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Authors: Michel Houellebecq

Las partículas elementales (27 page)

El teniente de alcalde le explicó que la cosa empezó con la inauguración de Eurodisney, y sobre todo con la prolongación del RER
[6]
hasta Marne-la-Vallée. Muchos parisinos habían decidido irse a vivir allí; el precio de los terrenos casi se había triplicado, los últimos agricultores habían vendido sus granjas. Ahora tenían un gimnasio, un polideportivo, dos piscinas. Algunos problemas de delincuencia, pero no más que en cualquier otro sitio.

Sin embargo, mientras se dirigía al cementerio bordeando las casas antiguas y los canales intactos, Michel experimentó ese sentimiento ambiguo y triste que aparece cuando uno vuelve a pisar los lugares de su infancia. Atravesó el camino de ronda y se encontró frente al molino. El banco en que a Annabelle y a él les gustaba sentarse al salir de clase seguía allí. Grandes peces nadaban a contracorriente en las aguas oscuras. El sol apareció fugazmente entre dos nubes.

El hombre esperaba a Michel junto a la entrada del cementerio. —Usted es el... — Sí. ¿Cuál era la palabra moderna para «sepulturero»? Llevaba en las manos una pala y una bolsa grande de plástico negro. Michel le siguió. —No tiene por qué mirar... —gruñó el hombre, acercándose a la tumba abierta.

La muerte es difícil de entender; el ser humano se resigna siempre de mala gana a hacerse una idea exacta de ella. Michel había visto el cadáver de su abuela veinte años antes, la había besado por última vez. Sin embargo, desde la primera ojeada le sorprendió lo que descubrió en la excavación. Habían enterrado a su abuela en un ataúd; no obstante, en la tierra recién removida sólo quedaban astillas, alguna plancha podrida, cosas blancas más indistintas. Cuando fue consciente de lo que tenía ante los ojos volvió rápidamente la cabeza, obligándose a mirar en la dirección opuesta; pero era demasiado tarde. Había visto el cráneo sucio de tierra, con las órbitas vacías, del que colgaba una melena blanca. Había visto las vértebras desparramadas, mezcladas con la tierra. Había comprendido.

Mientras seguía metiendo los restos en la bolsa de plástico, el hombre le echó una mirada a Michel, postrado a su lado. —Siempre igual... —gruñó—. No pueden evitarlo, tienen que mirar. ¡Un ataúd no dura veinte años! —Había una especie de cólera en su voz. Michel se quedó a unos pasos de distancia mientras el hombre trasladaba el contenido de la bolsa al nuevo emplazamiento. Cuando éste acabó, se enderezó y se acercó. —¿Se encuentra bien? —preguntó. Michel asintió—. La lápida la trasladarán mañana. Tiene que firmarme el registro.

De modo que era así. Al cabo de veinte años era así. Huesos mezclados con tierra; y la masa de cabellos blancos, increíblemente numerososy vivientes. Volvió a ver a su abuela bordando delante del televisor, andando hacia la cocina. Era así. Al pasar delante del Bar des Sports, se dio cuenta de que estaba temblando. Entró y pidió un
pastis
. Al sentarse, tomó conciencia de que la decoración era muy diferente de la que recordaba. Había un billar americano, máquinas de videojuegos, una televisión con el canal MTV, que estaba emitiendo vídeos musicales. Había una portada de
Newlook
en la pared, a modo de cartel publicitario; los titulares hablaban de las fantasías de Zara Whites y el gran tiburón blanco de Australia. Poco a poco se quedó ligeramente adormilado.

Fue Annabelle la que le reconoció primero. Acababa de pagar un paquete de tabaco y se dirigía a la salida cuando le vio hundido en la banqueta. Dudó dos o tres segundos y luego se acercó. El alzó los ojos. «Qué sorpresa...», dijo ella en voz baja; después se sentó frente a él. Apenas había cambiado. Seguía teniendo la cara increíblemente lisa y pura, el pelo seguía siendo de un rubio luminoso; parecía imposible que tuviera cuarenta años, aparentaba como máximo veintisiete o veintiocho.

