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Authors: Michel Houellebecq

Las partículas elementales (34 page)

BOOK: Las partículas elementales
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Michel alquiló un apartamento cerca de Clifden, en la
Sky Road
, en una antigua casa de guardacostas que habían reformado para alquilarla a los turistas. Las habitaciones estaban decoradas con ruecas, lámparas de petróleo y toda clase de objetos antiguos que podían encantarles a los turistas; eso no le molestaba. Sabía que a partir de entonces se sentiría como en un hotel, tanto en la casa como en la vida en general.

No tenía la menor intención de volver a Francia, pero durante las primeras semanas tuvo que viajar a París varias veces para ocuparse de la venta de su apartamento y el traslado de las cuentas. Cogía el vuelo de las 11.50 en Shannon. El avión sobrevolaba el mar, el sol hacía hervir la superficie de las aguas; las olas parecían gusanos que se entrelazaban y se retorcían a enorme distancia. Sabía que bajo aquella gigantesca capa de gusanos, los moluscos engendraban su propia prole; peces de finos dientes devoraban a los moluscos antes de ser devorados por otros peces más grandes. A menudo se dormía y tenía pesadillas. Cuando despertaba, el avión sobrevolaba el campo. Medio dormido, se sorprendía ante su color uniforme. Los campos eran pardos, a veces verdes, pero siempre de tonos apagados. Las afueras de París eran grises. El avión perdía altitud; se hundía despacio, irresistiblemente atraído por esa vida, esa palpitación de millones de vidas.

A partir de mediados de octubre, una niebla espesa que venía directamente del Atlántico cubrió la península de Clifden. Ya se habían ido los últimos turistas. No hacía frío, pero todo estaba bañado en un gris profundo y suave. Djerzinski salía poco. Había llevado consigo tres DVD con más de 40 gigaoctetos de datos. De vez en cuando encendía su ordenador, examinaba una configuración molecular y luego se estiraba sobre la enorme cama, con el paquete de cigarrillos al alcance de la mano. Todavía no había vuelto al centro. Al otro lado de la ventana, las masas de niebla se movían con lentitud.

En torno al 20 de noviembre aclaró el cielo, el tiempo se volvió más frío y más seco. Adoptó la costumbre de dar largos paseos a pie por la carretera de la costa. Pasaba Gortrumnagh y Knockavally y solía llegar hasta Claddaghduff, a veces hasta Aughrus Point. Allí estaba en el punto más occidental de Europa, el extremo del mundo occidental. Ante él se extendía el océano Atlántico; cuatro mil kilómetros de océano le separaban de América.

Según Hubczejak, hay que considerar esos dos o tres meses de reflexión solitaria durante los cuales Djerzinski no hizo nada, no preparó ningún experimento, ni programó ningún cálculo, como un período clave en el que estableció los principales elementos de su reflexión ulterior. De todas formas, para el conjunto de la humanidad occidental, los últimos meses de 1999 fueron una época extraña, marcada por una singular espera; una época de sorda rumia.

El 31 de diciembre de 1999 cayó en viernes. En la clínica de Verrières-le-Buisson, donde Bruno iba a pasar el resto de sus días, hubo una pequeña fiesta que reunió a los enfermos y al personal a su cargo. Bebieron champán y comieron patatas fritas con paprika. Más tarde, Bruno bailó con una enfermera. No era desgraciado; los medicamentos hacían efecto, y el deseo había muerto en él. Le gustaban las meriendas, los deportes televisados que veía con los demás antes de sentarse a cenar. Ya no esperaba nada del transcurso de los días, y pasó bien la última velada del segundo milenio.

En los cementerios del mundo entero, los seres humanos recientemente fallecidos seguían pudriéndose en sus tumbas, transformándose poco a poco en esqueletos.

Michel pasó la noche en casa. Estaba demasiado lejos del pueblo como para oír los ecos de la fiesta. Evocó varias veces imágenes de Annabelle, dulces y serenas; y también recordó a su abuela.

Recordó que a los trece o catorce años compraba linternas, pequeños objetos mecánicos que desmontaba y montaba sin parar. También recordó un avión a motor que le había regalado su abuela y que nunca consiguió hacer despegar. Era un bonito avión, con camuflaje de color caqui; al final se quedó en la caja. Atravesada por corrientes de conciencia, su vida tenía, sin embargo, algunos rasgos individuales. Hay seres, hay pensamientos. Los pensamientos no ocupan espacio. Los seres ocupan una porción de espacio; podemos verlos. Su imagen se forma en el cristalino, atraviesa el humor coroides, choca con la retina. Solo en la casa desierta, Michel asistió a un modesto desfile de recuerdos. Una sola certeza le invadió poco a poco a lo largo de la noche: pronto se sentiría capaz de empezar a trabajar.

En toda la superficie del planeta una humanidad cansada, agotada, llena de dudas sobre sí misma y sobre su propia historia, se disponía, mal que bien, a entrar en un nuevo milenio.

