otro. Se impone un brindis. Es tu vuelta al hogar, después de todo, y tenemos que celebrar con clase tu regreso a los Estados Unidos.

No creo que nadie me haya desarmado nunca tan totalmente como lo hizo Sachs aquella tarde. Entró a saco desde el principio, asaltando mis mazmorras y escondites más secretos, abriendo una puerta cerrada tras otra. Según descubrí más tarde, era una actuación típica de él, casi un ejemplo clásico de su forma de moverse por el mundo. Nada de andarse por las ramas, nada de guardar distancias; arremángate y empieza a hablar. No le costaba ningún esfuerzo entablar conversación con absolutos desconocidos, lanzarse a hacer preguntas que nadie más se habría atrevido a hacer y, con mucha frecuencia, salirse con la suya. Uno tenía la impresión de que no había aprendido nunca las reglas, que, puesto que carecía por completo de inhibiciones, esperaba que todo el mundo fuese tan franco como él. Y sin embargo había siempre algo impersonal en su interrogatorio, como si no estuviese intentando establecer un contacto humano contigo sino más bien intentando resolver para sí algún problema intelectual. Esto daba a sus comentarios cierto matiz abstracto, lo cual inspiraba confianza, te predisponía a contarle cosas que en algunos casos ni siquiera te habías dicho a ti mismo. Nunca juzgaba a nadie cuando le conocía, nunca trataba a nadie como a un inferior, nunca hacía distinciones entre las personas por su condición social. Un camarero le interesaba tanto como un escritor, y si yo no me hubiese presentado ese día, probablemente habría pasado dos horas hablando con el mismo hombre con el cual yo no me había molestado en cruzar ni diez palabras. Sachs le presuponía automáticamente una gran inteligencia a la persona con la que hablaba, confiriéndole así una sensación de dignidad e importancia. Creo que ésa era la cualidad que más admiraba en él, esa habilidad innata para sacar lo mejor de los demás. A veces parecía un tipo raro, un excéntrico con la cabeza en las nubes, permanentemente distraído por oscuros pensamientos y preocupaciones, y sin embargo me sorprendía una y otra vez con cien pequeñas muestras de su atención. Como todo el mundo, sólo que quizás más que otros, conseguía combinar una multitud de contradicciones en una única y compacta presencia. Estuviera donde estuviera, siempre parecía sentirse a gusto en su entorno, a pesar de que raras veces he conocido a nadie que fuese tan torpe, tan inepto físicamente, tan inútil para realizar las acciones más sencillas. Durante toda nuestra conversación de aquella tarde no paró de tirar su abrigo del taburete. Debió de suceder seis o siete veces, y una de ellas, cuando se agachó para recogerlo, incluso se dio con la cabeza en la barra. No obstante, según descubrí más tarde, Sachs era un excelente atleta. Había sido el principal anotador del equipo de baloncesto de su colegio, y en todos los partidos de uno contra uno que jugamos a lo largo de los años, no creo que le ganara más de una o dos veces. Era locuaz y a menudo descuidado al hablar, pero su literatura se caracterizaba por una gran precisión y concisión, un auténtico don para la frase adecuada. El hecho de que escribiera, por otra parte, me parecía muchas veces un enigma. Estaba demasiado volcado hacia fuera, demasiado fascinado por los demás, demasiado contento entre las multitudes, para dedicarse a una ocupación tan solitaria. Pero la soledad apenas le perturbaba y siempre trabajaba con tremenda disciplina y fervor, encerrándose a veces durante varias semanas seguidas para terminar un proyecto. Dado su carácter y su particular modo de mantener vivas todas las facetas de su personalidad, uno suponía que Sachs no estaba casado. Parecía demasiado desarraigado para la vida doméstica, demasiado democrático en sus afectos para ser capaz de mantener relaciones íntimas con una sola persona. Pero Sachs se casó joven, mucho más joven que nadie que yo conociese, y mantuvo vivo ese matrimonio durante cerca de veinte años. Tampoco era Fanny la clase de esposa que parecía especialmente adecuada para él. En caso de necesidad, yo podría haberle imaginado con una mujer dócil y maternal, una de esas esposas que permanece contenta a la sombra de su marido, dedicada a proteger a su hombre—niño de los aspectos prácticos del mundo cotidiano. Pero Fanny no era ni remotamente así. La compañera de Sachs era en todo su igual, una mujer compleja y sumamente inteligente que tenía una vida propia e independiente, y si él consiguió conservarla durante esos veinte años fue únicamente porque se lo ganó a pulso, porque tenía un enorme talento para entenderla y mantenerla en equilibrio consigo misma. El talante dulce de Sachs sin duda ayudó al matrimonio, pero no quisiera poner demasiado énfasis en ese aspecto de su carácter. A pesar de su dulzura, Sachs podía ser rígidamente dogmático en su manera de pensar, y había veces en que se desataba en salvajes ataques de ira, estallidos de cólera verdaderamente terroríficos. Éstos no iban dirigidos tanto a la gente que quería como al mundo en general. Las estupideces del mundo le asombraban y, bajo su jovialidad y buen humor, uno percibía a veces un profundo poso de intolerancia y desprecio. En casi todo lo que escribía se percibía el filo de la irritación y el combate, y a lo largo de los años fue adquiriendo fama de problemático. Supongo que se lo merecía, pero en última instancia esto era una pequeña parte de su personalidad. La dificultad estriba en definirle de un modo concluyente. Sachs era demasiado imprevisible para eso, tenía un espíritu demasiado amplio e ingenioso, demasiado lleno de ideas nuevas para quedarse en el mismo sitio mucho tiempo. A veces me resultaba agotador estar con él, pero nunca aburrido. Sachs me tuvo en vilo durante quince años, desafiándome y provocándome constantemente, y mientras estoy aquí sentado tratando de explicar cómo era, apenas puedo imaginar mi vida sin él.

