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Authors: Anne Rice

Lestat el vampiro (86 page)

y estáis aquí para el gran aquelarre,

pero compadezco vuestra suerte.

 

Arranqué el micrófono del soporte y corrí a un lado del escenario y luego al otro, con la capa ondeando a mi espalda.

 

no podéis resistir a los señores de la noche.

ellos no tienen piedad de vuestro sufrimiento.

encuentran placer en vuestro miedo.

 

Trataban de agarrarme los tobillos con sus manos, me arrojaban besos; las chicas se montaban a hombros de sus compañeros para rozar mi capa ondeando sobre sus cabezas.

 

pero os tomaremos con amor,

os desgarraremos con pasión

y os liberaremos con la muerte.

nadie podrá decir

que no estaba advertido.

 

Dama Dura, con un furioso rasgueo, bailaba a mi lado dando vueltas con furia, y la música subía en un agudo glissando entre el estallido de timbales y platillos, mientras el caldero burbujeante del sintetizador se sumaba de nuevo.

Sentí que la música me calaba los huesos. Ni siquiera en el viejo aquelarre romano me había afectado tanto.

Me lancé también a la danza con un elástico balanceo de caderas para luego contonearlas adelante y atrás mientras, acompañado de la muchacha, avanzaba hacia el borde del escenario. Estábamos realizando las contorsiones libres y eróticas de Polichinela y Arlequín y los personajes de la vieja comedia, improvisando como ellos habían hecho; los instrumentos se separaban de la leve melodía para reencontrarla después, y todos nos animábamos mutuamente con nuestra danza, nada ensayado, todo acorde con el personaje, todo completamente nuevo.

Los guardias empujaban con rudeza a la gente que trataba de alcanzarnos para bailar con nosotros, pero continuamos danzando al borde del estrado como si nos burláramos de ella, agitando los cabellos sobre sus rostros, dándole la espalda para vernos allá arriba, en las pantallas gigantes, como una alucinación imposible. El sonido viajó a través de mi cuerpo al volverme hacia la muchedumbre. Viajó como una bola de acero que encontrara una tronera tras otra en mis caderas y en mis hombros, hasta que advertí que estaba alzándome del suelo en un gran salto muy lento, y luego descendía de nuevo en silencio, haciendo ondear la capa negra y con la boca abierta para dejar al descubierto los colmillos.

Euforia. Aplausos ensordecedores.

Y vi en el público multitud de pálidas gargantas mortales desnudas, muchachos y muchachas que descubrían sus cuellos y los extendían hacia mí. Y me hacían gestos de que fuera a tomarlos, me invitaban y suplicaban, y algunas de las muchachas lloraban.

El aroma a sangre era tan intenso como el humo que llenaba el local. Carne y carne y carne. Y, pese a todo, por todas partes, la sutil inocencia, la completa certeza de estar en una representación, de que aquello no era más que teatro. Nadie saldría herido. Aquella espléndida histeria no tenía riesgos.

Cuando gritaba, pensaban que era el sistema de sonido. Cuando salté, creyeron que era un truco. ¿Y por qué no, cuando la magia les envolvía por todas panes y podían prescindir de nuestra figura de carne y hueso para admirar los grandes gigantes resplandecientes de las pantallas que teníamos encima?

¡Marius, ojalá pudieras contemplar esto! Gabrielle, ¿dónde estás?

Entró la estrofa, cantada de nuevo por toda la banda al unísono. La deliciosa voz de soprano de la muchacha se alzó sobre las demás hasta que empezó a girar y girar la cabeza en círculos, rozando con su cabello desmelenado el escenario delante de sus pies, y a mover lascivamente la guitarra como un falo gigante. Los miles de espectadores batían palmas y pataleaban a la vez.

—¡OS DIGO QUE SOY UN VAMPIRO! —grité de pronto.

Éxtasis, delirio.

—¡Soy el mal! ¡El mal!

—¡Sí, Sí, Sí, Sí, sí, sí, sí!

Mis brazos extendidos hacia adelante. Mis manos curvadas hacia arriba.

—¡QUIERO BEBER VUESTRA ALMA!

El corpulento motorista de melena lanuda y chaqueta de cuero negro retrocedió un paso arrollando a los que estaban detrás de él, y saltó al escenario junto a mí, con los puños en la cabeza. Los guardaespaldas acudieron a reducirle, pero yo ya le tenía cogido, apretado contra mi pecho y levantando del suelo con un solo brazo. ¡Y mi boca se cerraba sobre su cuello, con los dientes rozándolo, acariciando sólo aquel geiser de sangre dispuesta para saltar hacia lo alto!

Pero los hombres de seguridad ya se lo llevaban, arrojándole abajo como un pez al mar. Dama Dura estaba a mi lado, la luz resbalando por sus pantalones ajustados de satén negro y la capa en un amplio vuelo; con el brazo extendido me sostuvo, al tiempo que yo intentaba rechazar su ayuda.

