—¡Sí que estás leyendo a Eckhart Tolle! ¿Qué más estás haciendo a mis espaldas?
—Nada —responde débilmente.
—Vale, no te sentías feliz en el trabajo. ¿Es lo que intentas decirme? ¿Qué quieres hacer ahora? ¿Dejar del todo la publicidad?
—No. Sólo necesito un cambio.
—¿Qué clase de cambio?
—Quiero trabajar en cuentas que signifiquen algo para mí. Quiero vender productos en los que pueda creer.
—Me parece fantástico. ¿A quién no le gustaría? Pero me temo que es un sueño imposible en esta economía.
—Tal vez tengas razón. Pero ¿quién ha dicho que ya no podemos perseguir sueños imposibles?
Empiezo a llorar.
—No, por favor. No llores, te lo ruego.
—¿Por qué estás llorando? —pregunta Peter, que ha aparecido de pronto en mi ventana.
—Entra en casa, Peter. Ésta es una conversación privada —dice William.
—Quédate —digo—. De todos modos, se tendrá que enterar. Han despedido a tu padre.
—¿«Despedido» como cuando te echan del trabajo? —pregunta Peter.
—No me han echado; me han rescindido el contrato. Hay una diferencia —dice William.
—¿Eso quiere decir que estarás más tiempo en casa? —pregunta Peter.
—Sí.
—¿Podemos decírselo a la gente? —dice Peter.
—¿A qué gente? —pregunto.
—A Zoé.
—Zoé no es «la gente». Zoé es de la familia —digo yo.
—Claro que es «la gente». Hace un tiempo la perdimos y ahora forma parte de la gente —interviene William—. Pero veréis como todo saldrá bien. Voy a encontrar otro trabajo. Confiad en mí. Ve a buscar a tu hermana —le dice a Peter—. Vamos a salir a cenar.
—¿Vamos a celebrar que te han echado? —pregunta Peter.
—Que han rescindido mi contrato. Y me gustaría que viéramos esto como un comienzo y no como un final —responde William.
Abro mi puerta del coche.
—No vamos a ninguna parte. Hay que comerse las sobras del mediodía o se pudrirán.
Por la noche no puedo dormir. Me despierto a las tres y, por hacer algo, se me ocurre pesarme. ¿Por qué no? ¿Qué otra cosa tengo para hacer? Cincuenta y nueve kilos. No sé cómo, pero he perdido tres kilos y medio. Estoy perpleja. Las mujeres de mi edad no adelgazan mágicamente tres kilos y medio. No he hecho dieta, aunque sigo pagando la mensualidad del programa en línea de los Weight Watchers, algo que por cierto debería cancelar. Y, aparte de mi patético intento de salir a correr con Caroline, hace semanas que no hago ejercicio. Sin embargo, hay otras personas en casa que hacen ejercicio como locas. Entre el régimen de setecientas cincuenta sentadillas diarias de Zoé y los ocho kilómetros que William corre con Caroline, es posible que yo esté quemando calorías por osmosis. O quizá tengo cáncer de estómago. O tal vez sea el sentimiento de culpa. Ya está. Eso es. He estado haciendo la dieta de la culpa y ni siquiera me había dado cuenta.
¡Qué idea tan brillante para un libro! Los libros de dietas se venden por millones. Me pregunto si se le habrá ocurrido a alguien más.
BÚSQUEDA EN GOOGLE: «Dieta de la culpa»
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Culpigroup
Ropa de marca y moda de los mejores diseñadores con descuentos de hasta un 70 por ciento…
Madres que trabajan… sentimiento de culpa
A veces me siento un poco culpable cuando la asistenta está lavando mis sábanas y yo estoy comiendo un menú carísimo en Flora…
Sushi sin culpa
Comer sushi sin sentirse culpable puede ser complicado…
No soy de las que pueden comprar ropa de los mejores diseñadores; soy una madre que trabaja, pero no me siento culpable por tener un empleo, y Zoé no me deja comer sushi (en realidad, sólo algunos tipos de sushi preparados con especies afectadas por la sobrepesca, como el pulpo común, lo que no me resulta excesivamente penoso), pero ¡hurra!, la dieta de la culpa no aparece en Google.
—¡Tenemos un negocio! —le anuncio a
Jampo
, que está sentado a mis pies.
Escribo una nota, para que no se me olvide mirar con más detenimiento la dieta de la culpa por la mañana, cuando seguramente me parecerá la idea más ridícula de la historia, pero nunca se sabe.
Entro en Facebook y voy al muro de William. No ha publicado nada nuevo, lo que curiosamente me decepciona. ¿Qué esperaba que publicara?
William Buckle
Mi mujer me obligó a escuchar a Susan Boyle; pero me lo tengo merecido, porque me hice despedir.
William Buckle
Mi mujer está misteriosamente flaca. Sospecho que come lombrices.
O, probablemente, algo más así:
42William Buckle
«El pasado no tiene ningún poder sobre el momento presente», Eckhart Tolle.
