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Authors: Jesús Ferrero

Tags: #Histórico

Las trece rosas (20 page)

Unos empezaron a sollozar, otros a gemir, otros a temblar, otros a vomitar. María sentía que se le nublaba el mundo.

No sabía cuántas muertas había. Le parecían muchas y todas iguales.

Se veían los impactos en los pechos y en las sienes, se veían los ojos abismados, y se veían las bocas, crispadas, detenidas en un último movimiento de interrogación sin respuesta.

No mostraban la última cara de la vida, mostraban la última cara de la sorpresa, que aún no había podido asentarse en la muerte por no haber tenido tiempo para hacerlo. Una hoja sorpresa todavía viva en caras que llevaban un rato muertas y que ya estaban frías.

María tardó en encontrar a su hermana. Cuando al fin la halló, le conmovieron las zapatillas, de las que Dionisia le había hablado en una carta, y permaneció un rato ante ella, con los ojos fijos en las mariposas. Hasta que llegó don Valeriano y les obligó a salir a gritos.

Le costó que abandonasen el depósito, pero al fin lo consiguió y se quedó solo ante los cadáveres, escuchando su propia respiración.

Don Valeriano sintió que se desvanecía y se apoyó en la caja de Ana. Miró sus ojos e intentó cerrarlos. No pudo y se apartó de la caja.

Luego caminó torpemente hasta la puerta, se apoyó en ella y contempló las trece caras. Parecían máscaras griegas, cobrando vida en la penumbra. Si estaban gritando, gritaban al vacío. Quizá Dios sólo era un inmenso vacío en el que descansar, una inmensa pérdida, una inmensa tiniebla, pensó, y hundió la mano en el bolsillo en busca de tabaco.

Damián continuaba mirando por la ventana cuando sonó el silbato de Anastasia, la enfermera.

Era la hora del paseo matinal y Damián caminó hacia el vestíbulo, donde ya se hallaban más de treinta enfermos con la enfermera y los loqueros.

El Ruso lo sabía y llevaba un rato oculto entre los árboles que rodeaban las cascadas, recordando a la mujer de las pecas, cuya última mirada se le había clavado en el alma. Seguía pensando en ella, cuando vio aparecer la procesión de alienados, custodiados por la enfermera y los loqueros.

Para los locos debía de ser el mejor momento del día, y parecían contentos. Algunos bajaron casi corriendo la cuesta y se detuvieron ante una charca que al parecer les fascinaba y cuyas aguas dejaban ver un fondo de cantos rodados, hojas y ramas podridas.

Damián fue de los que se quedó hipnotizado ante la charca y un loquero tuvo que arrastrarlo para que siguiera adelante. Ya habían llegado a las arboledas de la fuente cuando Damián volvió a quedarse atrás.

Fue entonces cuando Julián lo llamó. Damián se dio la vuelta y, al ver a su hermano, se iluminaron sus ojos: —¿No estabas muerto?

—Habla más bajo… ¿Quién te dijo que estaba muerto?

—Lo pensé yo… Como desapareciste…

—He estado en la guerra, Damián.

—¿Qué guerra?

—Verás…

—Ah, ya sé —exclamó Damián—. ¡Te refieres a la guerra de la película! —¿De qué película me hablas?

—De la que veo todos los días por la ventana… ¿Tú también actúas? —¿Dónde?

—En la película. ¿Tú también actúas? —Insistió.

Julián movió con paciencia la cabeza.

—Sí, yo también —acabó diciendo.

—¿Y te han dado un buen papel?

—No me quejo: está lleno de acción.

—No puedo decir lo mismo.

Julián empezó a desesperarse. Por lo que podía comprobar, la razón de Damián se había deteriorado tanto que ya era imposible hablar con él. De pronto creyó oír un chasquido tras él y le dijo a su hermano:

—Ahora tengo que irme. Volveremos a vernos.

—¿Cuándo?

—Un día de éstos… Pero no debes decir a nadie que me has visto. ¿Me oyes?

—Sí, a nadie. Te lo juro.

—¡Damián! —gritó desde detrás de los árboles la enfermera.

Los hermanos se abrazaron con precipitación y Julián corrió hacia el interior de la arboleda, donde se ocultó.

Damián continuó su camino hasta lo alto de la colina, donde le estaban esperando Anastasia, los dos loqueros y los locos.

Anastasia les dio a todos un trozo de pan y otro de chocolate y fueron sentándose bajo la copa del haya que crecía junto a un estanque.

Ya se hallaban todos comiendo cuando Anastasia se acercó a la pendiente y vio a un hombre que se le antojó sospechoso pues parecía estar ocultándose tras un pino. Entonces recordó que andaban buscando a un miliciano por la zona y corrió hasta la cárcel para avisar a la policía.

Julián se hallaba sentado tras la maleza que crecía en torno al agua y se sentía aturdido y cansado. Pensó que no tenía que haber salido de casa, y descubrió con alivio que llevaba su pistola.

Creyó oír ruidos de pasos, giró la cabeza y vio a dos guardias deslizándose entre los árboles. Entonces echó a correr.

