—¿Y usted cree posible que la señora Drake acabe marchándose de aquí?
—No me extrañaría nada que el día menos pensado se fuese, estableciéndose, para vivir, en cualquier punto del extranjero. El matrimonio abandonaba el país periódicamente; a los dos les agradaba pasar sus vacaciones fuera de Inglaterra.
—¿Y por qué piensa usted que ella desea salir de aquí?
Una sonrisa saturada de picardía floreció en los labios del anciano.
—Bueno, yo diría que ella ha hecho aquí todo lo que podía hacer. Voy a indicarlo como en el libro sagrado: anda necesitada de otro viñedo en que trabajar. Pretende, seguramente, acometer nuevas empresas, buenas obras. La labor ha sido completada en este poblado.
—¿Necesita un nuevo campo en el que proseguir sus tareas? —inquirió Poirot.
—Exactamente. A la señora Drake le conviene dar con un nuevo escenario, donde cambiar el orden de las cosas, donde animar a otro puñado de gente, incitándola a desarrollar continuas y provechosas actividades. Aquí ya nos ha llevado a donde quería llevarnos. Pocos son ya los objetivos que puede fijarse.
—Es posible —convino Poirot.
—Ya ni siquiera le queda su marido, al que habría podido dedicar todos sus afanes en la presente situación. Lo cuidó durante muchos años. Su marido justificaba su existencia entonces. Merced a él y a sus otros trabajos conseguía llenar sus días, andar ocupada a todas horas. Es de esas personas que no gustan de haraganear ni un minuto durante la jornada. Y no tiene hijos… ¡Eso sí que es una lástima! En mi opinión, la señora Drake, cuando lleve algún tiempo en cualquier otro sitio, montará su existencia exactamente igual que aquí. Es su carácter.
—Y yo no tengo más remedio que darle la razón en vista de lo que acaba de decirme. ¿A dónde piensa encaminar sus pasos la señora Drake?
—No puedo decírselo, la verdad. No sé tanto. Seguramente, pensará en algún punto de la Riviera Francesa… Quizá se traslade a España o Portugal. O a Grecia… Le he oído hablar en una ocasión de las islas griegas. La señora Butler participó en un «tour» por aquella región de Europa…
Poirot sonrió.
—Las islas griegas, ¿eh? —murmuró. De pronto, preguntó al anciano—. ¿A usted le es simpática realmente la señora Drake?
—¿Qué si me es simpática…? ¡Hombre! No es precisamente simpatía lo que ella inspira. La señora Drake es una buena mujer. Sabe servir al prójimo cuando se tercia… Ahora bien, se mete demasiado, a veces, en todo. Hay gente que no le agrada que le estén recordando a cada instante las cosas que debe hacer. A mí me molesta, por ejemplo, que salga alguien explicándome cómo he de podar mis rosales. Yo sé muy bien cómo he de llevar a cabo este delicado trabajo. También me revienta que me digan que una verdura he de cultivarla así o asá. Precisamente a mí me ha gustado siempre la huerta y creo que hay pocos aficionados que puedan compararse conmigo en este terreno.
Poirot sonrió.
—Tengo que seguir mi camino, amigo mío. ¿Usted podría indicarme dónde viven Nicholas Ranson y Desmond Holland?
—Más allá de la iglesia, desde luego. ¿Ve usted hacia la izquierda la casa tercera? Están alojados en el hogar de la señora Brand. Van todos los días a la Escuela Técnica de Medchester, dónde estudian actualmente. Seguramente, se encontrarán en estos momentos en la vivienda.
El viejo miró a Poirot con curiosidad.
—De manera que ha pensado usted en esos chicos, ¿eh? Los muchachos son el centro de la atención de algunas personas del poblado hoy en día ciertamente.
—La verdad es que, en concreto, yo no he pensado nada todavía. Esos jóvenes figuraban entre los que tomaron parte en la reunión de la víspera de Todos los Santos… Eso es todo.
En el momento de separarse del anciano, Hércules Poirot musitó:
—Por lo que respecta a los participantes en la reunión… estoy llegando al final de la lista.
D
OS pares de ojos se fijaron, inquietos, en Poirot.
—No sé que otras cosas podríamos decirle a usted. Nosotros hemos sido ya interrogados por la policía, monsieur Poirot.
Este se fijó en uno de los muchachos, escrutando a continuación el rostro del otro. Ya no podían ser considerados unos chiquillos. Sus modales, intencionadamente, resultaban ser los de dos adultos. Cerrando los ojos, sus palabras habrían podido ser juzgadas como salidas de los labios de dos miembros de un club social. Nicholas contaba dieciocho años; Desmond tenía dieciséis.
—Con objeto de complacer a una persona amiga estoy efectuando indagaciones sobre los que se hallaban presentes en cierta ocasión. No me refiero a la reunión de la víspera de Todos los Santos; hablo de los preparativos para la fiesta. Vosotros desarrollasteis mucha actividad en ellos, ¿no?
—En efecto.
