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Authors: Anne Rice

Lestat el vampiro (80 page)

Su ceguera a los motivos o padecimientos de los demás era tan parte de su encanto como su suave cabello negro descuidado o la expresión eternamente preocupada de su ojos verdes.

¿Por qué habría de molestarme en hablar de todas esas ocasiones en que acudía a mí, presa de la congoja, suplicándome que no le dejara nunca, o de las veces en que paseamos y charlamos juntos, de cuando representábamos a Shakespeare a dúo para diversión de Claudia o de cuando, codo con codo, salíamos de caza por las tabernas del puerto o íbamos a bailar con las bellezas de piel oscura de los celebrados bailes de mulatos?

Leed entre líneas.

Le traicioné cuando le creé, eso es lo importante. Igual que traicioné a Claudia. Y le perdono las tonterías que escribió, porque dijo la verdad sobre la monstruosa satisfacción que él, Claudia y yo compartimos, sin tener derecho a hacerlo, durante esas largas décadas del siglo XK en las que desaparecieron los colores deslumbrantes del
ancient régime
y la música deliciosa de Mozart y Haydn dio paso al tono ampuloso de Beethoven, que a veces podía sonar demasiado parecido al tañido de mis imaginarias Campanas del Infierno.

Así tuve lo que quería, lo que siempre había querido. Los tuve a ellos y, desde entonces, pude olvidar de vez en cuando a Gabrielle y a Nicolás, e incluso a Marius. Y pude dejar de pensar en el rostro pétreo e inexpresivo de Akasha, en el tacto helado de su mano y en el calor de su sangre.

Pero yo siempre había deseado muchas cosas. ¿Qué explicación tenía la duración de la vida que describía en
Confesiones de un Vampiro?
¿Por qué nuestra existencia era tan duradera?

A lo largo del siglo XK, los vampiros fueron «descubiertos» por los escritores europeos. Lord Ruthven, la creación del doctor Polidori, dio paso a sir Francis Varney y a sus novelas baratas de crímenes; luego llegó la espléndida y sensual condesa Carmilla Karnstein, de Sheridan Le Fanu, y, finalmente, el más famoso de los vampiros de la literatura, el hirsuto conde Drácula eslavo que, pese a ser capaz de convertirse en murciélago o desmaterializarse a voluntad, desciende los muros de su castillo reptando por las piedras como un lagarto (por pura diversión, al parecer). Todas estas creaciones, junto a muchas otras similares, alimentaron el apetito insaciable de las gentes por las «narraciones fantásticas y de terror».

Y nosotros fuimos la esencia de esa personificación del vampiro propia del siglo: aristocráticamente distantes, siempre elegantes, invariablemente despiadados y unidos entre nosotros en una tierra abonada para otros de nuestra raza, aunque ninguno más la habitaba.

Quizás habíamos encontrado el momento perfecto de la historia, el equilibrio perfecto entre lo monstruoso y lo humano, la época en que aquel «romanticismo vampírico», nacido en mi imaginación entre los vistosos brocados del antiguo régimen, debía encontrar su mayor realce en la holgada capa negra, la chistera negra y los rizos luminosos de la pequeña desparramándose desde el lazo violeta hasta las mangas abombadas de su diáfano vestido de seda.

Con todo, nunca dejé de pensar en lo que le había hecho a Claudia y en cuándo llegaría el momento en que tendría que pagar por ello. ¿Cuánto tiempo debió contentarse ella con ser el misterio que nos unía con tanta intensidad a Louis y a mí, con ser la musa de nuestras horas a la luz de la Luna, el único objeto de devoción común a los dos?

¿Fue inevitable que ella, que nunca llegaría a poseer formas de mujer, se alzara contra el padre demonio que la había condenado a tener eternamente el cuerpo de una muñequita de porcelana?

Debería haber prestado atención a las advertencias de Marius. Debería haberme detenido un momento a reflexionar sobre sus palabras, antes de llevar adelante aquel magnífico y embriagador experimento de convertir en vampiro a «los más jóvenes de los mortales». Sí, debería habérmelo pensado mejor.

Pero en ese momento me sentí como cuando estaba tocando el violín para Akasha, ¿comprendéis? Deseaba hacerlo. Quería ver qué sucedía con una hermosa chiquilla como aquélla.

¡Ah, Lestat, te mereces todo lo que te ha sucedido! Será mejor que no mueras nunca, o irás de cabeza al infierno.

¿Cómo pudo ser que, por razones puramente egoístas, no hiciera caso de algunos de los consejos que había recibido? ¿Por qué no aprendí de ellos: de Gabrielle, de Armand, de Marius...? Aunque lo cierto es que jamás he hecho caso de nadie. Por una u otra causa, jamás he podido.

Y ni siquiera hoy puedo afirmar que me arrepienta de haber creado a Claudia, que desee no haberla visto nunca, no haberla tenido en mis brazos, no haberle cuchicheado secretos al oído ni haber escuchado el eco de sus risas por las lóbregas estancias de la casa, absolutamente humana, en la que nos movíamos como haría un grupo de mortales, entre los muebles lacados, las lámparas de gas, los oscuros cuadros al óleo y los maceteros de cobre. Claudia era mi hija de las tinieblas, mi amor, el mal de mi maldad. Claudia me rompía el corazón.

