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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #Intriga

Leviatán (10 page)

Se había criado en Holyoke, Massachusetts, hija única de unos padres que se divorciaron cuando ella tenía seis años. Después de terminar sus estudios en el instituto en 1970, se fue a Nueva York con la idea de asistir a una escuela de bellas artes y llegar a ser pintora, pero perdió interés después del primer trimestre y lo dejó. Se compró un camión Dodge de segunda mano y se marchó a hacer un recorrido por el país; se quedaba exactamente dos semanas en cada estado y hacía trabajos temporales por el camino siempre que era posible —de camarera, en granjas, en fábricas—, ganando justo lo suficiente para continuar viajando de un sitio al siguiente. Fue el primero de sus locos y compulsivos proyectos, y en cierto sentido destaca como lo más extraordinario que hizo nunca: un acto totalmente arbitrario y sin sentido al cual dedicó casi dos años de su vida. Su única meta era pasar catorce días en cada estado, aparte de eso era libre de hacer lo que quisiera. Terca y desapasionadamente, sin plantearse nunca lo absurdo de su misión, Maria aguantó hasta el final. Tenía solamente diecinueve años cuando empezó, una chica joven absolutamente sola, y sin embargo consiguió valerse por sí misma y evitar los peores peligros, viviendo el tipo de aventuras con que los chicos de su edad se limitan a soñar. En algún punto de sus viajes una compañera de trabajo le regaló una pequeña cámara de treinta y cinco milímetros y, sin ninguna experiencia ni preparación previa, empezó a tomar fotografías. Cuando vio a su padre en Chicago unos meses después, le dijo que finalmente había encontrado algo que le gustaba hacer. Le enseñó algunas de sus fotos y, sobre la base de aquellos primeros intentos, él le ofreció un trato. Si continuaba haciendo fotografías, le dijo, él correría con sus gastos hasta que estuviera en situación de mantenerse. No importaba cuánto tardase, pero no se le permitía dejarlo. Por lo menos ésa fue la historia que me contó, y nunca tuve motivos para ponerla en duda. Durante los años de nuestra relación, en la cuenta de Maria aparecía un ingreso de mil dólares el primero de cada mes, transferido directamente desde un banco de Chicago.

Regresó a Nueva York, vendió su camión y alquiló un
loft
en Duane Street, una gran habitación vacía situada en el piso de encima de un negocio al por mayor de huevos y mantequilla. Los primeros meses se sintió sola y desorientada. No tenía amigos, prácticamente no tenía vida propia y la ciudad le parecía amenazadora y desconocida, como si nunca hubiera estado en ella. Sin ningún motivo consciente, empezó a seguir a los desconocidos por la calle, eligiendo a alguien al azar cuando salía de casa por la mañana y dejando que esa elección determinase su destino durante el resto del día. Se convirtió en un método para adquirir nuevos pensamientos, para llenar el vacío que parecía haberla absorbido. Finalmente empezó a salir con su cámara y a tomar fotos de las personas a quienes seguía. Cuando regresaba a casa por la noche, se sentaba y escribía sobre los lugares donde había estado y lo que había hecho, utilizando los itinerarios de los desconocidos para especular acerca de sus vidas y, en algunos casos, para redactar breves biografías imaginarias. Así fue más o menos como Maria encontró accidentalmente su carrera como artista. Siguieron otras obras, todas ellas impulsadas por el mismo espíritu de investigación, la misma pasión por correr riesgos. Su tema era el ojo, el drama de mirar y ser mirado, y sus piezas exhibían las mismas cualidades que uno encontraba en la propia Maria: una meticulosa atención al detalle, una confianza en las estructuras arbitrarias, una paciencia que rayaba en lo insoportable. Para una de sus obras contrató a un detective privado con objeto de que la siguiese por la ciudad. Durante varios días, este hombre le tomó fotos mientras ella hacía sus recorridos y registró sus movimientos en un cuadernito sin omitir nada, ni siquiera los sucesos más banales y momentáneos: cruzar la calle, comprar un periódico, detenerse a tomar un café. Era un ejercicio completamente artificial, pero Maria encontraba excitante que alguien se tomase un interés tan activo en ella. Acciones microscópicas se llenaron de un sentido nuevo, las rutinas más áridas se cargaron de una emoción insólita. Después de varias horas le cogió tanto apego al detective que casi se olvidó de que le estaba pagando. Cuando él le entregó su informe al final de la semana y ella estudió sus propias fotografías y leyó la exhaustiva cronología de sus movimientos, se sintió como si se hubiese convertido en una extraña, como si se hubiese transformado en un ser imaginario.