Los guardias empezaron a disparar mientras Julián intentaba alcanzar el final de la arboleda moviéndose en zigzag.

Creía estar a punto de lograr su objetivo cuando vio venir de frente a un hombre que llevaba una pistola en la mano y que disparó a la vez que él.

El Pálido

Para Julián todo empezó a precipitarse hacia atrás… Era como ver una película hacia atrás, siempre hacia atrás… La bala que había recibido invertía su trayectoria y regresaba al arma de la que había surgido. Él se incorporaba y corría hacia atrás, al igual que los guardias. Los pájaros también volaban hacia atrás, las hojas amarillas de los chopos regresaban desde el suelo a las ramas, y las cascadas de la fuente del Berro ascendían en lugar de descender. Lo mismo ocurría con el fusilamiento de las muchachas. El plomo de sus entrañas regresaba a las armas y las chicas se levantaban del suelo y se dirigían al camión, que las volvía a llevar a la cárcel hacia atrás y con igual pericia que cuando avanzaban.

También él regresaba a casa corriendo hacia atrás entre las huertas, y subía de espaldas las escaleras y volvía a abrazar a Soledad, que ahora tenia pecas, y que hablando hacia atrás le decía:

—Oirf ed érirom em sazarba em on is…

Adriano Roux acababa de llegar a la fuente con su capa y un traje nuevo. Encendió un puro. Acostumbra a hacerlo siempre que se halla ante un cadáver. Era como quemar hierbas aromáticas ante el difunto.

Ráfagas de viento cálido rasgaban a intervalos la arboleda y agitaban la capa del funcionario y los cabellos del muerto que yacía en el suelo.

El Pálido sacó del bolsillo de su americana una pistola e indicó el cadáver.

Es uno de los hombres que buscábamos. Basta con observar las huellas que deja el percutor, idénticas a las que he visto en una de las balas que quedaron incrustadas en el asiento del vehículo.

—¿Y qué podía estar haciendo aquí? —preguntó Cardinal.

—Quizás estaba explorando el terreno… —¿Para qué?

El Pálido se encogió de hombros.

—Para asaltar algún camión de presos…

—¿A tanto llega su imaginación? —preguntó Roux.

El Pálido asentió con ironía y Roux miró al muerto con inquietud.

—Siempre aparecen culpables cuando menos los necesitamos… Y lo curioso es que esta vez no queremos culpables concretos. No hay que pensar que este don nadie ha podido matar al comandante. Hay que pensar que Isaac Gabaldón es la última víctima de todos los que aún se niegan a aceptar los hechos. Hay que extender la culpa, hay que esparcirla para que quepan más en su radio de acción. Es la última consigna —dijo, con energía, Roux—. Por lo demás, yo sólo he venido para mediar entre Dios y los hombres y, hablando en cristiano, les diré una cosa: a éste había que matarlo, eso por supuesto, pero, al mismo tiempo, su cadáver no le interesa en este momento a nadie.

—Lo sé.

Roux ordenó que girasen un poco el rostro del muerto.

Cardinal y el Pálido obedecieron y el comisario pudo examinar mejor su cara.

—Se le ha quedado sonrisa de cretino —dijo el Pálido.

—Más bien de crispación —musitó Cardinal.

Roux negó con la cabeza.

—De rabia —concluyó—. Tenía buenos músculos, parecía ágil. Un animal preparado para sobrevivir…

—Y preparado para matar —añadió el Pálido.

—Bien, bien —musitó Roux—, informen debidamente de su muerte, pero sólo de su muerte. Ignoren su posible relación con los hechos de Talavera, y no olviden, señores, que las órdenes proceden del más alto nivel. Dicho lo cual, me limito a plantear una última cuestión: ¿tienen alguna duda o alguna objeción que formular respecto al contenido y al destino de cuanto acabamos de decir?

—No —dijo el Pálido con desgana, como si tuviese sueño.

Roux esbozó una mueca agria, tiró el puro y caminó con Cardinal hacia el automóvil que los aguardaba al otro lado de la arboleda.

El Pálido se quedó solo, escuchando el rumor del agua. Le asombraba pensar que era la primera vez que se hallaba en aquel lugar, del que le habían hablado tantas veces y que tantas veces había querido visitar. Las hayas y las cascadas tenían el encanto de una estampa dieciochesca y permitían evocar lo que habían sido en otro tiempo algunas periferias campestres de Madrid.

El Pálido arrojó el cigarrillo a la fuente y respiró hondo. Olía a flores abrasadas, como en el cementerio, y todo parecía en calma, también la fuente, a pesar de su agitación. Su movimiento, en la medida en que se repetía incesantemente a sí mismo, terminaba resultando algo muy parecido a la inmovilidad.

Volvió a observar el cadáver y se preguntó en qué momento la muerte había empezado a tener para él otro sentido.

Quizá todo empezaba cuando matabas por primera vez, pensó, o cuando, por primera vez, ordenabas matar. Había un silencio de hielo en la conciencia. La muerte acontecía, el cadáver estaba en el suelo, y nada más. Cuando tocabas esa realidad, sentías a la vez asombro y decepción, y los sentimientos se configuraban de otra manera, en cierto modo se partían: aquí la zona de luz, aquí la zona sombría.

