—Aquí se han dado sucesos corrientes —repuso Ann—. Me refiero a los que una lee a diario en los periódicos. Y en realidad no ha sido Woodleigh Common el centro habitual de tales hechos… Más bien pensaría en Medchester…
—¿Quién crees tú que pudo haber asesinado a tu hermana, Ann? Tú conocerías a todas sus amistades; tú sabrías de algunas personas a las que ella no caía muy bien.
—No acierto a pensar en nadie que abrigara la intención de matarla. Me figuro que quien hizo eso no debía de andar bien de la cabeza. ¿Cree usted que una persona sensata…?
—¿No conocías tú a nadie que hubiese reñido de mala manera con ella? ¿No se llevaba
especialmente
mal con alguien?
—Usted desea saber si tenía algún enemigo… Creo que eso es una tontería. La gente carece de enemigos, realmente. Simplemente: hay personas que no le caen a una bien. Y al revés…
Cuando Poirot y la señora Oliver se apartaban de la entrada de la habitación, Ann agregó:
—No quiero hablar mal de Joyce, puesto que ya murió, y sería una gran desatención por mi parte… Sin embargo, he de hacer constar que era una incorregible embustera. Lamento verme obligada a decir estas cosas de mi hermana, pero no miento…
—¿Hacemos progresos en algún sentido? —inquirió la señora Oliver al abandonar la casa en compañía de Poirot.
—En absoluto —replicó Hércules Poirot—. Resulta muy interesante… —añadió, pensativo.
La señora Oliver hizo una mueca como para evidenciar que no estaba de acuerdo con él.
E
RAN las seis de la tarde en Pine Crest. Hércules Poirot se llevó una salchicha a la boca, saboreando luego un largo trago de té. El té resultaba muy fuerte para el gusto de Poirot. Encontró la salchicha, por otra parte, deliciosa, perfectamente cocinada. Su mirada se paseó por la mesa, en dirección a la señora Mackay.
Elspeth Mackay no se parecía en nada a su hermano, el superintendente Spence. Donde él era ancho y curvado ella aparecía angular y estrecha. La afilada nariz de la mujer daba la impresión de husmearlo todo astutamente. Unía a los dos hermanos, no obstante, cierto aire familiar inconfundible. Sobre todo en lo que afectaba a los ojos y a la fuerte marcada línea en la mandíbula superior. Poirot pensó que bien podía confiar en el sano juicio de aquellas dos personas. Elspeth y Spence se expresarían de manera distinta, pero a eso quedarían reducidas las diferencias esenciales. El superintendente hablaría lenta y cuidadosamente, como resultado de unas detenidas y metódicas reflexiones. La señora Mackay saltaría siempre que se terciara con viveza, lo mismo que un gato al lanzarse sobre un ratón.
—Mucho es lo que depende del carácter de esa chica, de Joyce Reynolds —afirmó Poirot—. He aquí lo que más me desconcierta.
Miró inquisitivamente a Spence.
—No puede usted guiarse por lo que yo le diga —declaró Spence—. Llevo muy poco tiempo aquí. Será mejor que dirija sus preguntas a Elspeth.
Poirot enarcó las cejas inquisitivamente. La señora Mackay fue tan vivaz como siempre en su respuesta.
—Yo diría que esa chica era una embustera.
—¿No cree usted que uno pudiese confiar en ella, dando crédito a sus palabras?
Elspeth hizo un movimiento denegatorio de cabeza.
—No. La muchacha era capaz de forjar cualquier cuento. Yo nunca la hubiese creído…
—¿Hablaba entonces con la pretensión de destacarse de los demás?
—Probablemente. Ya le habrán hablado de la historia del viaje a la India, ¿no es así? Hubo algunos oyentes de sus fantasías que la creyeron… La cosa se fundamentó en unas vacaciones pasadas en el extranjero por uno de sus familiares… No sé si fue su padre o su madre quien visitó la India o si la expedición fue emprendida por su tío o su tía…
»El caso es que la muchacha, al final de aquellas vacaciones, se hizo con un buen repertorio de cuentos. Hablaba de no sé qué
maharajá
, de una cacería de tigres con elefantes. Mucha gente se hacía lenguas ante sus experiencias. Yo pensé, enseguida que pasó aquello, que la chica había puesto muchos detalles de su invención. Me figuré al principio que exageraba. ¡Ah! Pero sus historias crecían y crecían. Cada vez se encontraban más tigres en ellas. Usted ya me entiende, ¿no? El número de tigres y de elefantes llegó a ser exagerado. No le venían de nuevo a la niña, además, tales cuentos…
—¿Andaba siempre procurando llamar la atención?
—Ha dado usted en el clavo. La muchacha se perecía por acaparar la atención de los demás.
—Bueno, bueno —objetó el superintendente—, pero por el hecho de haber urdido toda una historia en torno a un viaje que nunca realizó no se puede afirmar que todo cuanto dijo la muchacha era mentira.
—Seguro que dijo algunas verdades también —manifestó Elspeth—, pero yo me atrevería a afirmar que aquéllas no fueron demasiadas.