Para su siguiente proyecto, Maria encontró un trabajo temporal como camarera de habitaciones en un gran hotel del centro. El propósito era reunir información sobre los huéspedes, pero no con un afán de intromisión o comprometedor. De hecho los evitaba intencionadamente y se limitaba a lo que podía averiguar por los objetos desparramados por las habitaciones. Una vez más hizo fotografías; una vez más se inventó historias para acompañarlas basándose en la evidencia disponible. Era una arqueología del presente, por así decirlo, un intento de reconstruir la esencia de algo partiendo únicamente de mínimos fragmentos: un trozo de un billete, una media rasgada, una mancha de sangre en el cuello de una camisa. Algún tiempo después de eso, un hombre trató de ligar con Maria por la calle. Ella no le encontró nada atractivo y le rechazó. Esa misma noche, por pura coincidencia, tropezó con él en la inauguración de una galería en SoHo. Hablaron y esta vez supo por él que el hombre se marchaba a Nueva Orleans con su novia a la mañana siguiente. Maria decidió ir allí también y seguirle con su cámara durante todo el tiempo que durase su visita. No tenía el menor interés en él y la última cosa que buscaba era una aventura amorosa. Su intención era mantenerse oculta, evitar todo contacto con él, explorar su comportamiento exterior y no hacer ningún esfuerzo para interpretar lo que veía. A la mañana siguiente cogió un vuelo desde La Guardia a Nueva Orleans, se inscribió en un hotel y se compró una peluca negra. Durante tres días investigó en docenas de hoteles, tratando de averiguar el paradero del hombre. Lo descubrió al fin y durante el resto de la semana caminó detrás de él como una sombra, tomando cientos de fotografías, documentando cada lugar que él visitaba. También llevaba un diario escrito, y cuando llegó el momento de volver a Nueva York, ella regresó en un vuelo anterior con el fin de estar esperándole en el aeropuerto para hacer una última secuencia de fotografías mientras él bajaba del avión. Fue una experiencia compleja y perturbadora para ella y le dejó la sensación de que había abandonado su vida por una especie de nada, como si hubiese estado haciendo fotografías de cosas que no estaban allí. La cámara ya no era un instrumento que registraba presencias, era una forma de hacer desaparecer el mundo, una técnica para encontrar lo invisible. Desesperada por revertir el proceso que había puesto en marcha, Maria se lanzó a un nuevo proyecto unos días después de su regreso a Nueva York. Cuando iba andando por Times Square con su cámara una tarde, entabló conversación con el portero de un bar
topless
. Hacía calor y Maria iba vestida con pantalones cortos y una camiseta, una vestimenta desacostumbradamente escasa para ella. Pero aquel día había salido para que se fijaran en ella. Quería afirmar la realidad de su cuerpo, hacer que las cabezas se volvieran a su paso, demostrarse a si misma que seguía existiendo a los ojos de los otros. Maria estaba bien formada, tenía las piernas largas y unos senos atractivos, y los silbidos y los comentarios lascivos de que fue objeto aquel día contribuyeron a reanimar su espíritu. El portero le dijo que era guapa, tan guapa como las chicas que había dentro, y a medida que la conversación continuaba, se encontró de repente con que le estaba ofreciendo un trabajo. Una de las bailarinas había llamado para decir que estaba enferma, le explicó el portero, y si ella quería sustituirla, él le presentaría al jefe y vería si se podía arreglar algo. Casi sin pararse a pensarlo, Maria aceptó. Así fue como nació su siguiente proyecto, una obra que finalmente se conoció como “La dama desnuda”. Maria le pidió a una amiga que fuese al bar aquella noche y le hiciese fotografías mientras actuaba; no para mostrárselas a nadie, sino para ella, para satisfacer su propia curiosidad acerca de su aspecto. Se estaba convirtiendo conscientemente en un objeto, una figura anónima de deseo, y era crucial que entendiese exactamente qué era ese objeto. Sólo lo hizo una vez, trabajando en turnos de veinte minutos desde las ocho de la tarde hasta las dos de la madrugada, pero no se contuvo, y todo el tiempo que estuvo en escena, encaramada detrás de la barra con las luces estroboscópicas coloreadas rebotando sobre su piel desnuda, bailó con toda su alma. Vestida con un taparrabos de pedrería y unos tacones de cinco centímetros, sacudió el cuerpo al ritmo de un estruendoso rock and roll y observó a los hombres que la miraban fijamente. Agitó el trasero ante ellos, se pasó la lengua por los labios, les guiñó un ojo seductoramente cuando ellos le deslizaban billetes de un dólar y la apremiaban a continuar. Como con todo lo demás que intentó, a Maria se le daba bien aquello. Una vez que se puso en marcha, no hubo forma de pararla.

Que yo sepa, sólo en una ocasión fue demasiado lejos. Sucedió en la primavera de 1976, y los efectos últimos de su erróneo cálculo resultaron catastróficos. Se perdieron por lo menos dos vidas, y aunque esto pasó años después, la relación entre el pasado y el presente es ineludible. Maria fue el vínculo entre Sachs y Lillian Stern, y de no ser por la costumbre de Maria de cortejar cualquier tipo de dificultades que se le pusieran por delante, Lillian Stern nunca habría entrado en escena. A partir del momento en que Maria apareció en el piso de Sachs en 1979, se hizo posible un encuentro entre Sachs y Lillian Stern. Fueron necesarias varias piruetas increíbles más antes de que esa posibilidad se realizase, pero el origen de cada una de ellas se remonta directamente a Maria. Mucho antes de que nosotros la conociésemos, salió una mañana para comprar película para su cámara, vio una libreta negra de direcciones tirada en el suelo y la recogió. Ése fue el suceso que inició toda la triste historia. Maria abrió la libreta y el diablo salió volando, salió volando un azote de violencia, confusión y muerte.