Estaba en Crécy por motivos semejantes a los suyos. —Mi padre murió hace una semana —dijo—. Un cáncer de intestino. Fue largo, penoso y terriblemente doloroso. Me quedé un poco para ayudar a mamá. Pero vivo en París..., como tú.

Michel bajó los ojos, hubo un momento de silencio. En la mesa de al lado dos jóvenes hablaban de karate.

—Vi a Bruno por casualidad hace tres años en un aeropuerto. Me dijo que eras investigador, un hombre importante y conocido en tu medio. También me dijo que no te habías casado. Lo mío es menos brillante, soy bibliotecaria en una biblioteca municipal. Tampoco me he casado. He pensado en ti muchas veces. Te odié cuando no contestaste a mis cartas. Hace veintitrés años, pero a veces todavía me acuerdo. Ella le acompañó a la estación. Caía la noche, eran casi las seis. Se detuvieron en el puente que cruzaba el Grand Morin. Había plantas acuáticas, castaños y sauces; el agua era verde y tranquila. A Corot le gustaba ese paisaje, lo había pintado muchas veces. Un viejo inmóvil en su jardín parecía un espantapájaros. —Ahora estamos en el mismo punto —dijo Annabelle—. A la misma distancia de la muerte. Se subió al estribo para besar a Michel en las mejillas justo antes de que arrancara el tren. «Volveremos a vernos», dijo él. Ella contestó: «Sí.»

Annabelle le invitó a cenar el sábado siguiente. Vivía en un pequeño estudio en la rue Legendre. El espacio estaba escrupulosamente calculado, pero reinaba una atmósfera cálida; el techo y las paredes estaban revestidos de madera oscura, como en la cabina de un barco. —Vivo aquí desde hace ocho años —dijo ella—. Me mudé cuando aprobé las oposiciones a la biblioteca. Antes trabajaba en la primera cadena de televisión, en el servicio de coproducciones. Estaba harta, no me gustaba el medio. Al cambiar de trabajo me quedé con la tercera parte de sueldo, pero es mejor. Estoy en la biblioteca municipal del distrito XVII, en la sección infantil.

Había hecho curry de cordero y lentejas indias. Michel habló poco durante la cena. Le preguntó a Annabelle cosas sobre su familia. Su hermano mayor se había hecho cargo de la empresa paterna. Se había casado, había tenido tres hijos; un niño y dos niñas. Por desgracia, la empresa tenía problemas, la competencia en el campo de la óptica de precisión se había vuelto muy dura, había tenido que declararse en quiebra varias veces; se consolaba bebiendo
pastis
y votando a Le Pen. Su hermano pequeño había entrado en la sección de marketing de L'Oreal; hacía poco que le habían destinado a Estados Unidos como jefe de la sección de marketing en Norteamérica; le veían bastante poco. Estaba divorciado y no tenía hijos. Dos destinos diferentes, pero casi igualmente sintomáticos.