7

Algunos dicen:

«La civilización que hemos construido todavía es frágil, acabamos de salir de la noche.

Todavía vemos la imagen hostil de esos siglos de infortunio;

¿no sería mejor olvidarlos para siempre?»

El narrador se levanta y recuerda

con ecuanimidad, pero con firmeza,

que ha tenido lugar una revolución metafísica.

Igual que los cristianos podían imaginarse las civilizaciones antiguas, podían hacerse una idea completa de las civilizaciones antiguas sin que los atormentara la duda, o la necesidad de revisión,

porque habían superado una fase,

habían subido un tramo de escalera,

habían atravesado un punto de ruptura;

igual que los hombres de la época materialista podían asistir a la repetición de las ceremonias rituales cristianas,

sin entenderlas ni verlas realmente, igual que no podían leer ni releer las obras de su antigua cultura cristiana sin apartarse de una perspectiva casi antropológica,

Incapaces de comprender esas discusiones sobre los grados del pecado y de la gracia que habían agitado a sus antepasados;

Nosotros podemos, de la misma manera, escuchar esta historia de la época materialista

como un viejo cuento humano.

Es una historia triste, y sin embargo no nos sentiremos realmente tristes

porque nos parecemos demasiado a esos hombres.

Nacidos de su carne y de sus deseos, hemos rechazado

sus categorías y sus adhesiones;

no experimentamos sus alegrías, tampoco sus penas,

hemos apartado

con indiferencia

y sin ningún esfuerzo

su universo de muerte.

Ahora podemos rescatar del olvido

esos siglos de dolor que son nuestra herencia,

ha habido una especie de segundo reparto

y tenemos derecho a vivir nuestra vida.

Entre 1905 y 1915, trabajando prácticamente solo, con unos conocimientos matemáticos limitados, Albert Einstein consiguió elaborar, a partir de la primera hipótesis que constituyó la teoría restringida de la relatividad, una teoría general de la gravitación, el espacio y el tiempo que ejerció una influencia decisiva en la evolución posterior de la astrofísica. Este esfuerzo arriesgado, solitario, que se llevó a cabo, como dijo Hilbert, «por el honor del espíritu humano», en unos campos sin utilidad práctica aparente e inaccesibles en su época para la comunidad científica, se puede comparar a los trabajos de Cantor para establecer una tipología del infinito en acción, o a los esfuerzos de Gottlob Frege por redefinir los fundamentos de la lógica. También puede compararse, señala Hubczejak en su introducción a las
Clifden Notes
, a la solitaria actividad intelectual de Djerzinski en Clifden, entre el 2000 y el 2009, más aún porque Djerzinski, como Einstein, no tenía conocimientos matemáticos suficientes para desarrollar sus hipótesis sobre una base realmente rigurosa.

Topología de la meiosis
, su primera publicación, apareció en el 2002 y tuvo una repercusión considerable. Establecía, basándose por primera vez en argumentos termodinámicos irrefutables, que la separación cromosómica que tenía lugar en la meiosis para dar lugar a los gametos haploides era, en sí misma, una fuente de inestabilidad estructural; en otras palabras, que cualquier especie sexuada era necesariamente mortal.

Tres conjeturas de topología en los espacios de Hilbert
, que apareció en el 2004, causó sorpresa. Se ha visto como reacción contra la dinámica del continuo, como un intento -con resonancias curiosamente platónicas- de redefinir un álgebra de las formas. Sin dejar de reconocer el interés de las conjeturas planteadas, a los matemáticos profesionales les resultó fácil señalar la carencia de rigor en las proposiciones, el carácter un poco anacrónico del enfoque. De hecho, Hubczejak está de acuerdo en que en aquella época Djerzinski no tenía acceso a las últimas publicaciones matemáticas, e incluso daba la impresión de que no le interesaban demasiado. En realidad, disponemos de muy pocos testimonios de su actividad entre los años 2004 y 2007. Iba regularmente al centro de Galway, pero sus relaciones con los experimentadores eran puramente técnicas, funcionales. Había estudiado los rudimentos del ensamblador Cray, con lo que solía ahorrarse tener que recurrir a los programadores. Sólo Walcott parece haber mantenido con él una relación un poco más personal. El también vivía cerca de Clifden, y a veces iba a visitar a Djerzinski por las tardes. Según cuenta, Djerzinski citaba a menudo a Auguste Comte, sobre todo las cartas a Clotilde de Vaux y la
Síntesis subjetiva
, la última obra, inacabada, del filósofo. Podíamos considerar a Comte el verdadero fundador del positivismo, incluso en lo que respecta al método científico. Para él, ninguna metafísica u ontología concebible en su época lograba sostenerse. Es muy posible, señalaba Djerzinski, que si Comte hubiera estado en la misma situación intelectual que Niels Bohr entre 1924 y 1927, hubiera mantenido su actitud de positivista intransigente y se hubiera unido a la escuela de Copenhague. No obstante, la insistencia del filósofo francés en la realidad de los estados sociales frente a la ficción de las existencias individuales, su interés constantemente renovado por los procesos históricos y las corrientes de pensamiento, y sobre todo su sentimentalismo exacerbado, hacían pensar que tal vez no se habría mostrado hostil a un proyecto de reforma ontológica más reciente que había cobrado consistencia gracias a los trabajos de Zurek, Zeh y Hardcastle: la sustitución de una ontología de los objetos por una ontología de los estados. En efecto, sólo una ontología de los estados era capaz de restaurar la posibilidad práctica de las relaciones humanas. En una ontología de los estados las partículas eran indiscernibles, y uno debía limitarse a calificarlas mediante un
número
observable. Las únicas entidades susceptibles de volver a ser identificadas y nombradas en una ontología semejante eran las funciones de onda, y a través de ellas los vectores de estado; de ahí la posibilidad analógica de dar un nuevo sentido a la fraternidad, la simpatía y el amor.

