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Authors: Michel Houellebecq

Las partículas elementales (29 page)

El domingo le tomaron una muestra de médula ósea; Bruno regresó a las seis. Ya era de noche, una lluvia fina y fría caía sobre el Sena.

Christiane estaba sentada en la cama, con la espalda apoyada en un montón de almohadas. Sonrió al verle. El diagnóstico era simple: la necrosis de sus vértebras coccígeas había alcanzado un punto irremediable. Ella lo esperaba desde hacía varios meses, podía ocurrir de un momento a otro; los medicamentos habían frenado la evolución, sin detenerla. La situación ya no iba a cambiar, no había que temer ninguna complicación; pero sus piernas se quedarían definitivamente paralizadas.

Salió del hospital diez días después; Bruno estaba allí. Ahora la situación era diferente; la vida se caracteriza por grandes zonas de confuso aburrimiento, la mayor parte del tiempo es especialmente triste; y de pronto aparece una bifurcación, y resulta que es definitiva. En adelante, Christiane recibiría una pensión de invalidez, no tendría que volver a trabajar; incluso tenía derecho a disponer de servicio doméstico gratuito. Ella hizo rodar su silla hacia Bruno; todavía era torpe, había que hacer fuerza al arrancar, y ella no tenía fuerza en los antebrazos. Él la besó en las mejillas, y luego en los labios. «Ahora», dijo él, «puedes venirte a vivir a mi casa. A París.» Ella alzó la cara hacia él, le miró a los ojos; él no consiguió sostenerle la mirada. «¿Estás seguro?», preguntó con dulzura. «¿Estás seguro de que es eso lo que quieres?» El no contestó; al menos, tardó en contestar. Después de treinta segundos de silencio, ella añadió: «No te sientas obligado. Te queda un poco de tiempo para vivir; no estás obligado a pasártelo cuidando a una inválida.» Los elementos de la conciencia contemporánea ya no están adaptados a nuestra condición mortal. Nunca, en ninguna época y en ninguna otra civilización, se ha pensado tanto y tan constantemente en la edad; la gente tiene en la cabeza una idea muy simple del futuro: llegará un momento en que la suma de los placeres físicos que uno puede esperar de la vida sea inferior a la suma de los dolores (uno siente, en el fondo de sí mismo, el giro del contador; y el contador siempre gira en el mismo sentido). Este examen racional de placeres y dolores, que cada cual se ve empujado a hacer tarde o temprano, conduce inexorablemente a partir de cierta edad al suicidio. Es divertido observar que Deleuze y Debord, dos respetados intelectuales de fin de siglo, se suicidaron sin motivos concretos, sólo porque no soportaban la perspectiva de su propia decadencia física. Estos suicidios no despertaron ningún asombro, no provocaron ningún comentario; en general, los suicidios de la gente mayor, que son los más frecuentes, nos parecen hoy en día perfectamente lógicos. Como rasgo sintomático, también podemos señalar la reacción del público frente a la perspectiva de un atentado terrorista: en la casi totalidad de los casos la gente preferiría morir en el acto antes que verse mutilada, o incluso desfigurada. En parte, claro, porque todos están un poco hartos de la vida; pero sobre todo porque nada, ni siquiera la muerte, les parece tan terrible como vivir en un cuerpo menoscabado.

Se desvió a la altura de La Chapelle-en-Serval. Lo más fácil habría sido estamparse contra un árbol al atravesar el bosque de Compiègne. Había dudado unos segundos de más; pobre Christiane. También había dudado unos días de más antes de llamarla; sabía que estaba sola en el apartamento con su hijo; la imaginaba en la silla de ruedas, cerca del teléfono. Nada le obligaba a cuidar a una inválida, eso había dicho ella, y él sabía que había muerto sin odio. Habían encontrado la silla de ruedas, desarticulada, junto a los buzones, al final del último tramo de escaleras. Christiane tenía la cara tumefacta y el cuello roto. Bruno era la persona a la que había que «avisar en caso de accidente»; había muerto mientras la trasladaban al hospital.