Hasta que, una noche calurosa y húmeda de la primavera de 1860, la pequeña se sintió con fuerzas para ajustar cuentas. Me engatusó, me hizo caer en su trampa y hundió el puñal una y otra vez en mi cuerpo drogado y emponzoñado; y así perdí casi hasta la última gota de mi sangre vampírica antes de que transcurrieran los escasos y preciosos segundos que tardaron en curar las heridas.

No la culpo. Fue el tipo de acción que yo mismo habría intentado.

Jamás olvidaré esos momentos delirantes, jamás los relegaré a algún compartimento inexplorado de mi mente. Fueron su astucia y su decisión, tanto como la hoja que me cercenó la garganta y me partió el corazón, lo que acabó conmigo. Continuaré pensando en esos momentos cada noche mientras exista, y recordaré el abismo que se abrió bajo mis pies, la caída hacia la
muerte mortal
que casi fue mía. Claudia me proporcionó esa experiencia.

Pero, mientras la sangre manaba de mí llevándose con ella todas mis fuerzas, dejándome sin visión, sin audición y, finalmente, sin capacidad para moverme, mis pensamientos retrocedieron más y más en el tiempo, mucho más allá de la creación de aquella familia vampírica predestinada a la destrucción que habitaba en su paraíso de papel pintado y cortinas de encaje, hasta arboledas apenas entrevistas de las tierras míticas donde el antiguo dios dionisiaco de los bosques había visto cómo su sangre era derramada y su carne era desgarrada una y otra vez.

Si no había un sentido último de las cosas, al menos existía el fulgor de la congruencia, la sorprendente repetición de aquel
mismo viejo tema.

Y el dios muere. Y el dios resucita. Pero, esta vez, nadie es redimido.

Gracias a la sangre de Akasha, me había dicho Marius, sobrevivirás a desastres que destruirían a otros de tu raza.

Más tarde, abandonado en el hedor y la oscuridad de los pantanos, fue la sed lo que definió mis dimensiones, fue la sed lo que me impulsó, y noté mis mandíbulas abiertas en las aguas hediondas y mis colmillos buscaron los animales de sangre caliente a las que pude echar mano en el largo camino de vuelta a la vida.

Y tres noches más tarde, cuando volví a ser derrotado y mis criaturas me abandonaron definitivamente en el infierno flameante de nuestra mansión, fue la sangre de los antiguos, de Magnus y de Marius y de Akasha, lo que me sostuvo mientras huía arrastrándome de las voraces llamas.

Pero sin una nueva dosis de aquella sangre curativa, sin una nueva infusión, quedé a merced de que el tiempo terminara por curar mis heridas.

Pero hay algo que Louis no pudo describir en su historia, y es lo que me sucedió a partir de entonces, cómo aceché a mis víctimas durante años, marginado de la sociedad humana, convertido en un monstruo horrible y lisiado que sólo era capaz de atacar a los muy jóvenes o a los enfermos. Corriendo un peligro constante ante mis víctimas, pasé a ser la antítesis misma del demonio romántico, más provocador de espanto que de asombro. Mi aspecto no era mejor que el de los miembros de la vieja asamblea bajo les Innocents, con sus harapos y su suciedad.

Las heridas que había sufrido afectaron a mi propio espíritu, a mi capacidad de razonar. Y lo que vi en el espejo cada vez que me atreví a mirar no hizo sino encoger aún más mi ánimo.

Pero, a pesar de todo, ni una sola vez en todo este tiempo llamé a Marius ni traté de ponerme en contacto con él a través de la distancia. No podía suplicarle que me diera su sangre regeneradora. Prefería un siglo de sufrimientos en el purgatorio a la condena de Marius. Prefería padecer la soledad más espantosa, la angustia más terrible, a descubrir que él sabía todo cuanto yo había hecho y que me había vuelto la espalda hacía mucho tiempo.

En cuanto a Gabrielle, que me lo habría perdonado todo y cuya sangre era, al menos, lo bastante poderosa como para acelerar mi recuperación, no supe ni por dónde empezar a buscarla.

Cuando me hube recuperado lo suficiente para efectuar la larga travesía a Europa, volví en busca del único al que podía recurrir: Armand. Armand, que aún vivía en la tierra que yo le había dado, en la misma torre donde Magnus me había creado; Armand, que seguía dirigiendo la floreciente asamblea del Teatro de los Vampiros, todavía de mi propiedad, en el boulevard du Temple. En fin de cuentas, no le debía a Armand ninguna explicación. ¿Y acaso no era él quien tenía una deuda conmigo?

 

Cuando acudió a atender la llamada a su puerta, me sorprendí al verle. Llevaba cortados todos sus rizos renacentistas y, ataviado con su levita negra, .tétrica aunque elegante, tenía el aspecto de un muchacho salido de las novelas de Dickens. Su rostro eternamente juvenil llevaba estampada la inocencia de un David Copperfield y el orgullo de un Steerforth; cualquier cosa, menos la verdadera naturaleza del espíritu que lo animaba.

