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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #Intriga

Leviatán (11 page)

—¿Maria?

La palabra fue pronunciada como una pregunta y un instante más tarde Maria comprendió que estaba mirando a Lillian Stern, su vieja amiga de Massachusetts.

—No puedo creerlo —dijo Lillian—. Eres tú realmente, ¿no?

Hacía más de cinco años que no se veían. Cuando Maria emprendió su extraño viaje por los Estados Unidos perdieron el contacto, pero hasta entonces habían estado muy unidas y su amistad se remontaba a la infancia. En el instituto habían sido casi inseparables, dos chicas raras que luchaban juntas para atravesar la adolescencia, que planeaban su huida de la vida en la pequeña ciudad. Maria había sido un poco más seria, la intelectual callada, la que tenía dificultad para hacer amigos, mientras que Lillian había sido la chica con mala reputación, la alocada que se acostaba con todos, tomaba drogas y hacia novillos. Por todo ello, eran aliadas inquebrantables y, a pesar de sus diferencias, era mucho más lo que las unía que lo que las separaba. Maria me confesó una vez que Lillian había sido un gran ejemplo para ella y que gracias a su amistad había aprendido a ser ella misma. Pero la influencia parecía haber sido recíproca. Maria convenció a Lillian de que se fuesen a Nueva York al terminar el instituto y durante los meses que siguieron compartieron un apartamento muy pequeño y lleno de cucarachas en el Lower East Side. Mientras Maria iba a clases de bellas artes, Lillian estudiaba arte dramático y trabajaba de camarera. También conoció a un batería de rock and roll llamado Tom, y cuando Maria se marchó de Nueva York en su camión, él se había convertido en un elemento permanente en el apartamento. Le escribió a Lillian numerosas postales durante los dos años que estuvo en la carretera, pero sin una dirección fija no había manera de que Lillian le contestase. Cuando Maria regresó a la ciudad, hizo todo lo posible por encontrar a su amiga, pero en el antiguo apartamento vivía ahora otra persona, y su nombre no aparecía en la guía telefónica. Trató de llamar a los padres de Lillian a Holyoke, pero al parecer se habían trasladado a otra ciudad, y de repente se encontró sin opciones. Cuando aquel día tropezó con Lillian en el portal, ya había perdido cualquier esperanza de volver a verla.

Fue un encuentro extraordinario para las dos. Maria me dijo que gritaron, cayeron la una en brazos de la otra y luego se echaron a llorar. Cuando fueron de nuevo capaces de hablar, cogieron el ascensor y pasaron el resto del día en el piso de Lillian. Tenían tantas cosas que contarse, dijo Maria, que las historias manaban copiosamente. Comieron juntas, luego cenaron juntas, y cuando ella volvió a casa y se metió en la cama eran casi las tres de la mañana.

A Lillian le habían sucedido cosas curiosas durante esos años, cosas que Maria nunca habría creído posibles. Mi conocimiento de ellas es sólo de segunda mano, pero, después de hablar con Sachs el verano pasado, creo que la historia que Maria me contó era esencialmente exacta. Puede que se equivocara en algunos detalles menores (también pudo equivocarse Sachs), pero a la larga eso no tiene importancia. Aunque Lillian no siempre sea de fiar, aunque su tendencia a la exageración sea tan pronunciada como me cuentan, los hechos fundamentales no son discutibles. En la época de su encuentro accidental con Maria en 1976, Lillian llevaba tres años ejerciendo la prostitución. Recibía a sus clientes en su piso de la calle 87 Este y trabajaba enteramente por libre, una prostituta a jornada parcial con un negocio independiente y próspero. Todo eso es seguro, lo que sigue siendo dudoso es cómo empezó exactamente. Su novio, Tom, parece que estuvo implicado de alguna forma, pero la medida de su responsabilidad no está clara. En ambas versiones de la historia, Lillian contó que él tenía un grave problema de drogas, una adicción a la heroína que acabó por provocar que le echaran de su grupo musical. De acuerdo con la historia que Maria oyó, Lillian seguía desesperadamente enamorada de él. Fue a ella a quien se le ocurrió la idea, y se ofreció a acostarse con otros hombres con el fin de proporcionarle dinero a Tom. Descubrió que era rápido e indoloro, y mientras tuviese contento a su camello, sabía que Tom nunca la dejaría. En esa etapa de su vida, dijo, estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para retenerle, aunque eso significara que tuviera que caer en lo más bajo. Once años después le contó a Sachs algo totalmente diferente. Era Tom quien la había convencido, dijo, y como le tenía miedo, como él la amenazaba con matarla si no aceptaba, no tuvo más remedio que ceder. En esta segunda versión era Tom quien le concertaba las citas, literalmente chuleando a su novia como medio para cubrir los gastos de su adicción. En última instancia, supongo que no importa qué versión fuera la verdadera. Eran igualmente sórdidas y ambas conducían al mismo resultado. Al cabo de seis o siete meses, Tom desapareció. En la historia de Maria, se largó con otra. En la historia de Sachs murió de una sobredosis. De un modo u otro, Lillian estaba sola de nuevo. De un modo u otro, continuó acostándose con hombres para pagar sus facturas. Lo que asombró a Maria fue el tono desapasionado con que Lillian hablaba del asunto, sin vergüenza ni incomodidad. Era un trabajo como otro cualquiera, dijo, y, bien mirado, era mucho mejor que servir bebidas o comidas. Los hombres iban a babear dondequiera que estuvieses. No podías hacer nada para evitarlo. Tenía mucho más sentido que te pagaran que luchar con ellos; además, unos cuantos polvos extra nunca habían hecho daño a nadie. En todo caso, Lillian estaba orgullosa de lo bien que se lo había montado. Recibía a sus clientes sólo tres días a la semana, tenía dinero en el banco, vivía en un piso cómodo en un buen barrio. Dos años antes se había matriculado de nuevo en una escuela de arte dramático. Le parecía que ahora aprendía y en las últimas semanas había empezado a hacer pruebas para algunos papeles, principalmente en pequeños teatros del centro. Dentro de poco le saldría algo, dijo. Una vez que consiguiera ahorrar otros diez o quince mil dólares, pensaba cerrar el negocio y dedicarse exclusivamente a la carrera teatral. Después de todo, sólo tenía veinticuatro años y toda la vida por delante.