El complejo funerario estaba en las afueras de Noyon, en la carretera de Chauny; había que girar justo después de Baboeuf. Dos empleados en mono de trabajo le esperaban en una construcción prefabricada de color blanco, demasiado caliente, con muchos radiadores, un poco parecida al aula de un liceo técnico. Las ventanas daban a los edificios bajos y modernos de una zona semirresidencial. El féretro, todavía abierto, estaba sobre una mesa de caballete. Bruno se acercó, vio el cuerpo de Christiane y sintió que se desplomaba; su cabeza golpeó con violencia el suelo. Los empleados le ayudaron a levantarse con cuidado. «¡Llore! ¡Hay que llorar!…», le conminó el mayor con voz urgente. Él sacudió la cabeza; sabía que no lo lograría. El cuerpo de Christiane ya no podría amar, ya no había ningún destino posible para ese cuerpo y toda la culpa era suya. Esta vez todas las cartas estaban sobre la mesa, ya no había otro reparto, y la mano acababa en un fracaso definitivo. No había sido más capaz de amar que sus padres antes que él. En un estado de extraño desapego sensorial, como si flotara a varios centímetros sobre el suelo, vio a los empleados asegurar la tapa del féretro con ayuda de una taladradora atornilladora. Los siguió hasta el «muro de silencio», una pared de cemento gris, de tres metros de altura, donde se superponían los nichos funerarios; más o menos la mitad estaban vacíos. El empleado de más edad consultó su hoja de instrucciones, se dirigió al nicho 632; su colega empujaba el féretro sobre una carretilla. El aire era húmedo y frío, incluso había empezado a llover. El nicho 632 estaba a media altura, aproximadamente a un metro y medio del suelo. Con un movimiento fácil y eficaz que sólo duró unos segundos, los empleados levantaron el féretro y lo deslizaron en el nicho. Con una pistola neumática infiltraron un poco de cemento de secado ultrarrápido en el intersticio; luego el empleado de más edad le pidió a Bruno que firmara el registro. Al irse le dijo que podía quedarse allí un rato, si lo deseaba.

Bruno regresó por la autopista A1 y llegó al periférico a las once. Había pedido un día libre, no sospechaba que la ceremonia pudiera ser tan breve. Salió por la Porte de Châtillon y encontró aparcamiento en la rue Albert Sorel, justo delante del apartamento de su ex mujer. No tuvo que esperar mucho tiempo; diez minutos después apareció su hijo desde la avenida Ernest Reyer con una cartera a la espalda. Parecía preocupado, y hablaba solo mientras andaba. ¿En qué estaría pensando? Anne le había dicho que era un chico bastante solitario; en lugar de comer en el colegio con los demás, prefería volver a casa, calentar el plato que ella le dejaba al irse por la mañana. ¿Habría sufrido por su ausencia? Probablemente, pero no había dicho nada. Los niños soportan el mundo que los adultos han construido para ellos, intentan adaptarse a él lo mejor que pueden; lo más normal es que al final lo reproduzcan. Victor llegó a la puerta, marcó el código; estaba a unos metros del coche, pero no lo veía. Bruno puso la mano en la manilla de la portezuela, se enderezó. La puerta del edificio se cerró tras el niño; Bruno se quedó quieto unos segundos, y luego se hundió pesadamente en el asiento. ¿Qué podía decirle a su hijo?, ¿qué mensaje podía transmitirle? Nada. No había nada. Sabía que su vida había acabado, pero no entendía el final. Todo era sombrío, doloroso y confuso.

Arrancó y se metió en la autopista del Sur. Tras la salida de Antony, se desvió hacia Vauhallan. La clínica psiquiátrica del Ministerio de Educación estaba un poco más allá de Verrières-le-Buisson, justo al lado del bosque de Verrières; se acordaba muy bien del parque. Aparcó en la rue Victor Considérant, recorrió a pie los pocos metros que le separaban de la verja. Reconoció al enfermero de guardia. Dijo: «He vuelto.»

