—Todas empezamos a ver algo mejor —murmuró Martina, pegando las manos a su rostro lleno de pecas—, pero yo preferiría no haber tenido la oportunidad de llegar a ver tanto y con tanta claridad…
—¡Y yo!
—¡Y yo!
—¿Nos van a borrar? —volvió a preguntar Virtudes con cargante obstinación.
—¿Te consuela pensar que se acordarán de ti?
—¡Sí! —gritó Julia casi a la vez que Virtudes.
Joaquina las miró con desdén.
—Para mí no es ningún consuelo figurar en la historia. ¿Qué diablos quiere decir figurar en la historia?
—Pues a mí me importa que me recuerden —protestó Julia.
—¡A mí no! — insistió Joaquina—. El hecho de que los demás me recuerden no me va a devolver a la vida. Aquí ni siquiera queda nuestra sombra, entérate, Julita, que pareces tonta.
—¡Mucho cuidado con los insultos! —advirtió Ana.
Joaquina la miró apenas y gritó: —¿Qué va a significar mi nombre con mi cuerpo bajo tierra? A ver, las iluminadas, que me respondan.
Todas se callaron, y Joaquina continuó: —¿Acaso mi nombre va a tener vida propia? Sería muy bonito imaginar que nuestro nombre es como la punta de una estrella de mar en la que estuviese la posibilidad de reproducir toda la estrella. Pero si mañana alguien recuerda mi nombre, sólo recordará una o dos palabras.
Blanca la miró con distancia.
—Sé lo que estás pensando —le dijo—. Estás pensando en la muerte absoluta.
Joaquina se giró hacia Blanca y, tras un gesto de piedad, preguntó: —¿Y tú estás pensando en la muerte relativa?
Pilar pidió un poco de calma y empezó a decir:
—Aceptemos que todo ha ido peor de lo que imaginábamos. Nos han engañado todos… Es hora de asumirlo…
Todos… —¿Estás segura de lo que dices? —musitó Virtudes, formulando una pregunta que deseaban hacerle todas.
Pilar contestó:
—Completamente, y os aseguro que tantos engaños en tan poco tiempo te sitúan en la realidad. No estamos en la noche oscura, estamos en la noche sucia.
Todas la miraron con pánico y admiración y guardaron silencio.
—Si no estuvieras en capilla ¿dirías lo que has dicho? —le preguntó Ana.
—No lo sé. Seguramente no.
Mientras las escuchaba, Carmen se palpó el corazón. Las contradicciones ideológicas la mataban más que las físicas.
—¿Seguramente no? ¿Entonces nuestras palabras dependen únicamente de la situación? ¿Ahora digo blanco porque estoy en el Ártico y ahora digo negro porque estoy en Senegal? — preguntó Ana—. No entiendo por qué tienes que pensar diferente por estar donde estás y no en la calle.
—Me desconciertas —dijo Pilar, cruzándose de brazos—. Crees que los nuestros nos han traicionado, ¿sí o no?
—Nadie te obligó a quedarte en Madrid. De haber querido, ahora estarías en Francia… —dijo Ana, con voz dudosa.
—¿De haber querido? ¿Crees que nuestra voluntad tiene algo que ver con esto? ¿Crees que basta con querer algo para conseguirlo? ¿Esta guerra no te ha servido para comprobar que entre lo que queremos y lo que tenemos hay un abismo?
—¿Pensasteis alguna vez en huir? —preguntó Carmen.
—Yo sí —contestó Ana—, y por una razón bien simple: tenía las manos limpias. Lo paradójico fue que también me quedé por esa razón.
—¿Sólo por esa razón?
—No, también pesaban mis padres —reconoció Ana.
—Yo nunca pensé en marcharme, pero no por heroísmo —dijo Carmen—. Me lo prohibía el corazón, y no hago juegos de palabras. Y una cosa sabía: si me quedaba, me arriesgaba a lo peor.
—Lo nuestro no es lo peor —comentó Julia, y esbozó una sonrisa.