—De manera que en el caso concreto de Joyce Reynolds presentándose como testigo presencial de un crimen, usted diría que lo más probable es que estuviese mintiendo, inclinándose por considerar sus manifestaciones en ese sentido una pura patraña…
—Tal vez sería mi actitud, sí —respondió la señora Mackay.
—Pudieras incurrir en un error —medió su hermano.
—Pues sí —repuso ella—. Cualquiera está expuesto a ello. Esto me hace pensar en la vieja historia del chico que gustaba de dar voces de alarma con excesiva frecuencia, exclamando: «¡El lobo! ¡El lobo!». Más adelante, cuando se enfrentó realmente con el lobo, nadie le creyó, de modo que la fiera terminó por despedazarle tranquilamente.
—Concretando, pues…
—Yo diría todavía que lo más probable es que la chica estuviese mintiendo en aquellos momentos. No quiero, sin embargo, extremar las cosas. Pudo ser que ella viese algo. No precisamente lo que dijo, siendo
algo
…
—Siendo por ello asesinada —manifestó el superintendente Spence—. No pierdas de visto eso, Elspeth: le costó la vida.
—Es verdad —repuso la señora Mackay—. Y por tal razón he admitido la posibilidad del error. No obstante, no hay más que preguntar a cualquiera de sus amigas y conocidas para convencerse de que las mentiras salían de su boca con la mayor naturalidad. Joyce tomaba parte en una reunión, y se mostraba excitada. Estaba empeñada en producir cierta impresión…
—En realidad, en la reunión nadie creyó en sus palabras —alegó Poirot.
Elspeth Mackay movió la cabeza dubitativamente.
—¿A quién pudo haber visto asesinar ella? —inquirió Poirot.
Su mirada pasó alternativamente desde el superintendente a su hermana…
—A nadie —replicó la señora Mackay, con decisión.
—Aquí tienen que haberse producido algunas muertes a lo largo de…, por ejemplo, los tres últimos años.
—Naturalmente —comentó Spence—. Las de costumbre… Ha habido gente de edad, personas inválidas que… Se ha hablado también de algún que otro motorista atropellado por un coche…
—¿No saben ustedes nada acerca de una muerte inesperada fuera de lo normal…?
—Pues… —Elspeth vaciló una vez más—. Yo diría que…
Medió Spence en la conversación, ahora.
—Aquí he anotado unos cuantos nombres —dijo aquél, tendiendo una nota a Poirot—. He querido ahorrarle algunas molestias, evitarle algunos pasos…
—¿Me sugiere aquí algunas víctimas?
—No sé… Hay algunas posibilidades…
Poirot leyó lo escrito en voz alta:
—La señora Llevellyn-Smythe. Charlotte Benfield. Janet White. Lesley Carrier…
Poirot hizo una pausa. Mirando a sus interlocutores, repitió el primer apellido.
—La señora Llewellyn-Smythe…
—Pudiera ser —comentó la señora Mackay—. Sí. Ahí pudiera usted dar con algo interesante.
La hermana de Spence añadió unas palabras confusas que dejaron desconcertado a Poirot.
—Hubo allí una muchacha que desapareció cierta noche —manifestó Elspeth—. Nadie volvió a oír hablar de ella.
—¿En relación con la señora Llewellyn-Smythe?
—Sí. Se trataba de la doncella. Ésta pudo muy bien haber vertido algo en cualquiera de los medicamentos que tomaba su señora… Y entró en posesión de todo su dinero, ¿no? ¿Es acaso lo que se imaginó que sucedería en su día?
Poirot miró a Spence, en demanda de aclaraciones.
—Y ya no se volvió a saber de ella jamás —declaró la señora Mackay—. Con estas chicas extranjeras siempre acaba pasando lo mismo.
Poirot aventuró ahora:
—¿Tenía la señora Llewellyn-Smythe en su casa a alguna chica
au pair
[*]
?
—Exactamente. La muchacha vivía con la anciana dama, desapareciendo una semana o dos después del fallecimiento de su señora…
—Me imagino que se iría con algún hombre —declaró Spence.
—De haber sido así, aquí nadie lo conocía —manifestó Elspeth—. Son detalles que en estos lugares siempre acaban divulgándose profusamente. No se escapan así porque sí…
—¿Se figuró alguien del lugar que se habían dado anomalías en lo tocante a la muerte de la señora Llewellyn-Smythe? —quiso saber ahora Poirot.
—No. La mujer padecía del corazón. El médico la atendía con regularidad.
—Sin embargo, usted ha encabezado la lista de posibles víctimas con su nombre, ¿eh?
—Bueno, sí… Era una mujer rica, muy rica. Su muerte no sorprendió a nadie. No obstante, pareció a todos repentina. Yo diría que el doctor Ferguson se quedó sorprendido. Vamos a decir que ligeramente sorprendido. Creo que él confiaba en que viviera todavía algunos años más. Claro que los médicos sufren estas sorpresas frecuentemente. La señora Llewellyn-Smythe no era de las personas que se pliegan dócilmente a las instrucciones del doctor. Se hallaba advertida, pero hacía siempre lo que se le antojaba. Fijémonos, por ejemplo, en una de sus pasiones: le gustaba la jardinería, una afición nada indicada para una paciente cardíaca.