Iban por la carretera de Ballyconneely; el océano resplandecía a sus pies. A lo lejos, en el horizonte, el sol se ponía sobre el Atlántico. Walcott tenía cada vez más a menudo la impresión de que las ideas de Djerzinski se extraviaban por caminos inciertos, incluso místicos. Él seguía siendo partidario de un instrumentalismo radical; educado en una tradición pragmática anglosajona, influido también por los trabajos del círculo de Viena, sospechaba ligeramente de la obra de Comte, demasiado romántica para él. Subrayaba que, al contrario que el materialismo, al que había sustituido, el positivismo podía fundar un nuevo humanismo, cosa que no había ocurrido antes (porque en el fondo el materialismo era incompatible con el humanismo, y acabaría destruyéndolo). Sin embargo, el materialismo había tenido su importancia histórica; había que salvar un primer obstáculo, que era Dios; algunos hombres lo habían hecho, sumiéndose en la angustia y la duda. Pero también se había salvado un segundo obstáculo, y eso había ocurrido en Copenhague. Ya no necesitaban a Dios, ni la idea de una realidad subyacente. «Hay percepciones humanas», decía Walcott, «testimonios humanos, experiencias humanas; existe la razón que relaciona esas percepciones, y la emoción que les da vida. Esto se desarrolla en ausencia de cualquier metafísica u ontología. Ya no necesitamos la idea de Dios, la de naturaleza o la de realidad. En la comunidad de los observadores puede establecerse un acuerdo sobre el resultado de los experimentos gracias a una intersubjetividad racional; los experimentos se relacionan mediante teorías que deben satisfacer tanto como sea posible el principio de economía y que deben ser necesariamente refutables. Hay un mundo percibido, un mundo sentido, un mundo humano.»

Djerzinski era consciente de que su posición era inatacable: ¿era la necesidad de ontología una enfermedad infantil del espíritu humano? A finales del 2005, con ocasión de un viaje a Dublin, descubrió el
Book of Kells
. Hubczéjak no duda en afirmar que el encuentro con este manuscrito iluminado, de una complejidad formal inaudita, probablemente obra de monjes irlandeses del siglo VII de nuestra era, fue un momento decisivo en la evolución de su pensamiento, y que fue probablemente la prolongada contemplación de esta obra lo que le permitió, con ayuda de una serie de intuiciones que en retrospectiva nos parecen milagrosas, superar la complejidad de los cálculos de estabilidad energética en el seno de las macromoléculas con las que se enfrentaba en biología. Sin suscribir forzosamente todas las afirmaciones de Hubczejak, hay que reconocer que el
Book of Kells
ha suscitado a lo largo de los siglos la admiración casi extática de sus comentadores. Por ejemplo, podemos citar la descripción que Giraldus Cambrensis da de él en 1185:

«Este libro contiene la concordada de los cuatro Evangelios según el texto de San Jerónimo, y casi tantos dibujos como páginas, todas adornadas con cobres maravillosos. En una podemos contemplar el rostro de la majestad divina, milagrosamente dibujado; en otra las representaciones místicas r de los evangelistas, uno con seis alas, otro con cuatro, otro con dos. Vemos el águila o el toro, el rostro de un hombre o la cara de un león, y otros dibujos casi innumerables. Si uno los mira con negligencia, podría pensar que no son más que garabatos, y no cuidadas composiciones. No verá en ellos ninguna sutileza, cuando todo en ellos es sutil. Pero si se toma el trabajo de observarlos con atención, de penetrar con la mirada los secretos del arte, descubrirá tales complejidades, tan delicadas y sutiles, tan estrechamente apretadas, entrelazadas y anudadas junta, y de colores tan frescos y luminosos, que tendrá que declarar sin ambages que todas estas cosas no son obra de hombres, sino de ángeles.»

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