—Tú vas a sonreír hasta cuando tengas plomo en las entrañas —dijo Joaquina—. ¿Nos puedes decir qué es lo peor?
Julia respiró hondo y dijo:
—Que nos hubiesen matado en comisaría como a Pionero.
Victoria la miró con fijeza.
—Tienes toda la razón —susurró Dionisia, que llevaba en las manos unas zapatillas. Victoria, que se hallaba junto a ella, asintió con la cabeza.
—Seguro que en este momento no existe nadie en el mundo que valore más que nosotras el hecho de estar vivas… —añadió Julia.
—Nadie —dijo Carmen, con su voz suave—. Es lo único que estoy sacando en claro de esta pesadilla: el valor inmenso de la vida.
Joaquina volvió a cruzarse de brazos y exclamó: —¡Me hacéis mucha gracia!
—¿Por qué? —dijo Victoria.
—Quizá porque pienso que creemos en demasiadas cosas en las que no tendríamos que creer.
—¿Por ejemplo? —preguntó Julia.
—Habláis de la justicia, de la memoria, del mundo como si de verdad existieran. Sois de una ingenuidad desesperante.
—No sabía yo que tu reciente nihilismo fuera a llegar tan lejos —comentó Ana, más malhumorada que antes.
—Joaquina tiene razón —gritó Pilar—. ¡El mundo no existe, el Partido no existe, Dios no existe, la revolución no existe, la fraternidad no existe, la igualdad no existe, ni entre nosotras ni fuera de nosotras! ¡Suprimid tanta creencia y la realidad se abrirá ante vosotras como una granada con toda su metralla!
—¡Estás imposible! —dijo Carmen con dolor—. ¿Así es como vas a aliviarles el infierno a las menores?
—¿De qué menores hablas? —preguntó Virtudes acallando a Carmen.
Ana decidió intervenir:
—Dime una cosa Carmen: ¿temes que las palabras de Pilar nos achiquen más de lo que estamos ya? No sabes cómo Me conmueve tu delicadeza para con nosotras.
—Ana, lo siento… Tienes razón…
Ana lamentó haber sido tan brusca y, acercándose a Carmen, presionó cariñosamente uno de sus hombros.
Joaquina comentó:
—Me río del mundo que gesté en mi cabeza, me río de mi miseria.
Pilar asintió. Joaquina continuó diciendo:
—Y aún estoy a tiempo de llegar más lejos…
—¿En qué? —le dijo Victoria.
—Contéstatelo a ti misma —respondió Joaquina.
—¿Más lejos en la comprensión del horror? preguntó Victoria.
—En la comprensión no sé —murmuró Joaquina—, pero en la experiencia sí que podemos llegar lejos, tan lejos como lo quiera el mismo horror.
—Yo creo que no me habéis entendido —aseguró Pilar.
—¿Ah, no? —replicó Ana.
—No —contestó Pilar, tajante.
—Pues aún tienes tiempo para aclarar el malentendido —dijo Ana—, pero no te eternices porque a la salida del sol ya estaremos sordas.
Pilar cogió aire antes de decir:
—Justamente porque vengo de donde vengo y porque creo en lo que creo, no he querido maquillar la realidad y he preferido colocaros en situación. Nos han traicionado, sí, todos. ¿0 me vais a decir que no cabía luchar más por nuestras vidas? Sí, lo digo bien alto… Bien es cierto que si hubiésemos mitificado menos la condición humana ahora no estaríamos tan asombradas.
—Tengo la impresión de que vuelves a excederte —murmuró Ana.
—Si me dejas acabar, verás que no. No proclamo lo que nos ha ocurrido, lo que nos está ocurriendo, para hundiros más. Lo digo para que estemos todavía más unidas y nuestro asco en esta noche tan sucia no sea tan vomitivo. ¿Habéis comprendido de una maldita vez?
—Lo peor no va a ser que nos maten —musitó Ana.
—¿Qué va a ser lo peor?
—Llegar al paredón sin respiración.
Algunas asintieron con la cabeza y otras con la mirada.