43. Después de aquella cena de celebración del premio Clio de William, pasaron tres semanas de auténtico tormento, tres semanas durante las cuales William no me hizo ningún caso. De repente, dejamos de salir a correr a la hora del almuerzo. Si tenía que decirme algo, evitaba el contacto visual y me miraba la frente, lo que me resultaba profundamente turbador y me hacía soltar estupideces como que «según nuestro grupo de estudio, lo que de verdad le importa a la gente del papel higiénico (y en concreto a las mujeres) es saber si va a desgarrarse a mitad del uso, por el hecho de que los hombres se lavan las manos mucho menos que las mujeres y, cuando se las lavan, no suelen usar jabón». También volvió a llamarme «Brown», en lugar de «Alice», de modo que sólo pude deducir que él (igual que yo) estaba borracho aquella noche y no recordaba nada del episodio del roce de nudillos delante de los lavabos, o quizá al pasársele la borrachera se había sentido tan avergonzado de haber estado toda la noche mirándome que estaba haciendo todo lo posible para fingir que no había pasado nada.
Mientras tanto, Helen y él eran inseparables. Por lo menos tres veces al día, ella se metía en el despacho de él y cerraba la puerta, y todas las tardes pasaba a recogerlo y se iban juntos a beber Rob Roys en el hotel Copley, o a algún acto interesante en el Museo Isabella Gardner.
Y entonces, justo cuando acababa de aceptar la propuesta de una amiga para organizarme una cita a ciegas, recibí este mensaje.
De
: WilliambEnviado el
: 4 de agosto, 10.01Para
: AliceaAsunto
: Tom kah gaiComo probablemente habrás notado, llevo dos días de baja por enfermedad. Me muero por un cuenco de tom kah gai. ¿Podrías traérmelo? Pero cómpralo en El Rey y Yo, y no en El Rey de Siam. Una vez me pasó un ratón por encima del pie cuando estaba cenando en El Rey de Siam. Acorn Street número 54. Segundo piso. Apartamento 203.
De
: AliceaEnviado el
: 4 de agosto, 10.05Para
: WilliambAsunto
: Tom kha gaiLa Princesa de Bangkok sirve el mejor tom kha gai de Boston, mucho mejor que el de El Rey y Yo. Puedo reenviarle a Helen tu antojo de sopa tailandesa, porque seguramente tu mensaje iba dirigido a ella.
De
: WilliambEnviado el
: 4 de agosto, 10.06Para
: AliceaAsunto
: Tom kha gaiEl mensaje iba dirigido a ti.
De
: AliceaEnviado el
: 4 de agosto, 10.10Para
: WilliambAsunto
: Tom kha gaiA ver si lo entiendo. ¿Sólo porque tienes antojo de tom kha gai, tengo que dejar el trabajo en mitad de la jornada, cruzar el puente y entregarte la sopa en mano?
De
: WilliambEnviado el
: 4 de agosto, 10.11Para
: AliceaAsunto
: Tom kha gaiSí.
De
: AliceaEnviado el
: 4 de agosto, 11.23Para
: WilliambAsunto
: Tom kha gai¿Por qué iba a hacerlo?
No respondió, ni tampoco era necesario que respondiera. El porqué estaba claro para los dos.
Cuarenta y cinco minutos después, yo llamaba a su puerta.
—¡Adelante! —gritó.
Empujé la puerta con el pie, mientras sostenía entre los brazos una bolsa de papel con dos recipientes de plástico llenos de tom yung gong. Estaba sentado en el sofá, con el pelo mojado, descalzo y vestido con camiseta y vaqueros. Hasta ese momento, sólo lo había visto en traje o en shorts para salir a correr, y la ropa informal lo hacía parecer más joven y más dominante. ¿Se habría duchado por mí?
—Tengo fiebre —dijo.
—Y yo vengo con tom.
—¿Con qué Tom?
—Con tom yung gong.
—¿Tom kha gai no podía venir?
—Deja de quejarte. Es una sopa tailandesa que empieza por «tom» y he caminado más de un kilómetro para traértela. ¿Dónde tienes los cubiertos? —pregunté.
Pasé junto a él de camino a la cocina y de pronto me agarró por el brazo y me hizo sentar a su lado en el sofá. Sorprendidos (él también parecía sorprendido), los dos nos quedamos un buen rato mirando fijamente hacia adelante, como si estuviéramos asistiendo a una conferencia.
—No quiero contagiarme —dije.
—He roto con Helen —dijo él.
Movió ligeramente una pierna y nuestras rodillas se tocaron. ¿Había sido intencional? Después, apretó el muslo contra el mío. Sí, había sido intencional.
—No parece que hayáis roto —dije—. La tienes prácticamente instalada en tu despacho.
—Estábamos negociando las condiciones de nuestra ruptura.
—¿Qué condiciones?
—Ella no quería romper. Yo sí.
—No podemos hacer esto —declaré, refiriéndome a su muslo, que se apretaba cada vez con más fuerza contra el mío.
—¿Por qué no?