Era una de esas libretas de direcciones corrientes fabricadas por la Schaeffer Eaton Company, de unos quince centímetros de largo por diez de ancho, con las tapas flexibles de imitación piel, encuadernación con espiral y media circunferencia para cada letra del alfabeto. Era un objeto muy usado, con más de doscientos nombres, direcciones y números de teléfono. El hecho de que muchas de las anotaciones estuviesen tachadas y reescritas, que casi en cada página se hubiese utilizado una variedad de instrumentos de escritura (bolígrafos azules, rotuladores negros, lápices verdes), sugería que había pertenecido a su propietario durante mucho tiempo. La primera idea de Maria fue devolverlo, pero, como ocurre a menudo con los objetos personales, el propietario no había escrito su nombre en la libreta. Ella lo buscó en todos los lugares lógicos —la parte interior de las tapas, la primera página—, pero el nombre no aparecía por ninguna parte. No sabiendo qué hacer con ella, la dejó caer en su bolsa y se la llevó a casa.

La mayoría de la gente se habría olvidado de ella, creo yo, pero Maria no era persona que rehuyese las oportunidades inesperadas o hiciese caso omiso de las insinuaciones del azar. A la hora de irse a la cama ya había ideado un plan para su siguiente proyecto. Sería un trabajo muy elaborado, mucho más difícil y complicado que todo lo que había intentado antes, pero el alcance del mismo la puso en un estado de intensa excitación. Estaba casi segura de que el dueño de la libreta de direcciones era un hombre. La escritura tenía un aspecto masculino; había más nombres de hombres que de mujeres; el cuaderno estaba muy deteriorado, como si hubiese sido maltratado. En una de esas repentinas y ridículas iluminaciones de las que todo el mundo es presa, imaginó que estaba destinada a enamorarse del dueño de la libreta. Duró solamente un segundo o dos, pero en ese tiempo le vio como el hombre de sus sueños: guapo, inteligente, cariñoso; un hombre mejor que ninguno de los que había amado hasta entonces. La visión se dispersó, pero entonces ya era demasiado tarde. La libreta se había transformado para ella en un objeto mágico, un almacén de oscuras pasiones y deseos soterrados. El azar la había conducido hasta ella, pero ahora que era suya, la veía como un instrumento del destino.

Aquella primera noche estudió las anotaciones y no encontró ningún nombre que le resultase conocido. Pensó que aquél era el punto de partida perfecto. Emprendería el viaje en la oscuridad, sin saber absolutamente nada, y hablaría una por una con todas las personas que aparecían en la libreta. Averiguando quiénes eran empezaría a aprender algo acerca del hombre que la había perdido. Sería un retrato en ausencia, un perfil trazado alrededor de un espacio vacío, y poco a poco del fondo iría surgiendo una figura, formada por todo lo que no era. Esperaba llegar a encontrarle finalmente de esa manera, pero aunque así no fuese, el esfuerzo llevaría consigo su propia recompensa. Quería animar a las personas para que se abriesen a ella cuando las viera, para que le contasen sus historias de encantamiento, lujuria y enamoramiento, para que le confiasen sus secretos más ocultos. Ansiaba trabajar en esas entrevistas durante meses, tal vez incluso años. Habría miles de fotografías que tomar, cientos de declaraciones que transcribir, un universo entero que explorar. O eso pensaba. La suerte quiso que el proyecto descarrilase después de un solo día.

Con una sola excepción, todas las personas estaban apuntadas por el apellido. En la
L
, sin embargo, aparecía alguien llamado Lilli. Maria supuso que era el nombre de pila de una mujer. De ser así, esta única desviación del directorio podría ser significativa, señal de una intimidad especial. ¿Y si Lilli era el nombre de la novia del hombre que había perdido la libreta de direcciones? ¿O su hermana? ¿O incluso su madre? En lugar de ir por orden alfabético como había pensado en un principio, Maria decidió saltar a la L y hacer primero una visita a la misteriosa Lilli. Si su presentimiento era certero, tal vez se encontraría de pronto en situación de enterarse de quién era el hombre.

No podía acercarse a Lilli directamente, de ese encuentro dependían demasiadas cosas y temía arruinar sus posibilidades entrando en él sin preparación. Necesitaba hacerse una idea de quién era aquella mujer antes de hablar con ella, ver qué aspecto tenía, seguirla durante algún tiempo y descubrir cuáles eran sus costumbres. La primera mañana se dirigió a la zona residencial de las Ochenta Este para localizar el piso de Lilli. Entró en el portal del pequeño edificio para mirar los timbres y los buzones y justo entonces, cuando empezaba a estudiar la lista de nombres de la pared, una mujer salió del ascensor y abrió la puerta interior. Maria se volvió a mirarla, pero antes de que hubiese podido fijarse en su cara, oyó que la mujer decía su nombre.

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