Comprendí en ese instante lo que no explicaban las páginas que había leído acerca de los cantantes de rock; entendí aquel desquiciado matrimonio de lo primitivo y lo científico, aquel frenesí religioso. Seguíamos estando en el antiguo bosque. Seguíamos estando todos con los dioses.

Y se extinguieron los sones de la primera canción. Y comenzamos la siguiente, aumentando el volumen, a la vez que la multitud cogía el ritmo y cantaba la letra que conocía por el disco y los video-clips. La muchacha y yo cantamos a dúo, marcando el ritmo con los pies:

 

hijos de las tinieblas,

enfrentaos a los hijos de la luz.

hijos del hombre.

combatid a los hijos de la noche

 

De nuevo, todos gritaron y chillaron y nos vitorearon, sin prestar atención a las palabras. ¿Acaso los celtas se habrían entregado a alaridos más enérgicos y exaltados en los prolegómenos de la matanza?

Pero, de nuevo, no hubo matanza, no hubo ofrendas arrojadas al fuego.

La pasión se dirigía a las imágenes del mal, no al mal. La pasión abrazaba la imagen de la muerte, no la muerte. Lo noté como la abrasadora iluminación sobre los poros de mi piel, en las raíces de mis cabellos, en el grito amplificado de Dama Dura cantando la siguiente estrofa; mis ojos recorrieron todos los rincones del recinto mientras el anfiteatro se convertía en una gran alma gimiente.

Libradme de esto, libradme de amarlo. Salvadme de olvidar todo lo demás y de sacrificar a ello todos mis propósitos, todos mis proyectos. Os amo, pequeños míos. Quiero vuestra sangre, vuestra sangre inocente. Deseo vuestra adoración en el momento de clavaros los dientes. Sí, ésta es la tentación más irresistible.

Pero en aquel instante de preciosa calma y vergüenza, vi por primera vez entre el público a los otros, a los de verdad. Sus finas caras lívidas meneándose de un lado a otro como máscaras entre la masa de rostros mortales sin forma, tan destacadas e inconfundibles como me había resultado la de Magnus en el teatrillo del bulevar, tanto tiempo atrás. Y supe que detrás del telón de fondo, entre bastidores, Louis también los había visto. Pero lo único que descubrí en ellos, lo único que percibí que emanaba de ellos, era una sensación de asombro y de espanto.

—VOSOTROS, TODOS LOS AUTÉNTICOS VAMPIROS PRESENTES, ¡MANIFESTAOS! —grité. Pero las criaturas inmortales se mantuvieron impertérritas, mientras los mortales pintados y disfrazados se volvían locos a su alrededor.

Durante tres horas completas, bailamos y cantamos y exprimimos al máximo nuestros instrumentos metálicos, con el whisky corriendo de mano en mano entre mis músicos mortales y con la multitud abalanzándose una y otra vez hacia nosotros hasta que fue preciso redoblar la falange del servicio de seguridad y se encendieron las luces del recinto. En las últimas filas de las esquinas del auditorio había gente rompiendo los asientos de madera. Por el suelo de cemento rodaban las latas de bebida. Los vampiros de verdad no se aventuraron a acercarse un paso más. Algunos desaparecieron. Así sucedió.

Un griterío ininterrumpido, como quince mil borrachos en la ciudad, hasta el último número, que era la balada de nuestro último video-clip, «La era de la inocencia».

Y la música se suavizó. La batería apagó su redoble, la guitarra languideció y el sintetizador lanzó las deliciosas notas traslúcidas de un clavicordio eléctrico, unas notas tan ligeras y, a la vez, tan profusas que fue como si del aire cayera una lluvia de oro.

Un foco no muy potente iluminó el lugar que yo ocupaba, mis ropas manchadas de sudor ensangrentado, mis cabellos empapados con él y enredados, la capa colgada al hombro.

Con la boca abierta en un gran bostezo de éxtasis y de ebria concentración, alcé la voz pronunciando claramente cada frase:

 

Ésta es la era de la inocencia,

de la auténtica inocencia.

Todos tus demonios son visibles,

todos tus demonios son materiales

 

Llámales Dolor.

Llámales Hambre.

Llámales Guerra.

 

Ya no necesitas al diablo imaginario.

 

Expulsa a los vampiros y demonios

Con los dioses que ya no adoras.

 

Recuerda:

el Hombre de los colmillos lleva capa.

Lo que pasa por encanto

es un encantamiento

 

¡Entiende bien lo que ves

cuando me ves!

 

Matadnos, hermanos y hermanas,

la guerra continúa.

 

Entiende bien lo que ves

cuando me ves.

 

Cerré los ojos ante el creciente muro de aplausos. ¿Qué estaban aplaudiendo, en realidad? ¿Qué estaban celebrando?

En el gigantesco auditorio se hizo el día eléctrico. Los auténticos inmortales estaban desapareciendo entre la multitud en movimiento. La policía de uniforme había saltado al escenario para formar una sólida barrera delante de nosotros. Alex tiró de mí cuando dejamos atrás el telón.

—Tío, tenemos que escapar de aquí. Han rodeado la maldita limusina. Y tú no podrás llegar a tu coche.