—No he tenido una vida feliz —dijo Annabelle—. Creo que le concedía demasiada importancia al amor. Me entregaba con demasiada facilidad, los hombres me dejaban tirada en cuanto conseguían lo que querían, y yo lo pasaba mal. Los hombres no hacen el amor porque estén enamorados, sino porque están excitados; me hicieron falta años para comprender un hecho tan obvio y tan simple. Toda la gente que me rodeaba vivía así, me movía en un medio liberado; pero no sentía el menor placer provocando o seduciendo. Hasta la sexualidad terminó asqueándome; ya no soportaba sus sonrisas de triunfo cuando me quitaba el vestido, sus caras de idiota cuando se corrían, y menos aún sus groserías una vez acabado el acto. Eran despreciables, pusilánimes y pretenciosos. Al final resulta penoso que te consideren ganado intercambiable, aunque a mí me considerasen una buena pieza por ser estéticamente irreprochable y se sintieran orgullosos de llevarme a un restaurante. Sólo una vez creí que la cosa iba en serio y me fui a vivir con un tipo. Era actor, tenía un físico muy interesante, pero no conseguía abrirse camino; y era sobre todo yo la que pagaba las facturas del apartamento. Vivimos dos años juntos, me quedé embarazada. Él me pidió que abortara. Lo hice, pero al volver del hospital supe que se había acabado todo. Me separé de él esa misma noche y me instalé durante cierto tiempo en un hotel. Tenía treinta años, era mi segundo aborto y estaba completamente harta. Era en 1988, todo el mundo empezaba a ser consciente de los peligros del sida; yo lo viví como una liberación. Me había acostado con docenas de hombres y ninguno merecía que lo recordase. Hoy pensamos que hay una época de la vida en la que uno sale y se divierte; después aparece la imagen de la muerte. Todos los hombres que he conocido tenían terror a envejecer, no paraban de pensar en su edad. Esa obsesión por la edad empieza muy pronto, la he visto en gente de veinticinco años, y luego no hace más que empeorar. Decidí parar, dejar el juego. Llevo una vida tranquila, sin alegría. Por las noches leo, me hago infusiones, bebidas calientes. Todos los fines de semana voy a casa de mis padres, paso mucho tiempo con mi sobrino y mis sobrinas. Cierto que necesito un hombre, que a veces tengo miedo de noche y que me cuesta trabajo dormirme. Están los tranquilizantes, los somníferos; pero eso no basta del todo. En realidad, me gustaría que la vida pasara muy deprisa.

Michel guardó silencio; no estaba sorprendido. La mayoría de las mujeres tienen una adolescencia exaltada, se interesan mucho por los chicos y el sexo; poco a poco se cansan, tienen cada vez menos ganas de abrir las piernas, de curvar la espalda y presentar el culo; buscan una relación tierna que no encuentran, una pasión que ya no son realmente capaces de sentir; entonces empiezan para ellas los años difíciles.

Una vez abierto, el sofá cama ocupaba casi todo el espacio disponible. —Es la primera vez que lo utilizo —dijo ella. Se acostaron uno junto al otro, y se abrazaron. —Hace mucho tiempo que no tomo anticonceptivos, y no tengo preservativos en casa. ¿Tienes tú? —No... —La idea le hizo sonreír. —¿Quieres que te lo haga con la boca?

Él lo pensó un momento y al final dijo que sí. Era agradable, pero el placer no era muy intenso (en el fondo nunca lo había sido; el placer sexual, tan agudo para algunos, para otros es moderado y casi insignificante; ¿es una cuestión de educación, de conexiones neuronales o de qué?). Esta felación era, sobre todo, conmovedora: era el símbolo del reencuentro y de su destino interrumpido. Pero luego fue maravilloso abrazar a Annabelle cuando se dio la vuelta para dormir. Tenía un cuerpo flexible y suave, tibio e indefinidamente liso; una cintura muy fina, caderas anchas, senos pequeños y firmes. El deslizó una pierna entre las de ella, puso las manos en su vientre y en sus senos; en aquella dulzura, aquella calidez, se sentía al principio del mundo. Se durmió casi inmediatamente.

Lo primero que vio fue a un hombre, una zona vestida del espacio; sólo su cara estaba al descubierto. En el centro de la cara brillaban los ojos; la expresión era difícil de descifrar. Frente a él había un espejo. Al mirar por primera vez en el espejo, el hombre había tenido la impresión de caer al vacío. Pero se había sentado y había considerado su imagen en sí misma, como una forma mental independiente, comunicable a los demás; al cabo de un minuto, sintió una indiferencia relativa. Pero si volvía la cabeza unos segundos, tenía que empezar de cero; tenía que destruir otra vez, penosamente, ese sentimiento de identificación con su propia imagen, como si adaptara la vista a un objeto cercano. El yo es una neurosis intermitente, y al hombre le faltaba mucho para estar curado.

Después, vio una pared blanca en cuyo interior se formaban letras.