Blanca, que había estado escuchando a sus compañeras con el ánimo encogido, las sentía más libres que ella para morir, más libres para desesperarse y más libres para discutir. ¿Acaso una madre podía pensar en la muerte con la libertad de quien no lo era? Ellas no abandonaban a nadie surgido de sus entrañas y del que estaban obligadas a responsabilizarse hasta el final. Ellas, Virtudes, Victoria, Ana, Julia…, podían abrazar su propia muerte. ¿Yo puedo hacerlo?, se preguntó.
—En ningún momento os he oído comentar que aún puede llegar el indulto —dijo finalmente Blanca.
Joaquina sonrió con sarcasmo.
—El indulto va a llegar, ya lo verás, pero cuando estemos muertas. Será cómico de verdad.
—Hablo en serio. Aún puede llegar —insistió Blanca.
—Me parece que tú has leído mucha novela rusa —le dijo Pilar—. Sí, puede llegar. Incluso en el último momento. Le pasó a un escritor ruso, creo que a Dostoievskí. Estaba ante el pelotón, a punto de ser fusilado cuando, de pronto, llega el indulto del zar. Ese día nació de nuevo y al mismo tiempo envejeció.
—¡Muy buena historia la que nos estás contando! —exclamó Ana con sorna.
—Una historia muy esperanzadora… —dijo Victoria—, pero ¿creéis que nos va a pasar lo mismo y que todo esto es puro teatro? La saca, la capilla, las despedidas, ¿todo teatro?
—Sí —dijo Blanca—, todo teatro, un teatro grotesco, y eso es lo peor… Aunque nos fusilen, esto no dejará de ser una comedia.
—Te doy la razón. Y como es una comedia siniestra, el recurso a la muerte se hace tan necesario como improbable el indulto —añadió Pilar.
Blanca negó con la cabeza.
—Pensad que Franco podría estar buscando un golpe de efecto que le hiciera parecer algo más clemente… De plantearse esa estrategia, esperaría hasta el último momento para conceder el indulto.
—Me gustaría verlo como lo ves —dijo Avelina, rompiendo su silencio—, pero todo empezó a oler muy mal desde la muerte de Gabaldón, y me temo que nuestra suerte está echada.
—¡Sois la desesperación! —clamó Blanca.
—Entiendo lo que te pasa —dijo Pilar—. Sé que tienes un hijo… Eso te diferencia de todas nosotras… ¿No quieres perder la esperanza? Pues no la pierdas. Será bueno para todas.
—Por supuesto que lo será —se apresuró a decir Julia—. Yo estoy con Blanca, y ni perdí la esperanza antes del consejo de guerra, ni la he perdido después. Pensad que aún estamos completamente vivas, pensad que igual mañana nos estamos riendo en nuestras celdas, y que tras haber pasado una noche en el huerto de los Olivos resulta que no hay crucifixión.
—Admiro tu optimismo, Julia, lo admiro de verdad —comentó Joaquina—, y me emociona que haya entre nosotras mentes inmunes al desaliento, pero yo lo sigo viendo muy negro. El blanco ha desaparecido para mí como color. ¿Estas paredes son blancas? No, son negras, miradlas bien. Atravesadlas y os toparéis con una negrura más densa todavía. Prefiero no pensar la edad que tengo. Si lo pienso, puedo tirarme de cabeza contra el altar y dejar a Jesucristo descalabrado. No, mejor no pienso. ¡Estoy harta de pensar! —gritó.
—Dejad de alimentar vuestra rabia y tranquilizaros un poco —pidió Carmen.
—Por fin una voz razonable —dijo Ana.
—¿Qué entiendes tú por razonable? —la increpó Joaquina.
—Entiendo por razonable no ladrar.
—¿Yo ladro?
—Ladras, sí. En otras palabras: quieres que se note mucho tu desazón, que se note más que la nuestra. ¿Por qué? No contestes, puedo hacerlo yo: porque tu muerte te parece más importante que la nuestra.
—¿Eso crees?