Maria llevaba consigo su cámara aquel día y le hizo una serie de fotos a Lillian durante el tiempo que pasaron juntas. Cuando me contó la historia tres años más tarde, extendió esas fotografías delante de mí mientras hablábamos. Habría treinta o cuarenta. Fotografías grandes en blanco y negro que mostraban a Lillian desde diversos ángulos y distancias; en algunas de ellas había posado, en otras no. Estos retratos fueron mi único encuentro con Lillian Stern. Han transcurrido más de diez años desde ese día, pero nunca he olvidado la experiencia de mirar esas fotos. La impresión que me causaron fue así de fuerte, así de duradera.

—Es guapa, ¿verdad? —dijo Maria.

—Sí, extraordinariamente guapa —dije.

—Salía para comprar comestibles cuando nos tropezamos. Ya ves lo que lleva. Una sudadera, unos vaqueros, unas zapatillas deportivas viejas. Iba vestida para salir cinco minutos a la tienda y volver. Nada de maquillaje, nada de joyas, ningún adorno. Y sin embargo está guapa. Lo suficiente como para cortarte el aliento.

—Es su oscuridad —dije, buscando una explicación—. Las mujeres que tienen rasgos oscuros no necesitan mucho maquillaje. Fíjate qué ojos tan redondos. Las pestañas largas los hacen resaltar. Y también tiene unos buenos huesos, no debemos olvidar eso. Los huesos son fundamentales.

—Es más que eso, Peter. Hay cierta cualidad interior en Lillian que siempre sale a la superficie. No sé cómo decirlo. Felicidad, gracia, espíritu animal. Hace que siempre parezca más viva que los demás. Una vez que atrae tu atención es difícil dejar de mirarla.

—Da la impresión de que se encuentra cómoda delante de la cámara.

—Lillian está siempre cómoda. Está completamente relajada dentro de su piel.

Pasé algunas fotos más y me encontré con una secuencia que mostraba a Lillian de pie delante de un armario abierto en distintas fases del acto de desnudarse. En una foto estaba quitándose los vaqueros; en otra se estaba sacando la sudadera; en la siguiente llevaba sólo unas braguitas blancas minúsculas y una camiseta blanca sin mangas; en la siguiente las braguitas habían desaparecido; en la siguiente la camiseta también había desaparecido. A continuación venían varias fotos de desnudos. En la primera estaba mirando a la cámara, la cabeza inclinada hacia atrás, riéndose, sus pequeños senos casi aplastados contra el pecho, los pezones erizados sobresaliendo contra el horizonte; tenía la pelvis echada hacia adelante y se agarraba la carne de la parte interna de los muslos con las dos manos, su mata de vello púbico oscuro enmarcada por la blancura de sus dedos curvados. En la siguiente estaba vuelta hacia el otro lado, el culo en primer término, sacando una cadera hacia un lado y mirando por encima del otro hombro hacia la cámara, aún riéndose, adoptando la pose de chica de póster. Estaba claro que se divertía, estaba claro que le encantaba tener la oportunidad de exhibirse.

—Esto es material erótico —dije—. No sabía que tomases fotos de chicas desnudas.

—Estábamos arreglándonos para salir a cenar y Lillian quería cambiarse de ropa. La seguí a su dormitorio para poder continuar charlando. Tenía la cámara conmigo y cuando empezó a desnudarse le hice algunas fotos. Sencillamente fue así. Yo no planeaba hacerlo hasta que la vi quitándose la ropa.

—¿Y no le importó?

—No parece que le importara ,¿verdad?

—¿Te excitó?

—Por supuesto que sí. No soy de piedra, como sabes.

—¿Qué sucedió luego? No os acostasteis, ¿verdad?

—Oh, no, soy demasiado puritana para eso.