22

SAORGE TÉRMINO

La comunicación publicitaria, demasiado centrada en la seducción del mercado joven, se ha extraviado a menudo en estrategias en las que la condescendencia rivaliza con la caricatura y la ridiculez. Para paliar el déficit de escucha inherente a nuestro tipo de sociedad, hay que conseguir que cada uno de nuestros colaboradores de ventas sea un «embajador» para los mayores.

CORINNE MÉGY,
La verdadera cara de los mayores

Quizá todo tenía que acabar así; puede que no hubiera ningún otro método, ninguna otra salida. Quizá había que desentrañar la maraña, cumplir lo que estaba esbozado. Así pues, Djerzinski tenía que ir a ese lugar llamado Saorge, a 44° de latitud norte y 7° 30’ de longitud este; a ese lugar de una altitud ligeramente superior a 500 metros. En Niza se alojó en el hotel Windsor, un hotel de semilujo con un ambiente bastante insoportable y una habitación decorada por el mediocre artista Philippe Perrin. Al día siguiente cogió el tren Niza-Tende, famoso por la belleza del recorrido. El tren atravesó la periferia norte de Niza, con sus viviendas de protección oficial para árabes, sus carteles publicitarios del Minitel rosa y su 60% de votos al Frente Nacional. Tras la estación de Peillon-Saint-Thècle, entró en un túnel; al salir, bajo una luz deslumbrante, Michel vio a su derecha la alucinante silueta de la ciudad colgante de Peillon. Estaban atravesando lo que se daba en llamar la Niza de tierra adentro; había gente que viajaba desde Chicago o Denver para contemplar la belleza de la Niza de tierra adentro. Después se metieron en las gargantas del Roya. Djerzinski se bajó en la estación de Fanton-Saorge; no llevaba equipaje; estaban a finales de mayo. Se bajó en la estación de Fanton-Saorge y caminó cerca de una hora. A medio camino tuvo que atravesar un túnel; no había el menor tráfico.

Según la
Guía del trotamundos
que había comprado en el aeropuerto de Orly, el pueblo de Saorge, con sus altas casas escalonadas en gradas que dominaban el valle desde una vertiginosa caída a pico, tenía «algo de tibetano»; era muy posible. En cualquier caso, allí era donde Janine, su madre, que se había cambiado el nombre por Jane, había decidido morir después de haber pasado cinco años en Goa, en la parte occidental de la península india.

—Bueno, decidió venir aquí, no morirse -corrigió Bruno-. Parece que la vieja puta se convirtió al islam a través de la mística suri o una chorrada por el estilo. Se instaló con una pandilla de enrollados que viven en una casa abandonada en las afueras del pueblo. Con eso de que los periódicos ya no hablan de ellos, la gente se cree que los enrollados y los
hippies
han desaparecido. Pero no, cada vez abundan más, con el paro han aumentado muchísimo, puede decirse que pululan. He hecho una pequeña investigación por mi cuenta… -Bajó la voz-. El truco es que se hacen llamar neorrurales, pero en realidad no dan golpe, se conforman con el subsidio mínimo y una falsa subvención para la agricultura de montaña. Meneó la cabeza con aire astuto, vació su vaso de un trago y pidió otro. Había quedado con Michel en
Chez Gilou
, el único café del pueblo. Con sus postales guarras, sus fotos de truchas enmarcadas y su cartel de «Petanca en Saorge» (cuyo comité organizador tenía catorce miembros), el sitio evocaba de maravilla el ambiente
Caza-Pesca-Naturaleza-Tradición
, en las antípodas del movimiento neo Woodstock que vituperaba Bruno. Con mucho cuidado, éste sacó de su cartera una octavilla titulada «¡SOLIDARIDAD CON LAS OVEJAS DE LA BRIGUE!». — Lo he escrito esta noche… -dijo en voz baja-. Hablé con los ganaderos ayer por la tarde. Ya no saben cómo arreglárselas, están furiosos, les han diezmado literalmente las ovejas. La culpa la tienen los ecologistas y el Parque Nacional de Mercantour. Han vuelto a introducir lobos, hordas de lobos. ¡Y se comen a las ovejas! Su voz subió de repente y estalló en sollozos. En su mensaje a Michel, Bruno decía que vivía otra vez en la clínica psiquiátrica de Verrières-le-Buisson, de forma «seguramente definitiva». Parecía que le habían dejado salir para la ocasión.