El Pálido miró de nuevo la cara del muerto y recordó el momento del disparo. Se había volcado tanto hacia Julián y estaba tan seguro de sus movimientos que, por un instante, había creído que el disparo atravesaba su frente en lugar de la del miliciano. Por eso, al ver a su rival abatido, había sentido alivio y terror a un tiempo.

Miró una vez más el cadáver y meneó la cabeza. ¿Qué estaba contemplando? ¿Una presencia ausente o una ausencia presente? El miliciano seguía allí, aunque muerto. No había cambiado nada, y tampoco se podía decir que en aquel cuerpo ya no hubiese vida; la había, miles de organismos estaban apareciendo en él: la vida seguía bullendo en el cuerpo que yacía en el suelo, y sólo se podía decir que se había desplazado y multiplicado.

Apartó la mirada del muerto y contempló la arboleda. ¿Qué edad podían tener aquellas hayas tan serenas y tan robustas que crecían alrededor del agua? ¿Un siglo, dos?

Muchas vidas y muchas muertes habrían pasado bajo sus copas, de como las hojas que desprendían ya en agosto y que ahora crujían bajo sus pies.

El Pálido empezó a sentir dolor de cabeza y decidió irse de allí. En el fondo, nada le resultaba más vertiginoso que la impasibilidad de la naturaleza. En aquel rincón de la flores había muerto un hombre, pero el agua no iba a cambiar el curso por eso, ni los árboles iban a inclinarse más.

Todo seguía igual bajo el cielo.

Desde hacía horas Suso andaba buscando el rastro de Julián y al fin había creído hallarlo.

Procurando no ser visto, entró en el cementerio y lo cruzó de parte a parte sin encontrar lo que buscaba.

Desesperado, se fue caminando hasta la fuente del Berro. Desde allí lo vio, tendido en la hierba. A su lado se hallaban varios cuervos, y no se les veían buenas intenciones. Así que los espantó y se arrodilló ante el cadáver.

—Julián! —gritó tocando su mano. Pero Julián no respondió.

Oyó ruidos que llegaban desde el otro lado de la arboleda y corrió por los descampados hasta su casa.

—¿Qué ha pasado? —gritó su hermana al verlo llegar.

—Han matado a Julián.

Soledad se derrumbó sobre una silla y se quedó inmóvil, mirando hacia la calle mientras su hermano sollozaba.

Esa noche, Damián no puede conciliar el sueño y permanece sentado sobre la cama, viendo el discurrir de la luna tras la ventana, en la sofocante madrugada de verano. Ha pasado un rato pensando en su hermano, al que ha visto morir desde la atalaya de la fuente, media hora después de encontrarse con él en la arboleda. Julián parecía que esquivaba las balas, hasta que lo acorralaban al final de la chopera. No sólo salía en la película sino que además moría, rodado de guardias civiles.

Damián envidia una vez más el papel de Julián y se pregunta si su muerte es cierta y si aquello, además de ser una película, es la realidad.

Vuelve a recordar el tiroteo de la chopera y admite que hacía tiempo que no veía escenas tan emocionantes. Desde el paredón vuelven a llegar sonidos de disparos mezclados con los versos de la canción que canta la niña en el otro pabellón y que habla de la verde oliva y de un pícaro moro que cautivó a mil cautivas.

Damián está a punto de dormirse cuando la niña empieza a canturrear:

—El pícaro moro que las cautivó abrió una mazmorra, abrió una mazmorra abrió una mazmorra, abrió una mazmorra…

—¡Y allí las metió! —ruge una vez más Damián.

La niña se calla y Damián se va durmiendo poco a poco, sintiendo que se adentra en el espíritu de la noche, en su cálida placenta, en su cálido infierno.

Juan y Quique

María Anselma se halla sola en su cuarto, en un presente absoluto, que no se desplaza ni hacia delante ni hacia atrás, arrodillada ante las piernas de Cristo, ante las hermosas piernas de Cristo, que de tan estilizadas parecen femeninas. Mira las piernas y recuerda los fusilamientos.

El éxtasis deriva hacia el vértigo. Estaban las trece inmensamente vivas, y de pronto sólo son fantasmas de la mente.

Deja que la idea de la muerte la inunde. Quiere estar llena de muerte, de toda la muerte, de toda la fiebre. Siente que un aire frío acaricia su cuello, un aire de nieve, que se mete por debajo del camisón, que se enrosca entre sus piernas. Ay, Jesús mío, gime, ay, Jesús mío.

De pronto, es como si ascendiera a una oscuridad muy densa. Piensa en la noche oscura del alma, y recuerda a Virtudes cuando se alejaba por la columnata. Ay, Jesús mío, vuelve a gemir antes de desvanecerse. Cuando vuelve en sí ya ha amanecido.

Durante toda la mañana, María Anselma se siente transportada. Le ocurre desde que mataron a las trece. Siente que el duende de las trece se ha apoderado de ella, y tiende a creer que lo que le pasa está más allá de toda valoración.

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