Por un segundo, una luz brillante apareció en sus ojos al mirarme. Luego se fijó detenidamente en las cicatrices que cubrían mi rostro y mis manos y, con voz suave y casi compasiva, murmuró:

—Entra, Lestat.

Me tomó de la mano y recorrimos juntos la casa que había construido al pie de la torre de Magnus, un lugar lúgubre y horrible muy adecuado para los horrores, propios de un Byron, de aquella época extraña.

—¿Sabes?, corría el rumor de que habías encontrado el fin en Egipto, o en el Lejano Oriente —me dijo rápidamente en francés coloquial, con una animación que no había visto nunca en él. Armand había adquirido mucha práctica en hacerse pasar por un humano mortal—. Desapareciste con el siglo y nadie había vuelto a oír hablar de ti.

—¿Y Gabrielle? —pregunté inmediatamente, asombrándome de no haberlo hecho a la puerta misma de la casa.

—Nadie la ha visto ni ha tenido noticias de ella desde que os fuisteis de París —me informó.

De nuevo, sus ojos me repasaron como una caricia y noté en él una excitación apenas contenida, una fiebre que podía percibir como el calor del fuego cercano. Comprendí que estaba tratando de leer mis pensamientos.

—¿Qué fue de ti? —inquirió.

Mis cicatrices le tenían desconcertado. Eran demasiado numerosas, demasiado intrincadas, consecuencia de un ataque que debería haberme producido la muerte. De pronto, sentí pánico de que mi estado de confusión me llevara a revelárselo todo, a descubrirle las cosas que, tanto tiempo atrás, Marius me había prohibido contar.

Pero fue la historia de Louis y Claudia lo que surgió de mí, entre balbuceos y medias verdades, salvo un hecho destacable: que Claudia no era más que una niña...

Le hablé brevemente de los años en Louisiana, de cómo mis criaturas se habían alzado finalmente contra mí, tal como él había predicho que sucedería. Lo reconocí todo ante él, sin engaños ni orgullo. Y le expliqué que era su sangre lo que necesitaba ahora. Dolor, dolor y dolor, estar en sus manos, notar cómo pensaba su respuesta. Decir sí, sí, tenías razón: no todo es así, pero, en lo fundamental, tenías razón.

¿Fue tristeza lo que vi entonces en su rostro? Desde luego, no era una expresión de triunfo. Con discreción, observó mis manos temblorosas mientras gesticulaba. Cuando tartamudeé, cuando me faltaron las palabras, Armand esperó pacientemente.

Una pequeña dosis de su sangre aceleraría mi curación, le susurré. Una pequeña infusión me despejaría la cabeza. Procuré no parecer altivo o prepotente cuando le recordé que yo le había entregado aquella torre y el oro que había empleado en la construcción de la casa, que aún era el dueño del Teatro de los Vampiros y que, sin duda, podría corresponderme ahora con aquel pequeño favor, aquel íntimo favor. Confuso como estaba, débil y sediento y atemorizado, las palabras que le dirigía resultaban repulsivas en su ingenuidad. El resplandor del fuego me ponía inquieto. La luz hacía aparecer y desaparecer rostros imaginarios en la fibra rugosa y oscura de la madera que forraba las recargadas habitaciones.

—No quiero quedarme en París —continué—. No quiero molestarte a ti ni a la asamblea del teatro. Sólo te pido este pequeño favor. Sólo te pido...

Me había quedado sin valor y sin palabras. Transcurrió un largo instante.

—háblame de ese Louis —dijo al fin.

Los ojos se me llenaron de lágrimas de vergüenza. Repetí unas frases estúpidas acerca de la indestructible humanidad de Louis, de cómo entendía cosas que otros inmortales no podían concebir. Descuidadamente, murmuré cosas con el corazón. No era Louis quien me había atacado, sino la mujer, Claudia...

Vi despertarse algo en Armand. Un leve rubor tino sus mejillas.

—Les han visto a los dos aquí, en París —dijo sin alzar la voz—. Y esa criatura tuya no es una mujer. Es una niña vampiro.

No recuerdo bien qué sucedió a continuación. Quizás intenté explicar el gran error que había cometido. Quizás acepté de inmediato que no había excusa para lo que había hecho. Quizás insistí de nuevo en el propósito de mi visita, en lo que necesitaba, en lo que era preciso que me diera. Lo que recuerdo es la absoluta humillación que sentí cuando él me condujo fuera de la casa, me hizo subir al carruaje que esperaba y me dijo que debía acompañarle al Teatro de los Vampiros.

—No lo entiendes —protesté—. No puedo ir allí. No permitiré que los demás me vean así. Tienes que detener el carruaje. Tienes que hacer lo que te digo.

—No. Más bien todo lo contrario... —respondió con su voz más tierna. Estábamos ya en las abigarradas calles de París, pero no reconocí la ciudad que recordaba. Aquélla era una metrópolis de pesadilla, de rugientes trenes de vapor y gigantescos bulevares de cemento. En ninguna parte me habían parecido tan horribles el humo y la suciedad de la era industrial como allí, en la Ciudad Luz.

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