Le dije que no, que tenían que seguir adelante, subir a la limusina y salir enseguida.

Y vi a mi izquierda el rostro lívido y severo de uno de los inmortales verdaderos que se abría paso entre la gente. Llevaba el mono de cuero negro de los motoristas y su sedoso cabello sobrenatural era una reluciente melena azabache.

El telón estaba siendo arrancado de su barra superior y las luces del local inundaron la zona detrás del escenario. Louis estaba a mi lado. Vi a otro inmortal a mi derecha, un hombre delgado y sonriente de ojillos oscuros.

Al irrumpir en el aparcamiento, nos recibió una oleada de aire fresco y un pandemónium de mortales revolviéndose y empujando. La policía pedía orden a gritos mientras Dama Dura, Alex y Larry eran introducidos en la limusina, que se mecía como una barca. Uno de los guardaespaldas había puesto en marcha el motor de mi Porsche y esperaba mi llegada, pero los jóvenes estaban golpeando el techo y el capó como si el coche fuera un gran timbal.

Detrás del vampiro de cabello negro apareció otro demonio, una mujer, y la pareja se acercó inexorablemente. ¿Qué diablos se proponían hacer allí?

El enorme motor de la limusina rugía como un león frente a los jóvenes, que no le abrían paso, y los guardias motorizados pusieron en marcha sus monturas, escupiendo humos y ruido sobre la masa.

El trío de vampiros no tardó en rodear el Porsche. El hombre alto, con el rostro en una desagradable mueca de rabia, empujó con su poderoso brazo el lateral del coche, alzándolo del suelo pese a los jóvenes que se agarraban a la carrocería. Estaba a punto de volcarlo. De pronto, noté un brazo en torno al cuello. Y noté cómo el cuerpo de Louis se revolvía, y oí el sonido de su puño al golpear la piel y el hueso sobrenaturales detrás de mí, acompañado de una maldición apenas susurrada.

Súbitamente, la multitud se había puesto a chillar. Por un altavoz, un policía exhortó a los jóvenes a despejar la zona.

Corrí adelante, apartando a golpes a varios jóvenes, y estabilicé el Porsche un segundo antes de que cayera como un escarabajo patas arriba. Mientras pugnaba por abrir la portezuela, sentí la multitud estrujándose contra mí. En cualquier momento, aquello se convertiría en una escena de pánico y habría una estampida.

Silbidos, gritos, sirenas. Cuerpos apretándonos a Louis y a mí el uno contra el otro, y, a continuación, el vampiro vestido de cuero, alzándose al otro lado del coche con un destello de la luz de los reflectores en la gran guadaña plateada que hacía girar sobre la cabeza. Escuché el grito de advertencia de Louis. Por el rabillo del ojo vi el brillo de una segunda guadaña.

Pero un chirrido sobrenatural hendió el tumulto, al tiempo que el vampiro motorista se encendía en llamas con un destello cegador. Otra tea de forma humana prendió junto a mí. La guadaña cayó al asfalto con un tintineo. Y, a unos metros de la escena, una tercera figura vampírica estalló en una explosión chisporroteante.

La multitud, presa del más absoluto pánico, retrocedió hacia el auditorio, invadió el aparcamiento echó a correr en todas direcciones buscando cualquier lugar donde escapar de aquellas figuras tambaleantes que se consumían en sus propios infiernos privados, de aquellas manos fundidas por el calor hasta el puro hueso. Y vi a otros inmortales escapando a toda prisa inadvertidos entre la lenta marea humana.

Louis se volvió hacia mí, desconcertado, y la expresión de asombro de mi rostro no hizo, seguramente, otra cosa que desconcertarle aún más. ¡Ninguno de nosotros había hecho aquello! ¡Ninguno de los dos tenía tal poder! Yo sólo conocía a un inmortal que lo tuviera.

Pero, de pronto, la portezuela del coche me golpeó al abrirse, y una mano pequeña, blanca y delicada, surgió del interior y tiró de mí.

—¡Vamos, deprisa! ¡Los dos! —exclamó de improviso una voz femenina, en francés—. ¿A qué esperáis, a que la Iglesia lo proclame un milagro?

Y, antes de que me diera cuenta de lo que estaba sucediendo, me vi arrastrado al asiento bajo de cuero; Louis cayó encima de mí y tuvo que gatear sobre el respaldo del asiento para ocupar el posterior.

El Porsche se lanzó adelante apartando a los mortales que huían delante de los faros. Contemplé la esbelta figura de la conductora que tenía al lado, vi su cabellera rubia cayéndole sobre los hombros y su sucio sombrero de fieltro hundido hasta los ojos.

Quise rodearla con mis brazos, estrujarla a besos, apretar mi corazón contra el suyo y olvidarme por completo de todo lo demás. Al diablo con aquellos novicios idiotas. Sin embargo, el Porsche estuvo a punto de volcar otra vez cuando ella lo forzó a una curva cerrada para pasar la verja y salir a la calle.

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