—Hasta ahora —manifestó Poirot—, me he entrevistado con mujeres de la limpieza, no he perdido el contacto con los puntos aceptados por la policía, he charlado con el doctor que examinó antes que nadie el cadáver, he cambiado impresiones con una profesora, han llegado a mis oídos muchas de las habladurías de la gente del poblado… ¡Ah! A propósito… Tengo entendido que disfrutáis de una bruja en la localidad… ¿Es cierto?
Los dos muchachos se echaron a reír.
—Usted se refiere a mamá Goodbody. Pues sí… Se presentó en la reunión, desempeñando el papel de bruja.
—Acabo de aproximarme a dos representantes de la última generación —declaró Poirot—. Tengo en cuenta que sois chicos de visión aguda, de oído muy fino, que poseéis conocimientos científicos rigurosamente puestos al día, junto con una gran filosofía… Siento un gran interés por conocer vuestras opiniones acerca de esta materia.
«Dieciocho y dieciséis años…», pensó Poirot, estudiando las caras de los dos chicos. Dos «jóvenes», simplemente, para la policía; unos chicos para él; un par de
adolescentes
para los reporteros. Daba igual que fuesen llamados de un modo o de otro. Eran productos de la época. Ninguno de los dos podía ser considerado un muchacho estúpido, si bien tampoco se hallaban en posesión de la elevada mentalidad que él había sugerido al principio, halagadoramente, para animar la conversación. Los dos habían estado en la reunión. Los dos se habían encontrado en las primeras horas del día en la casa de la señora Drake, para ayudarla en lo que ésta consideraba necesario.
Habían trepado por las escaleras de mano, colaborando en la colocación de calabazas en los puntos más estratégicos. Habían tendido una nueva línea eléctrica a base de minúsculas luces; uno u otro, o la pareja a un tiempo, habíanselas arreglado para componer una colección de falsas fotografías, a tono con los rostros imaginados por las chicas de once años en adelante. Estaban en la edad más indicada para figurar en los primeros lugares de la lista de sospechosos que el inspector Raglan llevaba en uno de sus bolsillos, y en la mente de un jardinero ya entrado en años. A lo largo de los últimos años, el porcentaje de crímenes cometidos por individuos de su edad había ido subiendo incesantemente. No era que Poirot estimase este detalle definitivo. Ahora bien, todo era posible… Cabía incluso la posibilidad de que el acto delictivo de dos o tres años atrás hubiese sido obra de un chico de catorce o doce años de edad. Tales casos se habían dado. No había más que leer los reportajes publicados últimamente en algunos diarios.
Poirot tenía en cuenta todas estas posibilidades, pero las relegaba a un segundo plano. Teníalas en reserva, por así decirlo. Decidió de momento concentrarse en el estudio del carácter de sus dos interlocutores; fijóse en sus miradas, en sus ropas, en sus modales, en sus voces y así sucesivamente… Actuó a su manera, a la clásica de Hércules Poirot, valiéndose de conceptos halagadores, disponiendo las cosas con determinado aire para ayudarles a sentirse hasta desdeñosos con respecto a su persona, sin merma de la cortesía y de la buena crianza obligadas.
Pues los dos estaban bien educados, efectivamente. Nicholas era el que contaba dieciocho años. Su rostro ofrecía rasgos correctísimos; llevaba patillas y una poblada nuca. Vestía de negro. Parecía haber asistido a un funeral. No era así, sin embargo. Tampoco se podía pensar que vistiese de luto recordando la reciente tragedia. Nicholas, simplemente, se embutía en aquellas prendas fúnebres porque respondían las mismas a su gusto personal en materia de indumentaria. Su compañero llevaba una chaqueta de terciopelo rosa, pantalones verdosos y una camisa con adornos. Los dos jóvenes gastaban, evidentemente, mucho dinero en vestir. Sus prendas no habían sido adquiridas en su localidad de residencia. Lo más seguro era que las hubiesen pagado ellos mismos, con su dinero, y que ni sus padres ni sus parientes estuvieran enterados de aquellos detalles.
Los cabellos de Desmond eran rojos. Muy abundantes, si su dueño había pasado un peine por ellos recientemente lo disimulaba muy bien.
—Según tengo entendido, estuvisteis colaborando a la hora de llevar los preparativos indispensables, con vistas a la reunión, ¿no es así?
—Es cierto. Estuvimos allí a primera hora de la tarde —declaró Nicholas.
—¿En qué clase de preparativos estuvisteis vosotros trabajando? Son varias las personas que me han informado sobre el particular hasta ahora, pero no he sacado de sus palabras ninguna idea clara. No coinciden las manifestaciones de unas con otras.
—Tuvimos trabajo con la iluminación.
—Permanecimos la mayor parte del tiempo en lo alto de las escaleras de mano.
—Tengo entendido que realizasteis algunos trucos fotográficos también.
Inmediatamente, Desmond hundió una mano en un bolsillo de su chaqueta extrayendo de aquél un sobre que contenía unas cuantas cartulinas.
—Estuvimos arreglando estos retratos —explicó—. Buscábamos esposos para las chicas. Todos estos tipos son por el estilo… Han sido puestos por nosotros «al día». No forman una mala colección, ¿verdad?