—Así que nuestra madre se está muriendo… -interrumpió Michel, que quería volver a los hechos.

—¡Absolutamente! Pasa lo mismo en Cap d’Agde, parece que han prohibido al público la zona de dunas. Tomaron la decisión presionados por la Sociedad de Protección del Litoral, que está completamente en manos de los ecologistas. La gente no le hacía daño a nadie, follaban de lo más tranquilos; pero parece que eso les molesta a las golondrinas de mar, que son una variedad de pajarito. ¡A la mierda los pajaritos! — se animó Bruno-. No quieren que follemos ni que comamos queso de oveja, son unos nazis. Y los socialistas son sus cómplices. Están contra las ovejas porque las ovejas son de derechas, y los lobos son de izquierdas; pero los lobos se parecen a los pastores alemanes, que son de extrema derecha. ¿De quién nos vamos a fiar? Sacudió la cabeza, lúgubre, y luego preguntó de repente:

—¿En qué hotel te quedaste en Niza?

—En el Windsor.

—¿Y por qué el Windsor? — Bruno empezó a irritarse otra vez-. ¿Ahora te gusta el lujo? Pero ¿qué te ha dado? — Recalcaba las frases con creciente energía-. ¡Yo soy fiel a los hoteles Mercure! ¿Te has tomado por lo menos la molestia de informarte? ¿Sabías que el hotel Mercure «Bahía de los Ángeles» tiene un sistema de tarifas decrecientes según la estación? ¡En período azul la habitación está a 330 francos! ¡El precio de un dos estrellas! ¡Con comodidades de tres estrellas, vistas al Paseo de los Ingleses y
room service
las veinticuatro horas! Bruno estaba casi gritando. A pesar de la conducta un tanto extravagante de su cliente, el patrón de
Chez Gilou
(¿se llamaría Gilou? Podía ser) escuchaba con atención. Las historias de dinero y de relación calidad-precio siempre interesan mucho a los hombres, es un rasgo característico en ellos.

—¡Ah, ahí está Ducon!
[7]
— dijo Bruno con un tono de lo más alegre, completamente cambiado, señalando a un joven que acababa de entrar en el café. Podía tener unos veintidós años. Llevaba un mono militar y una camiseta de
Greenpeace
, tenía la piel mate y el pelo trenzado, en resumen, seguía la moda
rasta
. — Hola, Ducon -dijo Bruno con entusiasmo-. Te presento a mi hermano. ¿Vamos a ver a la vieja? El otro asintió sin decir palabra; por uno u otro motivo, parecía haber decidido no responder a las provocaciones.

El camino salía del pueblo y subía una cuesta suave, siguiendo el flanco de la montaña, en dirección a Italia. Tras una colina alta llegaron a un valle muy ancho, de lindes boscosas; la frontera sólo estaba a una decena de kilómetros. Hacia el este se veían algunas cimas nevadas. El paisaje, completamente deshabitado, daba una impresión de amplitud y serenidad.

—Ha pasado el médico otra vez -dijo el Hippie Negro-. No pueden moverla, y de todos modos ya no hay nada que hacer. Es la ley de la naturaleza… -añadió muy serio.

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