—¡Oh, no, querida! ¡Nada de eso! ¡No ha sido mi intención sugerir tal cosa, ni mucho menos!
Poirot suspiró en el momento en que se apartaba de la casa, con la señora Oliver a su lado.
—El sitio es de lo menos indicado que he podido ver como escenario de un crimen —comentó mientras se aproximaban por el sendero interior a la puerta de la valla—. No advierto ninguna atmósfera especial; no se «huele» por ningún lado la tragedia; no hay ningún personaje destacable, que «valga la pena asesinar»… Haría, no obstante, una excepción con la señora Drake…
—Le entiendo perfectamente. Usted se da cuenta de que puede resultar una persona auténticamente irritante a veces. Yo la veo muy complacida consigo misma…
—¿Cómo es su esposo?
—¡Oh! Es viuda. Su marido falleció hace un año o dos. Contrajo la polio y vivió inútil durante mucho tiempo. Tuvo que ver con la banca en el aspecto profesional, me parece. En su juventud se destacó mucho como deportista y en todo cuanto requería una gran actividad, por lo cual vivió muy amargado durante sus años de hombre inválido.
—Es natural —comentó Poirot.
Éste se quedó pensativo, diciendo al cabo de unos momentos:
—Veamos… ¿Hubo alguna persona entre las presentes que tomara la afirmación de Joyce en serio?
—Lo ignoro. Me inclino a pensar que no.
—¿Cómo cayó la cosa entre sus amigas?
—Pensaba en ellas precisamente. No. No creo que hubiese una sola entre ellas que diese crédito a lo que Joyce dijo. Todas pensaban que se trataba de una invención.
—¿También usted pensó igual?
—Bien. Pues sí, en realidad sí —replicó la señora Oliver—. Desde luego —añadió—, a la señora Drake le agradaría creer que no fue cometido nunca ningún crimen, pero no puede llegar a sus afirmaciones tan lejos, ¿verdad?
—Entiendo que todo esto ha tenido que resultarle doloroso.
—Supongo que sí, en cierto modo —declaró la señora Oliver—. Me imagino, no obstante, que en los momentos actuales habla ya con cierta complacencia de lo acaecido. Entiéndame usted bien… Yo no creo que se resigne a permanecer con la boca cerrada en todo instante, así porque sí.
—¿Le es simpática esa mujer? —inquirió Poirot— ¿Tiene usted a la señora Drake por una mujer agradable?
—Hay que ver lo que le agrada formular preguntas difíciles. Bueno, las suyas resultan muy embarazosas, generalmente —manifestó la señora Oliver—. A usted lo único que parece interesarle es saber si la gente es agradable o no. Rowena Drake es una persona mandona. Es de esos seres que gustan de regirlo todo; quienes les rodean han de limitarse a obedecer forzosamente. En mayor o menor extensión, ella gobierna esta comunidad, me atrevería a pensar. Pero lo hace de una manera eficiente. Todo depende, al enjuiciarla, de si le gustan a usted o no las mujeres mandonas. Personalmente, a mí me hacen poca gracia…
—¿Qué opina acerca de la madre de Joyce, a quien dentro de poco veremos?
—Es una mujer muy agradable. Un tanto estúpida se me antoja, sin embargo. A mí me da mucha lástima. Debe ser terrible para una madre ver morir a una hija tan violentamente, ¿no? Y aquí todo el mundo cree que se trata de un crimen sexual, lo cual empeora las cosas.
—Pero, bueno, no ha habido prueba alguna de que la chica fuese atacada por un muchacho… En lo que tengo entendido, al menos.
—No, pero a la gente le gusta pensar en esa clase de sucesos. Todo se torna más intrigante. Usted ya conoce la manera de ser de algunas personas…
—Uno cree conocerla, que no es lo mismo, amiga mía. Lo que sucede realmente, la mayor parte de las veces, es que no sabemos del prójimo nada en absoluto.