—Porque eres mi jefe.
—¿Y qué?
—Hay una diferencia de poder.
Se echó a reír.
—¡Claro! Una diferencia de poder… entre nosotros. ¡Eres una criatura tan débil y sumisa! ¡Vas por la oficina de puntillas!
—Ay, Dios.
—Dime que pare y paro.
—Para.
Me apoyó una mano sobre la pierna y un escalofrío me recorrió todo el cuerpo.
—Alice.
—No juegues conmigo. No me llames por mi nombre, a menos que lo digas en serio. ¿Qué ha pasado con «Brown»?
—Te llamaba así para sentirme seguro.
—¿Seguro?
—Para alejarme de ti. De ti, Alice. Maldición. De ti.
Entonces se volvió y se inclinó para besarme, y al principio pensé: «No, no, no, no», pero al final me dije: «Sí, ven aquí, hijo de perra.»
Y en ese preciso instante, se abrió la puerta y entró Helen, con una bolsa de plástico de comida para llevar de El Rey de Siam. Por lo visto, no tenía noticias del problema que tenía el restaurante con los roedores. Me llevé tal sorpresa que solté un grito y me fui de un salto a la otra punta del sofá.
Helen parecía igual de sorprendida que yo.
—Hijo de perra —masculló.
Eso me desconcertó. ¿Habría llamado yo a William «hijo de perra» en voz alta? ¿Me habría oído Helen?
—¿Lo dice por mí? —le pregunté a William.
—No, lo dice por mí —respondió William, mientras se ponía de pie.
—Tu secretaria dijo que estabas enfermo. Te he traído pad thai —dijo Helen, con la cara desfigurada por la ira.
—Me dijiste que habíais roto —le dije a William.
»Me dijo que habíais roto —le aseguré a Helen.
—¡Ayer! —gritó ella—. ¡Hace menos de veinticuatro horas!
—Mira, Helen… —empezó William.
—¡Pero qué pedazo de zorra! —dijo Helen.
—¿Lo dice por mí? —pregunté.
—Sí, ahora lo dice por ti… —respondió William suspirando.
Nunca en mi vida me habían llamado «zorra».
—Eso no ha estado bien, Helen —dijo él.
—Lo siento mucho, Helen —dije yo.
—¡Cállate! ¡Fuiste tras él como una perra en celo!
—Fue un accidente. Ninguno de los dos lo buscaba —explicó William.
—¿Y se supone que con eso voy a sentirme mejor? ¡Estábamos prácticamente prometidos! —gritó Helen—. Hay un código entre las mujeres, ¿sabes? ¡No nos robamos los hombres, como ha hecho esta furcia! —añadió, escupiendo las palabras.
—Será mejor que me vaya —dije yo.
—Estás cometiendo un grave error, William —prosiguió Helen—. Te parece tan fuerte y tan segura de sí misma, pero ya verás lo poco que le dura. Es todo fachada. En cuanto pase una mala racha, saldrá huyendo. Desaparecerá.
Yo no tenía ni idea de lo que Helen había querido decir. Huir y desaparecer eran cosas que hacían los drogadictos o la gente que pasaba por la crisis de la edad, y no las mujeres de veintitrés años. Pero repasando ese momento, mucho después, me di cuenta de que las palabras de Helen habían sido extrañamente clarividentes.
—Por favor, siéntate —dijo William—. Tenemos que hablar.
A Helen se le llenaron los ojos de lágrimas. William fue hacia ella, le pasó un brazo por los hombros y la condujo hasta el sofá.
—Vuelve por la noche —me dijo sin voz, solamente con el movimiento de los labios.
Yo me dirigí en silencio a la puerta.
44. Depilarme el entrecejo. Usar la seda dental. Quitarme cosas alojadas entre los dientes. Pagar facturas. Hablar de dinero. Hablar de sexo. Hablar de que mis hijos tengan relaciones sexuales.
45. La pena.
46. Claro que sí, como todo el mundo. Quiere detalles, ya lo sé. De acuerdo. Por ejemplo, una vez fingí que había cambiado las sábanas, cuando en realidad sólo había cambiado las fundas de las almohadas. Que no había puesto los cuchillos buenos en el lavavajillas en lugar de lavarlos a mano y que, por cierto, no necesitaba que nadie me dijera cuáles eran los cuchillos buenos, porque sabía perfectamente que eran los de mango negro (no soy tonta, sino únicamente una persona con prisa). Que no tenía hambre para cenar (si no tenía hambre, era porque me había comido un paquete entero de galletas Keebler con chocolate una hora antes de que los demás volvieran a casa). Que tardé cinco noches en acabarme la botella de vino (entonces, ¿por qué había dos botellas en el contenedor de vidrio?). Que alguien debió de llevarse por delante mi espejo retrovisor cuando aparqué en Lucky's (¡malditos inconscientes!), y que no lo hice yo mientras salía del garaje marcha atrás. Pero no, nunca por lo más obvio. En ese aspecto, nunca hemos tenido problemas.