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Authors: Jesús Ferrero

Tags: #Histórico

Las trece rosas (14 page)

Con el transcurrir del día, las peores sospechas empezaron a confirmarse. El rancho comenzó a servirse a las siete, y pocas ignoraban que cuando eso ocurría era porque iba a haber «saca», como llamaban a la operación de conducir a capilla a las condenadas.

Elena y la Muda no cenaron y permanecieron encogidas y pegadas la una a la otra. Se habían lavado y llevaban vestidos limpios, que les habían prestado las compañeras de la escalera.

—Es espantoso cómo se ha ido curando mi vista desde que llegué a la cárcel. Ahora os veo claramente las caras.

—¿Y?

—Prefería la visión de antes. Era tan perturbadora como la de ahora, pero me gustaba más…

No lejos de ellas, se hallaban Joaquina y Pilar; las dos tan furiosas como abatidas.

—¿Crees que nos vendrán a buscar esta misma noche? —dijo Joaquina.

—Yo siento que no.

—Tú siempre sientes lo que te interesa.

—Quizá tengas razón.

—Dan ganas de escaparse.

—Algunas lo intentan… Se ocultan en las celdas más remotas, se entierran bajo las baldosas, pero es inútil.

Una de ellas sollozó. La otra empezó a abrazarla y dijo:

—Guarda las lágrimas, corazón, que ya han dado las diez y todavía no se ven señales de que vayan a venir a por nosotras.

—¡Lo que daría por un solo día más!

—Y yo. Confiemos en la suerte —dijo Pilar, antes de dirigirse a su celda.

Estaban a punto de dar las doce. Victoria cogió el libro que ocultaba bajo el petate y leyó un párrafo que tenía subrayado:

Vedme gentes de mi mismo suelo, atravesar el último sendero y mirar por última vez el rubio sol. Hades, que a todos acoge, me lleva viva hasta las orillas del Aqueronte, sin participar de casamientos, sin que hayan entonado el canto nupcial en mis bodas. Me casaré en el Infierno.

El párrafo la estremeció, pero lo leyó tres veces. Luego dejó el libro y se recostó en el petate envuelta en sudores fríos. A su lado, Ana se hallaba haciendo tapas para libros con tela de yute. Llevaba un rato concentrada en su trabajo cuando cayó en la cuenta de que eran las doce y cuarto. Por regla general, las sacas solían producirse de ocho a diez de la noche y muy rara vez a las doce. Así que respiró con alivio y dijo:

—Ya podemos acostarnos que hoy no van a venir!

Ana se recostó en el petate y cerró los ojos, como si estuviese pensando en alguien.

En el otro flanco de la cárcel, Julia permanecía pensativa. Y pensando estaba en su vida cuando llegó Virtudes para decirle que no iba a haber clemencia y que las iban a matar.

— ¿A nosotras? No digas locuras… —exclamó Julia, esbozando una sonrisa triste—. Nuestro único delito es haber pedido limosna para Socorro Rojo. ¿Piensas que nos van a fusilar por eso? Además, olvidas que somos menores de edad.

Virtudes se puso a llorar. Julia la estrechó y le dijo:

—Nada de lloros, Virtudes. Las lágrimas dan mala suerte.

—¿Por qué?

—Abren el apetito de los señores de la noche.

Ana se hallaba a punto de dormirse cuando oyó que llamaban a la puerta.

La funcionaria bajó a abrir y, al ver a la lugarteniente María Anselma y a dos de sus ayudantes, exclamó:

—Pero ¿qué van a hacer?

—Tenemos que llevarnos a Ana, Martina y Victoria dijo María Anselma con voz de burócrata.

—¿Es un atraco? —escupió la funcionaria.

Ana fue la primera en advertir que venían a buscarlas. La tentación es dejarse caer, pensó, precipitarse en el miedo.

Mientras contenía la respiración, tenía la impresión de estar sujetándose la cara como quien sujeta una máscara, para que las demás no vieran su espanto, que ella sentía circulando por toda la piel.

Para poder levantarse del petate, tuvo que llevar a cabo una operación mental que consistía en aplastar la angustia como quien aplasta una cucaracha y luego mueve con saña el pie a fin de rematar la destrucción. Durante unos instantes, su cabeza fue pura combustión. Luego se incorporó y caminó hasta la puerta.

—Deje que sea yo la que llame a las otras… —le dijo a María Anselma.

La teresiana asintió y Ana acudió al rincón donde dormía Martina y la despertó con suavidad, acariciando sus hombros.

Luego hizo lo mismo con Victoria, que al girar la cabeza y verlas estalló en sollozos.

Con sus tirabuzones cubriéndole los ojos, Victoria se agarró a su compañera y gritó: —¡Me matan!

Victoria se aferró tanto al cuello de su amiga que costó ponerla en pie. Ana cogió su mano y dijo:

—Por favor, Victoria, sé valiente.

—¿Valiente? No pienso en mí, pienso en mi madre… Primero le matan a Juan y ahora nos matan a Goyo y a mí…

Me casaré en el infierno…

—¿Qué dices?