—¿Y no sería mejor que en esta visita a la señora Reynolds le acompañara mi amiga Judith Butler? Ésta la conoce, en tanto que yo soy una extraña para ella.
—Haremos las cosas tal como las hemos planeado.
—Perdón. No me acordaba de que el programa del computador estaba en marcha ya —murmuró la señora Oliver, con un leve destello de rebeldía.
L
A señora Reynolds era un carácter completamente distinto del de la señora Drake. En ella no se advertía el aire de competencia que se observaba enseguida en esta última. Nada de su persona tampoco inducía a pensar que cambiaría con el tiempo.
Vestía de luto y llevaba en una mano, estrujado, un pañuelo húmedo. Evidentemente, lloraba con el menor pretexto.
—Ha sido usted muy amable —dijo dirigiéndose a la señora Oliver—, hacer venir aquí a uno de sus amigos, con objeto de ayudarnos —la mujer estrechó la mano de Poirot, observando a éste con vacilante mirada—. La verdad es que no se me ocurre qué puede hacer ya nadie por nosotros… Nada me devolverá a mi pobre hija. ¡Oh! Es terrible… ¿Cómo puede ser que haya personas capaces de matar a criaturas de esa edad? Si ella hubiese proferido algún grito, al menos… Aunque supongo que el asesino la forzaría inmediatamente a permanecer con la cabeza dentro del cubo… ¡Oh! La sola imagen de lo sucedido me horroriza. Pensar en ello supone para mí un terrible tormento.
—Por Dios, señora. Yo no abrigo precisamente la intención de atormentarla. Por favor, no piense ahora en eso. Yo sólo pretendo hacerle unas cuantas preguntas, por si las respuestas correspondientes pudieran ayudarnos a… a dar con el asesino de su hija. Ya me imagino, naturalmente, que usted no posee la más leve idea acerca de su probable identidad.
—¿Qué idea voy a tener sobre eso? Jamás se me había pasado por la cabeza el pensamiento de que a mi hija podía ocurrirle semejante desgracia. Woodleigh Common es un sitio agradable… Como la gente de aquí… Supongo que el criminal sería algún ser extraño a esta población que entraría en la casa por una de sus ventanas. Quizá fuera un consumidor habitual de drogas u otro degenerado por el estilo. Vio luces, diose cuenta de que se celebraba una reunión en la casa y se introdujo en ella, sin más…
—¿Está usted segura de que fue un hombre y no una mujer quien atacó a su hija?
—Tuvo que ser un hombre —respondió la señora Reynolds, impresionada—. Supongo que fue un hombre… No pudo ser una mujer, ¿verdad?
—Una mujer de fuerzas suficientes para…
—Creo que, a mi manera, le entiendo… Sí, las mujeres, actualmente, hacen gimnasia, gozan con frecuencia de una constitución atlética, tienen tanta fuerza como muchos hombres. Sin embargo, me cuesta trabajo creer que pueda existir una mujer capaz de cometer una acción como… como… Joyce era una niña tan sólo… Joyce no contaba más de trece años.
—Mire usted, señora: yo no quiero alargar mi estancia en esta casa innecesariamente. Tampoco pretendo formular preguntas molestas, embarazosas. No quiero trastornarla aludiendo una y otra vez a los hechos que han de resultarle muy dolorosos, lógicamente. Yo únicamente quería referirme a una observación salida de los labios de su hija durante la reunión… Creo que usted no se encontraba presente. ¿Es así?
—No, yo no estaba allí… En los últimos días no me había sentido muy bien. De otro lado, las reuniones juveniles siempre me han resultado pesadas, fatigosas. Los llevé en el coche, regresando más tarde, para recogerlos… Las tres criaturas fueron juntas, ¿sabe? Estoy refiriéndome a Ann, la mayor, con sus dieciséis años, y a Leopold, que cuenta casi once… ¿Qué fue lo que Joyce dijo? ¿No querría usted hablarme de ello?