Fue Elspeth quien habló ahora:
—Vino aquí al declinar su salud. Había estado viviendo en el extranjero. Se presentó en este lugar porque quería vivir cerca de sus sobrinos, el señor y la señora Drake, adquiriendo entonces Quarry House. Tratábase de una gran casa de estilo victoriano. La finca abarcaba una cantera que a ella le atrajo mucho, viendo en la misma ciertas posibilidades. Como había mucha agua por las inmediaciones, gastó miles y miles de libras en el trazado de un jardín. Para ello hizo venir desde Wilsey un especialista, con objeto de que se ocupase del proyecto. Bueno, tengo que decirle que es algo que vale la pena contemplar…
—Iré a ver ese jardín, desde luego —manifestó Poirot—. ¡Quién sabe! Tal vez pudiera sacar de él algunas ideas…
—En su lugar, yo me daría una vuelta por allí, por supuesto. Vale la pena…
—¿Y dice usted que la mujer en cuestión era muy rica? —inquirió Poirot.
—Era viuda de un armador de los más fuertes. Tenía mucho dinero, en efecto…
—En realidad, su muerte no resultó inesperada, a causa de su dolencia. Pero pareció a muchos repentina —aclaró Spence—. Fue debida a causas naturales. Sobre eso no hubo dudas. Un fallo del corazón… La enfermedad tiene un nombre muy largo, que ahora no recuerdo por completo. Está relacionada con la coronaria…
—¿No se habló de realizar ninguna encuesta sobre la muerte de esa señora?
Spence movió la cabeza de un lado para otro.
—Son cosas que se han dado antes —manifestó Poirot—. A una mujer ya entrada en años se le dice que tenga cuidado, que no suba ni baje corriendo las escaleras, que no se entregue a las prácticas de jardinería, siempre demasiado violentas, y así sucesivamente. Pero cuando se trata de una señora enérgica que se ha dedicado con entusiasmo toda su vida a la jardinería, lo usual es que mire todas esas recomendaciones con muy poco respeto.
—Es verdad. La señora Llewellyn-Smythe convirtió la cantera en algo maravilloso… Bueno, esto, en verdad, fue obra del artista que contrató. Tres o cuatro años estuvieron trabajando en aquella empresa. Ella había visto algunos jardines, en Irlanda, creo, con motivo de un «tour» de aficionados. Pensando en cuanto tuvo ocasión de admirar durante aquel viaje, su finca quedó bellamente transformada. ¡Oh, sí! Aquello había que verlo para creerlo.
—Nos enfrentamos, pues aquí —dijo Poirot—, con una muerte natural, certificada por el médico de la localidad. ¿Se trata del mismo médico que hay aquí ahora, a quien en breve voy a ver?
—Es el doctor Ferguson, sí. Tendrá ahora unos sesenta años. Es un buen médico. Aquí le quiere todo el mundo.
—Con todo, hubo alguien que pensó en la posibilidad de que la anciana muriera asesinada. ¿Existen otras razones aparte de las que ya hemos estudiado?
—Pensemos en la chica
au pair
—sugirió Elspeth.
—¿Por qué?
—Esa muchacha debió falsificar el testamento. ¿Quién hizo tal cosa si no fue ella?
—Usted no se ha acordado de decirme alguna cosa… —comentó Poirot—. ¿Qué significa esa historia referente a un testamento falsificado?
—Bueno… Hubo un pequeño alboroto cuando llegó el momento de probar la autenticidad del testamento de la dama fallecida…
—¿Tratábase de un testamento nuevo?
—Era lo que en términos legales se denomina un codi… un codicilo…
Elspeth se quedó con la mirada fija en Poirot, quien asintió.
—La mujer había hecho varios testamentos antes —aclaró Spence—. Todos venían a ser lo mismo: donativos para las fundaciones benéficas, legados para los servidores más antiguos, etcétera. Ahora bien, lo esencial de su fortuna, en todos esos documentos, iba a parar a su sobrino y a la esposa de éste, quienes eran sus parientes más cercanos.
—¿Y en cuanto al codicilo…?
—En virtud de lo especificado en el codicilo —manifestó Elspeth—, todo iba a parar a manos de la doncella,
por su
abnegación, por la devoción con que la muchacha había
servido a su señora
. Algo por el estilo era lo que se decía en el documento.
—Dígame más acerca de esa chica
au pair
.
—La muchacha procedía de no sé qué país centroeuropeo. Me parece que tenía un nombre muy largo…
—¿Cuánto tiempo estuvo la muchacha con la anciana?
—Poco más de un año.
—Usted se ha referido a esa mujer en todo momento como si hubiese sido una anciana… ¿Qué edad tenía la señora Llewellyn-Smythe realmente?
—Contaría más de sesenta años. Yo diría que sesenta y cinco o sesenta y seis.