Poirot tuvo ocasión de contemplar sucesivamente, con gran interés, unas cuantas caras: la de un joven de barba muy roja con los cabellos en forma de aureola; la faz de otro cuyos pelos le llegaban a las rodillas; varios rostros más semiocultos bajo frondosas patillas…
—Los diferenciamos perfectamente, ¿verdad? No nos salió mal del todo.
—Dispusisteis de los correspondientes modelos, ¿eh?
—¡Somos nosotros mismos! Cosas del maquillaje. Nick y yo nos arreglamos mutuamente. Nos limitamos a variar el motivo principal: los pelos.
—Una medida muy inteligente —reconoció Poirot.
—Las fotografías salieron algo desenfocadas. Así parecían las caras un poco fantasmales, espirituales, por así decirlo.
El otro muchacho añadió:
—A la señora Drake le gustaron mucho nuestras fotografías. Se apresuró a felicitarnos. La hicieron reír a placer. En la casa nos ocupamos principalmente de la cuestión eléctrica. Preparamos las luces de suerte que los espejos de las chicas reflejaran un rostro u otro en determinado momento, al tomar ciertas posiciones. La imágenes eran alternadas: unas veces se veía en los espejos un melenudo, otra captaban la cabeza de un individuo con grandes patillas, etc.
—¿Sabían las chicas que andabais por en medio?
—En algunos momentos, creo que no. En el transcurso de la reunión, por supuesto que no. Todas sabían que habíamos estado ayudando en la iluminación de la vivienda, pero estimo que no llegaron a reconocernos en los espejos. Eran algo tontas esas muchachas. Nicholas y yo nos alternábamos atinadamente, por añadidura. Las muchachas se rieron lo suyo. No cesaban de chillar… La sesión fue de lo más divertido…
—¿Y qué me decís de las otras personas que se encontraban en la casa? Bueno, no voy a pretender que os acordéis de todas las presentes.
—A mí me parece que en la casa de la señora Drake no habría menos de treinta invitados. Por la tarde se encontraban allí la señora Drake, por supuesto, y la señora Butler. Recuerdo a una de las profesoras: la señorita Whittaker… ¿Se apellida así, realmente? Estaba la señora Flatterbut… No sé si me equivoco… Es la hermana del organista… O la esposa. Vi también a la señorita Lee, quien trabaja con el doctor Ferguson. Era su tarde libre de la semana y fue allí para ayudar, como las demás, como algunas amigas nuestras. No podría asegurar que la aportación de éstas fue especialmente interesante. Las chicas no hacían, en general, más que zascandilear de un lado para otro, riéndose constantemente por los motivos más nimios.
—¡Oh, claro! ¿Te acuerdas de las muchachas que visteis por allí?
—Bien… Estaban los Reynolds. La pobre Joyce desde luego. Y su hermana Ann, mayor que ella. A Ann hay que tenerle miedo. No hay quien pueda con ella. Se cree terriblemente inteligente. Con toda seguridad que aprobará los exámenes que se le avecinan… En cuanto a Leopold… Es un buen «elemento» —manifestó Desmond—. Se cuela en todas partes. Espía, escucha conversaciones que no debiera escuchar. Cuenta toda clase de cuentos a cada paso… Resulta sumamente desagradable. ¡Ah! Me acuerdo de Beatrice Ardley y de Cathie Grant, siempre muy silenciosas y enigmáticas… Vi también un par de útiles mujeres. Me refiero a las encargadas de la limpieza. Y conocí a la escritora, a la señora que le hizo venir a usted para esta zona residencial…
—¿Había algún hombre por allí?
—¡Oh! El vicario… Es buena persona. Algo callado, pero… Y el nuevo sacerdote. Tartamudea un poco cuando se pone nervioso. Lleva aquí poco tiempo. No recuerdo más…
—Tengo entendido que, luego, vosotros oísteis a Joyce Reynolds afirmando que había sido testigo de un crimen…
—Yo no oí nada de eso —declaró Desmond—. ¿Se expresó la chica en tales términos?
—He oído contar que sí —manifestó Nicholas—. Yo no sé nada de tales palabras. Bueno, lo que han dicho. Supongo que no me encontraba en la habitación al expresarse ella en esos términos. ¿Dónde estaba la chica entonces?
—En el cuarto o saloncito de estar.
—La mayor parte de los invitados se hallaban allí a menos que anduviesen haciendo algo especial en otro sitio. Nick y yo —declaró Desmond—, nos pasamos la mayor parte del tiempo en la estancia que había de ser visitada por las chicas con sus espejos, en cuyas superficies habían de verse reflejados los rostros de sus futuros maridos. Instalamos unos cables y atendimos a otras cosas… En la escalera que conduce a la planta superior anduvimos ocupados también. Del techo del salón de estar colgamos unas cuantas calabazas que habían sido ahuecadas para contener sus luces… Sin embargo, yo no oí esas palabras hallándonos allí. ¿Tu qué dices, Nick?