—La señora Oliver, que estuvo en la reunión, le dirá cuáles fueron exactamente las palabras pronunciadas por su hija. Dijo, según creo, que había sido testigo presencial de un crimen.
—¿Joyce se expresó en tales términos? ¡Oh! ¡No es posible! ¿De qué crimen pudo ser ella testigo presencial?
—Bien… A todo el mundo le pareció eso improbable —declaró Poirot—. Yo me pregunté si usted opinaría lo contrario. ¿Le habló en alguna ocasión la chica de tal cosa?
—¿De haber presenciado un crimen? ¿Quién? ¿Joyce?
—Tiene usted que pensar —señaló Poirot—, que la palabra «crimen» pudo haber sido utilizada por Joyce de una manera un tanto libre o arbitraria. Esto no es de extrañar en una chica de su edad… Con ese vocablo pudo aludir alguien a una persona atropellada por un vehículo, a una riña que tuviese por escenario la orilla de un río o un puente, con la caída de uno de sus contendientes… Pudo tratarse incluso de una escena no iniciada en serio, pero que tuviese consecuencias desgraciadas.
—Pues la verdad es que no acierto a recordar nada por el estilo que hubiese sucedido y que Joyce pudo haber presenciado. Nunca me habló de nada raro… Mi hija debió de estar bromeando…
—Hablaba muy en serio —declaró la señora Oliver—. Insistió en que había sido testigo de un crimen, sin lugar a dudas.
—¿Dio alguien crédito a sus palabras? —inquirió la señora Reynolds.
—Lo ignoro —respondió Poirot.
—Yo creo que no —declaró la señora Oliver—. O quizá nadie quiso animarla a continuar hablando en aquel sentido diciéndole que tomaban sus afirmaciones en serio.
—Todo el mundo se inclinó entonces a tomar sus palabras en broma, asegurando que la chica se había inventado lo que decía —opinó Poirot, menos amable en aquellos instantes que la señora Oliver.
—Bueno, hay que reconocer que sus oyentes se mostraron muy poco o nada corteses —indicó la señora Reynolds—. Como si Joyce mintiera todos los días con cosas como ésa…
La madre de la desventurada chica se mostró ahora profundamente irritada.
—Voy a decirle lo que yo pienso, señora —manifestó Poirot—. Lo más seguro es que la chica incurriera en algún error. Es decir, cabe la posibilidad de que hubiese presenciado algo que a su entender podía ser tomado por un crimen. Lo más probable era que se tratara de algún accidente.
—Lo habría puesto en conocimiento de su madre, ¿no? —inquirió la señora Reynolds, todavía irritada.
—Es lógico suponérselo —contestó Poirot—. ¿No le habló de nada especialmente extraño nunca? Pudiera habérsele olvidado, señora Reynolds. Sobre todo si no era un asunto realmente importante.
—¿Cuándo?
—No lo sabemos —repuso Poirot—. He aquí una de las dificultades con que tropezamos… La cosa pudo datar de hace tres semanas… o tres años. La muchacha señaló que «era muy joven» al producirse el suceso. ¿Qué entiende por «muy joven» una criatura de trece años? ¿Usted no se acuerda de ningún acontecimiento sensacional, o de alguna resonancia, en estos momentos?
—Pues… no. Bueno, siempre oye una referir cosas que la impresionan en mayor o menor grado. También se leen gacetillas raras en los periódicos: mujeres solas que se ven atacadas, o jóvenes parejas… Pero no acierto a evocar nada especialmente memorable, nada que suscitara claramente el interés de Joyce…
—Y si Joyce aseguró positivamente que había presenciado un crimen, ¿usted creería en la sinceridad de sus palabras?
—Ella no tenía por qué mentir —afirmó la señora Reynolds—. También pienso en que pudo formar un juicio de algo que vio erróneamente.