—No estoy tratando de arrancarte una confesión. Tu amiga me parece irresistible. Tanto para las mujeres como para los hombres, diría yo.

—Reconozco que estaba excitada. Si Lillian hubiese dado algún paso entonces, tal vez habría sucedido algo. Yo nunca me he acostado con otra mujer, pero aquel día con ella podría haberlo hecho. Se me pasó por la cabeza, por lo menos, y ésa es la única vez que he sentido eso. Pero Lillian estaba simplemente tonteando con la cámara y la cosa nunca pasó del
striptease
. Era todo en broma, las dos estuvimos riéndonos todo el rato.

—¿Llegaste a enseñarle la libreta de direcciones?

—Creo que sí. Creo que fue después de que volviésemos del restaurante. Lillian pasó mucho rato hojeándola, pero, realmente, no pudo decirme a quién pertenecía. Tenía que ser un cliente, por supuesto. Lilli era el nombre que ella utilizaba para su trabajo, pero aparte de eso no estaba segura de nada.

—Pero eso reducía la lista de posibilidades.

—Cierto, pero podía tratarse de alguien a quien ella no había conocido. Un cliente potencial, por ejemplo. Quizá uno de los clientes satisfechos de Lillian le había pasado su nombre a otra persona. Un amigo, un compañero, quién sabe. Así es como Lillian obtenía sus clientes nuevos, por recomendación verbal. El hombre había anotado su nombre en la libreta, pero eso no significaba que hubiese llegado a llamarla. Puede que el tipo que le había dado su nombre tampoco la hubiese llamado. Así es como circulan las putas, sus nombres se propagan en círculos concéntricos, por extrañas redes de información. Para algunos hombres es suficiente con llevar un nombre o dos en sus libretitas negras, para referencias futuras, por así decirlo. Por si su mujer les deja, o para un repentino ataque de lujuria o frustración.

—O cuando están de paso por la ciudad.

—Exactamente.

—Sin embargo, ya tenías tu primera pista. Hasta que apareció Lillian, el dueño de la libreta podía haber sido cualquiera. A partir de entonces, por lo menos, tenías un punto de partida.

—Supongo que sí. Pero las cosas no salieron así. Una vez que empecé a hablar con Lillian, todo el proyecto cambió.

—¿Quieres decir que se negó a darte la lista de sus clientes?

—No, nada de eso. Me la habría dado si se la hubiese pedido.

—¿Qué fue entonces?

—No estoy segura de cómo ocurrió, pero cuanto más hablábamos, más forma tomaba nuestro plan. No salió de ninguna de las dos, era algo que flotaba en el aire, algo que parecía existir de antemano. El habernos encontrado por casualidad tenía mucho que ver con ello, creo. Fue todo tan inesperado y maravilloso que estábamos fuera de nosotras. Tienes que entender lo unidas que habíamos estado. Habíamos sido amigas del alma, hermanas, compañeras para toda la vida. Nos queríamos de verdad, y yo pensaba que conocía a Lillian tanto como a mí misma. Y luego, ¿qué sucede? Después de cinco años descubro que mi mejor amiga se ha convertido en una puta. Eso me dejó descolocada. Me sentí fatal, casi como si me hubiese traicionado. Pero al mismo tiempo (y aquí es donde la cosa empieza a volverse turbia) me di cuenta de que la envidiaba. Lillian no había cambiado. Era la misma chica estupenda que había conocido siempre. Alocada, traviesa, excitante. No se consideraba a sí misma una furcia o una mujer caída, su conciencia estaba limpia. Eso era lo que me impresionaba tanto: su absoluta libertad interior, su forma de vivir de acuerdo con sus propias normas sin importarle un comino lo que pensaran los demás. Por entonces yo ya había hecho algunas cosas bastante excesivas. El proyecto de Nueva Orleans, el proyecto de “La dama desnuda”. Iba un poco más lejos cada vez, poniendo a prueba los límites de lo que era capaz de hacer. Pero, comparada con Lillian, me sentía como una bibliotecaria solterona, una virgen patética que no había hecho mucho en ningún terreno. Pensé para mis adentros: si ella puede hacerlo, ¿por qué yo no?

—Estás de broma.

—Espera, déjame terminar. Fue más complicado de lo que parece. Cuando le conté a Lillian lo de la libreta de direcciones y la gente con la que iba a hablar, le pareció algo fantástico, la cosa más sensacional que había oído. Quiso ayudarme. Quiso ir entrevistando a la gente de la libreta, como iba a hacer yo. Recuerda que era actriz, y la idea de fingir que era yo le entusiasmó. Estaba positivamente inspirada.

—Así que cambiasteis los papeles. ¿Es eso lo que estás tratando de decirme? Lillian te convenció para que hicierais un intercambio de personalidad.

—Nadie convenció a nadie de nada. Lo decidimos juntas.

—Pero...

—Pero nada. Fuimos socias a partes iguales desde el principio hasta el final. Y el hecho es que la vida de Lillian cambió a causa de eso. Se enamoró de uno de los hombres que aparecía en la libreta y acabó casándose con él.

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