Poco a poco las letras cobraron densidad, componiendo en la pared un bajorrelieve en movimiento que latía con una pulsación repugnante. Primero se formó la palabra «PAZ», luego la palabra «GUERRA»; luego otra vez la palabra «PAZ». Después el fenómeno cesó de repente; la superficie de la pared volvió a ser lisa. El aire se convirtió en líquido y lo atravesó una ola; el sol era enorme y amarillo. Vio el lugar donde se formaba la raíz del tiempo. Esta raíz extendía sus prolongaciones por todo el universo: zarcillos nudosos cerca del centro, pegajosos y frescos en los extremos. Esos zarcillos encerraban, aprisionaban y aglutinaban las zonas del espacio.

Vio el cerebro del hombre muerto, zona del espacio, conteniendo el espacio.

Por último vio el conglomerado mental del espacio, y su contrario. Vio el conflicto mental que estructuraba el espacio, y su desaparición. Vio el espacio como una línea muy fina que separaba dos esferas. En la primera esfera estaba el ser y la separación; en la segunda esfera estaba el no ser y la desaparición individual. Tranquilamente, sin dudarlo, se dio la vuelta y se dirigió hacia la segunda esfera.

Soltó a Annabelle y se sentó en la cama. Ella respiraba con regularidad a su lado. Tenía un despertador Sony en forma de cubo que marcaba las 03.37. ¿Podría volver a dormirse? Tenía que hacerlo. Y había cogido los Xanax.

A la mañana siguiente, ella le preparó un café; para ella hizo té y tostadas. Era un hermoso día, aunque ya empezaba a hacer frío. Ella miró el cuerpo desnudo de Michel, extrañamente adolescente en su persistente delgadez. Tenían cuarenta años y era difícil creerlo. Sin embargo, ella ya no podía tener hijos sin correr serios riesgos de que nacieran con malformaciones genéticas; la potencia viril de él había disminuido mucho. Para los intereses de la especie eran dos individuos que envejecían, de mediocre valor genético. Ella había vivido: había tomado coca, había participado en orgías, había dormido en hoteles de lujo. Situada, por su belleza, en el epicentro de aquel movimiento de liberación de las costumbres que había caracterizado su juventud, lo había sufrido especialmente; y en definitiva casi se había dejado la vida en ello. Él, situado por indiferencia en la periferia de ese movimiento, de la vida humana, de todo, sólo había sido rozado superficialmente; se había conformado con ser un fiel cliente del Monoprix de su barrio y coordinar investigaciones en biología molecular. Estas existencias tan distintas habían dejado pocas huellas en sus cuerpos separados; pero la propia vida había llevado a cabo su obra de destrucción, había endeudado lentamente la capacidad reproductiva de sus células. Mamíferos inteligentes, que podrían haberse amado, se contemplaban en la gran luminosidad de aquella mañana de otoño. —Sé que es muy tarde —dijo ella—. Pero quiero intentarlo. Todavía tengo el bonotrén del año escolar setenta y cuatro-setenta y cinco, el último año que fuimos juntos al liceo. Cada vez que lo miro me dan ganas de llorar. No entiendo cómo las cosas se han jodido hasta este punto. No consigo aceptarlo.

19

En mitad del suicidio occidental, estaba claro que no tenían ninguna oportunidad. Sin embargo, siguieron viéndose una o dos veces por semana. Annabelle fue al ginecólogo y volvió a tomar la píldora. Él conseguía penetrarla, pero lo que más le gustaba era dormir a su lado, sentir su carne viva. Una noche soñó con un parque de atracciones en Rouen, en la orilla derecha del Sena. Una gran noria casi vacía giraba en un cielo lívido, dominando las siluetas de cargueros varados, con la estructura metálica roída por el óxido. El caminaba entre barracones de colores chillones y apagados a la vez; un viento glacial, cargado de lluvia, le azotaba el rostro. En el momento en que llegaba a la salida del parque lo atacaban unos jóvenes con ropa de cuero, armados con navajas de afeitar. Después de encarnizarse con él unos minutos, le dejaban irse. Le sangraban los ojos, sabía que iba a quedarse ciego para siempre, y tenía la mano derecha casi seccionada; sin embargo también sabía, a pesar de la sangre y el dolor, que Annabelle seguiría a su lado y lo rodearía eternamente de su amor.

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