Ana le puso las manos en la cara y dijo con autoridad:
—Eso creo, y me parece normal. Seguro que a todas nos pasa lo mismo. Es difícil imaginar que puede haber algo más importante para una que su propia piel, pero te pido que hagas un esfuerzo y mires a tu alrededor.
—¿Y qué propones? ¿Qué me calle?
—Propongo que te calles de vez en cuando y que recuerdes que todas estamos balanceándonos en la misma cuerda.
—¿Así que somos las trece funámbulas? —preguntó Virtudes.
—Más bien las trece sonámbulas… —dijo Ana.
Las dos habían empezado a reírse cuando Blanca se echó a llorar.
—Estáis enfermas —comentó Blanca, entre sollozos—. Yo quiero seguir creyendo en el indulto. Lo necesito. ¿Olvidáis que también van a matar a mi marido?
—¡Es verdad! —exclamó Pilar, echándose las manos a la cabeza.
—¿Os habéis dado cuenta de que hemos entrado en una espiral? —dijo de pronto Elena.
Le dieron la razón. Todas habían visto la espiral, todas la estaban viendo. En la noche sucia la espiral también parecía sucia. Era una espiral que buscaba suciedades cada vez más definitivas, y que la~ iba anunciando periódicamente.
Todas habían sentido el nacimiento de la espiral, pero no sabían decir cómo ni cuándo había aparecido. La espiral tenía sus curvas en la sombra y no todo en ella se podía descifrar. Seguramente su verdadero origen era la oscuridad, pero la espiral parecía tener destino y hasta sentido, pues se iba estrechando cada vez más.
Julián y Soledad se estaban besando con fiereza en la salita que daba al jardín abandonado, junto a una mesa camilla en a que reposaban un flexo, dos copas de anís y un paquete de cigarrillos.
Suso, que llevaba un rato despierto, subió con mucho sigilo las escaleras y se deslizó como un gato hasta la puerta entreabierta de la salita.
Vio las piernas de su hermana, que se movían como si danzaran, y le asombró tanta viveza. También le asombró su voz tan emotiva, de una dulzura escalofriante. A él nunca le hablaba de esa manera tan crujiente y cálida. A él sólo le daba gritos. En cambio con el Ruso parecía un ángel hecho de voluptuosidad y de deseo.
No pudo evitar acercarse más a la puerta. Ahora veía las piernas abiertas de Soledad y la mano del Ruso deslizándose entre ellas. Su hermana había cerrado los ojos. Lleno de asombro, la oyó decir:
—Ay Julián, que felicidad más grande es tenerte aquí de nuevo, vivo y sudoroso, con la piel ardiendo. Quiero tenerte muy dentro de mis nervios.
Del asombro, que es un sentimiento moderado, Suso estaba pasando a la estupefacción. No entendía como su hermana era de pronto tan lírica. Jamás le había oído frases tan rotundas y tan excitantes. Era para no creerlo.
Julián y Soledad ya se estaban acoplando sobre la cama turca cuando Suso decidió regresar a su cuarto, pensando que se merecían aquel desahogo cuyo desarrollo era mejor que quedase entre ellos.
Los sollozos habían cesado cuando oyeron una voz que habían olvidado: —¿Sabéis por qué estamos aquí?
Ana, Virtudes y Victoria giraron la cabeza y con asombro comprobaron que era la Muda la que acababa de hablar.
—He hecho una pregunta.
—Se supone que lo sabemos —dijo Ana mirando a Luisa con admiración—, y se supone que nadie tiene ganas de explicarlo otra vez.
La Muda la miró con ironía y dijo:
—No lo sabéis. Pero yo os lo voy a decir, rompiendo de una maldita vez mi voto: estamos aquí por habernos dejado ver demasiado… Hasta yo, que no quería existir, acabé mostrándome más de lo necesario. ¡Ya veis qué fatalidad! No sólo han buscado un cierto número de víctimas. También han buscado las caras necesarias. ¿Empezáis a comprender lo que quiero decir?