—Estoy en desventaja contigo —dije, bebiendo un sorbo del bourbon de mi vaso recién lleno—. Tú has leído casi cada palabra que he escrito y yo no he visto ni una línea tuya. Vivir en Francia tenía sus ventajas, pero estar al día sobre los libros norteamericanos no era una de ellas.

—No te has perdido mucho —dijo Sachs—. Te lo aseguro.

—De todas formas, me siento un poco avergonzado. Aparte del título, no sé ni una palabra de tu libro.

—Te regalaré un ejemplar. Así no tendrás ningún pretexto para no leerlo.

—Ayer lo busqué en unas cuantas librerías...

—No te preocupes, ahórrate el dinero. Tengo unos cien ejemplares y estoy encantado de librarme de ellos.

—Si no estoy demasiado borracho, empezaré a leerlo esta misma noche.

—No hay prisa. Al fin y al cabo es sólo una novela y no debes tomártela demasiado en serio.

—Yo siempre me tomo en serio las novelas. Sobre todo cuando me las regala el autor.

—Bueno, este autor era muy joven cuando escribió el libro. Tal vez demasiado joven. A veces lamenta haberlo publicado.

—Pero pensabas leer algún fragmento de él esta tarde. No puede parecerte tan malo, entonces.

—No digo que sea malo. Es joven, simplemente. Demasiado literario, demasiado orgulloso de su propia inteligencia. No se me ocurriría escribir algo así hoy. Y si todavía tengo algún interés en es únicamente por el lugar donde fue escrito. El libro mismo no significa mucho para mí, pero supongo que todavía le tengo apego al lugar donde nació.

—¿Y qué lugar es ése?

—La cárcel. Empecé a escribir el libro en la cárcel.

—¿Quieres decir una cárcel de verdad? ¿Con celdas cerradas y barrotes? ¿Con números impresos en la pechera de la camisa?

—Sí, una cárcel de verdad. La penitenciaría federal de Danbury, Connecticut. Fui huésped de ese hotel durante diecisiete meses.

—Dios santo. ¿Y cómo acabaste allí?

—Fue muy sencillo, en realidad. Me negué a entrar en el ejército cuando me llamaron a filas.

—¿Fuiste objetor de conciencia?

—Quise serlo, pero rechazaron mi solicitud. Supongo que ya conoces la historia. Si perteneces a una religión que predica el pacifismo y se opone a todas las guerras, hay una posibilidad de que tengan tu caso en consideración. Pero yo no soy cuáquero ni adventista del Séptimo Día, y lo cierto es que no me opongo a todas las guerras, sólo a esa guerra. Desgraciadamente, era la única en la que pretendían que participase.

—Pero ¿por qué ir a la cárcel? Había otras alternativas. Canadá, Suecia, incluso Francia. Miles de personas se fueron a esos países.

—Porque yo soy un terco hijo de puta, por eso. No quería huir. Sentía que tenía la responsabilidad de enfrentarme a ellos y decirles lo que pensaba, y no podía hacerlo a menos que estuviese dispuesto a correr ese riesgo.

—Así que escucharon tu noble declaración y luego te encerraron.

—Por supuesto. Pero valió la pena.

—Supongo. Pero esos diecisiete meses debieron ser espantosos.

—No fue tan malo como se podría pensar. Allí dentro no tienes que preocuparte de nada. Te dan tres comidas al día, no tienes que lavarte la ropa, toda tu vida está planificada de antemano. Te sorprendería cuánta libertad te proporciona eso.

—Me alegro de que puedas bromear al respecto.

—No estoy bromeando. Bueno, quizás un poco. Pero no sufrí en ninguno de los aspectos que probablemente estás imaginando. Danbury no es una prisión de pesadilla como Attica o San Quintín. La mayoría de los reclusos eran delincuentes de guante blanco, delitos de desfalco, evasión de impuestos, extender cheques sin fondos, esa clase de cosas. Tuve suerte de que me mandaran allí. Pero la principal ventaja era que yo estaba preparado. Mi caso duró meses y, como siempre supe que iba a perderlo, tuve tiempo de acostumbrarme a la idea de la cárcel. No era uno de esos desgraciados que están siempre abatidos, contando los días, haciendo una cruz en otro casillero del calendario cada noche al acostarse. Cuando entré allí, me dije: esto es lo que hay; aquí es donde vives ahora, tío. Los límites de mi mundo se habían estrechado, pero yo seguía vivo, y mientras pudiese continuar respirando, tirándome pedos y pensando mis pensamientos, ¿qué importaba dónde estuviera?

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