—En el infierno —repitió con voz ausente, como si aún estuviese dormida—. Nos casaremos todas en el infierno…

Ya se estaban acercando a la puerta cuando Martina se giró hacia las que se quedaban y les dijo: —¡Qué os arreglen las cosas pronto o acabaréis como nosotras…!

—¡…Casándoos en el infierno! —remató Victoria, continuando la frase de su amiga.

Ana y Martina iban erguidas, pero Victoria avanzaba con la cabeza gacha. Al verlas desaparecer, las otras presas se quedaron mudas. No lloraban, no hablaban, casi no respiraban. Era como habitar en el corazón de un estupor que hacía vanas todas las palabras.

Carmen, que acababa de ponerse las medias, parecía la menos desconcertada. La seda se ajustaba bien a sus piernas, era amorosa con la piel. También los zapatos de tacón, blancos y ocres, se ajustaban bien a sus pies. ¡Qué lástima que los estuviera luciendo por última vez!, pensó poco antes de escuchar ruidos de llaves.

Ya estaba casi vestida cuando se fijó en Eulalia, la presa que solía imitarla en todo, y le dijo:

—Qué parada te veo! ¿Por qué no me imitas ahora y te vienes conmigo?

Eulalia reventó en sollozos. En cuanto dijeron su nombre, Carmen se incorporó y avanzó hacia la luz de la linterna que surgía de la boca de la galería. Como la luz la cegaba, tardó en ver a Zulema, que sostenía la lámpara, y a la directora, que llevaba un frasco en la mano.

—Tenga, sus gotas. Las acaba de traer su hermana —dijo la funcionaria en cuanto la tuvo delante.

Carmen miró con desdén el frasco que le tendía Verónica Carranza y musitó:

—Gracias, pero ya no lo necesito.

—¿En serio?

—¿Cree que estoy en condiciones de hacer bromas? —dijo, y desviando la mirada avanzó hacia la capilla.

Acababa de dejar atrás la galería cuando vio que Pilar, Dionisia, Luisa y Elena avanzaban delante de ella.

Amaranta

Avelina se sorprendió a sí misma abrochándose el vestido, en mitad de una celda llena de reclusas que la observaban en silencio. Con los ojos de Benjamín en la cabeza, se miró las piernas y sintió compasión de su propio cuerpo, como si ya no fuera de ella y lo viese desde fuera.

Estaba poniéndose los zapatos cuando oyó que gritaban su nombre. Sus compañeras de celda abrieron aún más los ojos, en cambio Avelina los cerró. Cuando los volvió a abrir, todas sus compañeras la miraban fijamente.

Avelina se giró hacia Amaranta, la que había pretendido arrebatarle su puesto de cartera, y le dio la impresión de que era la menos apenada de todas. Aunque hiciese gestos que pretendían parecer muy expresivos, aunque pusiera cara de sentir mucho la pérdida, Amaranta no acertaba a comunicar dolor, en parte porque no lo sentía, aunque tampoco se podía decir que sintiese alegría. Más bien parecía oscilar entre un dolor que no llegaba a ser dolor y una culpa que tampoco llegaba a ser culpa y que estaba muy lejos de convertirse en angustia.

—¿Recuerdas que te dije que para hacer de cartera tendrías que pasar por encima de mi cadáver?

Amaranta asintió.

—Quería indicarte que se ha cumplido mi profecía. Quizá mañana puedes pasar por encima de mi cadáver, así que te regalo mi cartera —dijo Avelina.

—No la quiero.

—Bien, entonces se la paso a Eloísa.

Cambiando de opinión, Amaranta atrapó la cartera casi al vuelo y dijo:

—Gracias.

—No me las des. Te vas a llevar una sorpresa como creas que es un trabajo fácil… Te dolerán los pies, no podrás dormir de dolor, y a veces odiarás a todas las reclusas. Verás la locura a tu alrededor, aunque creo que estás preparada Julia y Virtudes se hallaban cuchicheando cuando apareció Zulema con una linterna y el sigilo de una gata. Las nombró a las dos, que se quedaron rígidas, mientras las otras presas respiraban con alivio.

Julia pidió a una de las reclusas un vestido marrón y negro que le gustaba mucho y empezó a ponérselo mientras miraba con inquietud a Virtudes, que parecía otra persona: su euforia había cesado por completo y no tenía fuerzas ni para cambiarse de ropa. En la cárcel se decía que los vestidos prestados daban buena suerte y una compañera le ofreció un traje de chaqueta negro. Virtudes ni siquiera lo miró. Un sudor frío le recorría la cabeza y la espalda impidiéndole despegarse del catre. Apretando los puños, intentaba irrigar su cuerpo de un poco de energía que hiciera menos difícil y humillante aquel momento, pero era inútil. Todo lo que hasta entonces había sido en ella alucinada claridad se había convertido en alucinada oscuridad. Nunca había experimentado un apagón parecido y ni siquiera podía gritar.

—¡No es posible! ¡Pero si aún no ha contestado Franco…!

—Da igual, como nadie les va a pedir responsabilidades… —murmuró una de las presas.

Virtudes se dejó desvestir como si ya estuviese muerta.