—Tiene usted razón, señora Reynolds —Poirot hizo una pausa—. ¿Podría hablar ahora, durante unos momentos, con sus otros hijos, también presentes en la reunión?
—Pues sí… Aunque no sé qué espera usted oír de ellos. Ann se encuentra en estos instantes en la planta superior, haciendo sus deberes. Prepara unos exámenes. Leopold se halla ahora en el jardín, montando un pequeño avión.
Leopold era un chico fuerte, redondo, sólido. Al parecer, la construcción mecánica era capaz de absorberle por completo. Tuvieron que transcurrir todavía unos momentos antes de que se decidiera a concentrar su atención en las preguntas que Poirot le dirigió.
—Tú te encontrabas allí, ¿verdad, Leopold? Oíste lo que tu hermana dijo, ¿no? ¿Qué es lo que dijo?
—¡Oh! ¿Se refiere usted a lo del crimen?
Ahora daba la impresión el chico de que se sentía fascinado.
—Sí, en efecto, me refiero a lo del crimen —declaró Poirot—. Tu hermana afirmó que había visto cometer un crimen en cierta ocasión. ¿Juzgas tú verdad semejante cosa?
—No. Desde luego que ella no vio nada —respondió Leopold—. ¿A quién pudo mi hermana ver matar? Eran cosas de Joyce… Joyce era así.
—¿Qué quieres darnos a entender con tus palabras, Leopold?
—A Joyce le gustaba exhibirse —afirmó Leopold al tiempo que procedía a doblar un alambre, haciendo una expresiva mueca—. Joyce era una estúpida… Se habría prestado a decir lo que fuese con tal de conseguir que los demás se quedasen pasmados, fijándose en ella.
—¿Crees tú que inventó todo lo que dijo?
La mirada del chico se desplazó de Poirot para detenerse en el rostro de la señora Oliver.
—Supongo que mi hermana aspiraba a impresionarla a usted un poco —declaró el muchacho—. Usted se dedica a escribir novelas policíacas, ¿verdad? Yo me figuro que Joyce hizo cuanto estaba a su alcance con el propósito de destacarse de sus amigas.
—¿Se comportaba así de manera habitual? —quiso confirmar Poirot.
—¡Oh! Con tal de significarse habría sido capaz de declarar lo que fuese —supuso Leopold—. Apostaría cualquier cosa, sin embargo, a que nadie dio el menor crédito a sus palabras.
—¿Y tú oíste lo que dijo? ¿Crees que hubo alguien que diese crédito a sus palabras?
—Bueno, yo oí sus palabras, pero sin hacer caso de ellas… Beatrice y Cathie se echaron a reír. Las dos calificaron sus declaraciones de «cuento» o algo semejante, no recuerdo…
Poirot pensó que el pequeño Leopold había dicho todo lo que tenía que decir ya.
Subieron a la planta superior. Ann, una muchacha que parecía contar algo más de dieciséis años, estaba de codos sobre una mesa, ante unos cuantos libros de estudio, abiertos.
—Sí. Yo estuve en la reunión —afirmó.
—¿Oíste decir a tu hermana que había sido testigo presencial de un crimen?
—¡Oh, sí! No hice el menor caso de aquello, sin embargo.
—¿Juzgaste una mentira la afirmación de tu hermana?
—Aquello no podía ser verdad. Hace muchísimo tiempo que aquí no ha habido ningún crimen.
—Entonces, ¿a qué atribuyes las manifestaciones de tu hermana?
—¡Oh! A Joyce le gustaba presumir delante de todo el mundo. Le agraciaba exhibirse. Solía contar una maravillosa historia referente a un viaje suyo a la India. Mi tío había estado allí y ella aseguraba haberle acompañado. Eran muchas las condiscípulas que llegaron a creer en sus palabras.
—Bueno, y tú, Ann, no recuerdas que en los últimos tres o cuatro años haya sido este lugar escenario de algún crimen…