Julia intentó animarla, susurrándole que tarde o temprano llegaría el indulto, pero ella no reaccionaba.

Al verla desnuda bajo la luz de su linterna, Zulema tuvo que hacer esfuerzos para que no le temblara la mano. El cuerpo de Virtudes era un suplicio para ella. Su vientre, liso y duro, albergaba un ombligo esculpido con mucha devoción, y sus piernas temblaban mientras Julia hacía cuanto estaba a su alcance para ponerle la falda. Zulema apartó la linterna y salió de la celda.

Virtudes ya estaba vestida cuando, tambaleándose, se giró hacia las otras muchachas y, antes de dirigirse a la capilla, las miró. Nunca su rostro se había parecido tanto a una súplica y, al mismo tiempo, nunca había expresado más arrogancia.

Dicen que quienes la vieron partir con el traje de chaqueta ajustado a su cuerpo adolescente, su cabellera rapada, su cara lívida y sus ojos grandes y negros, sintieron que se iba de allí un ser de una hermosura tan definitiva como quebradiza. Su estupor, su temblor, sus pasos, todo servía, todo se ceñía a su belleza de cristal.

Zulema intentó empujarla para que fuesen más deprisa, pero Julia le lanzó una mirada tan significativa que la funcionaria depuso su actitud y ocultó su mano tras la capa.

Zulema, que había sentido siempre cierta simpatía hacia Julia, decidió no seguir colaborando en aquella ceremonia, la única que la estaba sacando de quicio y que le estaba produciendo asfixia. Un instante antes, había sentido en los ojos de Julia un poder contundente, y que no era exactamente el de la desesperación. En todo caso debía de ser el poder de la indignación llevado a su punto de máxima agudeza, como la nota prolongada de un enervante violín.

Zulema pensaba que en ese momento algo estallaba en la cabeza de la víctima y llegaba al exterior en forma de mirada asesina que luego no podíamos olvidar, pues se trataba de una mirada «hecha para durar», como ella misma decía y como había tenido oportunidad de comprobar.

Esa noche, cuando se dirigía a su despacho, vio a Amaranta mirando con arrobo la cartera de Avelina y se enfureció.

Para Zulema no había posible comparación entre una y otra: Amaranta le parecía un animal negruzco, siempre atento a las debilidades más flagrantes de las demás, y Avelina una belleza oscura como el café, acostumbrada a gustar y quizá por eso de una generosidad imperturbable.

Amaranta seguía observando la cartera y, al pasar junto a ella, Zulema no pudo evitar darle un empujón que la hizo desaparecer en la oscuridad de la celda.

Tino y Suso acababan de llegar al jardín trasero de una casa de dos pisos y bastante destartalada, que se hallaba pegada a la carretera del cementerio.

—¿Así que ésta es la marmolería de tu viejo? —preguntó Tino.

—Ésta es.

—No queda ni una piedra.

—Se las han llevado todas.

—¿Y tu hermana?

—Pasa el día cosiendo en esa habitación —contesta Suso.

—¿Y qué va a hacer si Julián no vuelve?

—Ni idea.

—¿Sigue tan guapa?

—No sabría decirlo. ¿Quieres verla?

—No, otro día.

—¡Soledad! —grita Suso.

Soledad abre la ventana de su cuarto y mira con severidad a los muchachos.

—¿Qué quieres?

—¿Y la cena?

—En la cocina tienes dos patatas y una sardina.

—¿La puedo compartir con Tino?

—Haz lo que quieras —dice, y vuelve a cerrar la ventana.

—¿Qué te parece?

—Una fiera. ¿Por qué las mujeres guapas suelen ser tan bravas?

—No lo sé, Tino, supongo que lo da su naturaleza.

Soledad

El Ruso acababa de llegar a la estación de Atocha en un tren de mercancías y se había deslizado entre los vagones hasta alcanzar la calle.

Amparándose en la sombras, rodeó por detrás el parque del Retiro y a medianoche llegó al arrabal de Las Ventas.

Con la cabeza llena de pensamientos contrariados, torció más tarde hacia la carretera del cementerio, avanzó entre las tapias que rodeaban los eriales y llegó a la marmolería del padre de su novia, que ahora parecía completamente abandonada.

Una de las ventanas, la del cuarto de Soledad, permanecía iluminada. El Ruso arrojó una china contra uno de los cristales. La ventana se abrió y apareció su novia.

—Julián! —exclamó, creyéndose ante un fantasma.

Soledad corrió a abrir la puerta. Se abrazaron como posesos y subieron al cuarto.

—¿Y tu hermano?

—Está durmiendo. Trabaja lo suyo el pobre. Desde que acabó el curso le anda vendiendo mercancía a Basilio el de Cuatro Caminos.

—¿Tan mal estáis?

—No lo sabes bien.

—¿Y tu padre?

—Lo mataron en abril.

—¿Por qué?

Soledad se encogió de hombros.

—Por masón.

—¿Tienes un cigarrillo?

Soledad le pasó un paquete.

—Son de antes de la guerra. Los encontré el otro día en el escritorio de mi padre.

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