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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, Policíaco

Las manzanas (20 page)

BOOK: Las manzanas
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—Esa gente sabrá a qué atenerse. Tenemos muy buenos agentes de policía en este distrito. Su actuación ha sido muy meritoria con ocasión de ciertos sucesos ya pasados. Son muy competentes y no se dan por vencidos así porque sí. Me inclino a pensar que acabarán dando con el autor de este crimen, si bien me figuro que no lo localizarán rápidamente. Necesitarán días y más días, dedicados pacientemente a la búsqueda de pruebas.

—Estas pruebas, madame, serán muy difíciles de hallar.

—Sí. Supongo que sí. Cuando mi esposo murió… Era un lisiado, ¿sabe usted? Cruzaba la carretera y un coche se precipitó sobre él. No se encontró jamás la persona responsable del accidente. Usted sabrá, quizá, que mi marido era víctima de la polio… Sufría de una paralización parcial de sus miembros desde hacía seis años. Había mejorado bastante, pero continuaba siendo un impedido y tenía que costarle forzosamente mucho trabajo evitar un vehículo que se le viniera encima de un modo inesperado. Me sentí culpable, en su día… Él insistía en salir solo, sin nadie que le acompañara. Rechazaba los buenos oficios de una enfermera o de una esposa que se prestara a desempeñar el papel de ésta. Pero tomaba siempre las máximas precauciones cuando se disponía a cruzar una calzada. Claro, sucede que cuando se presenta una desgracia de éstas los que se hallan alrededor de la víctima no cesan de formularse reproches…

—¿Ocurrió esto a raíz de la muerte de su tía?

—No. Ella falleció poco después. Los acontecimientos, gran número de veces, se precipitan de una manera extraña, ¿eh?

—Cierto —confirmó Hércules Poirot, que inquirió a continuación—. ¿No fue capaz la policía en su día de dar con el coche que atropello a su esposo?

—El vehículo era un «Grasshopper Mark 7», me parece recordar… Uno de cada tres coches de los que circulaban entonces por la carretera pertenecían a esa marca. Me dijeron que era el automóvil más popular del mercado. Los agentes alegaron que había sido robado en Market Place, dentro de Medchester. Hay allí una zona de estacionamiento de turismos. Era propietario del coche un tal señor Waterhouse, viejo comerciante de semillas de Medchester. El tal señor Waterhouse era un conductor prudente, poco amigo de las grandes velocidades. No había sido él, desde luego, el autor del atropello. Evidentemente, se trataba de uno de esos episodios corrientes de robos de automóviles en que se ejercita nuestra juventud actual, estos negligentes muchachos, estos despreocupados jóvenes, habrían de ser juzgados, creo yo, con más severidad…

—Lo oportuno sería una prolongada estancia en prisión, quizá. La multa, que por añadidura suele ser pagada por los parientes más próximos, siempre indulgentes, no produce ningún efecto, normalmente, no les causa la más leve impresión.

—Hay que tener presente —añadió Rowena Drake—, que esos jóvenes se hallan en un momento crítico de sus vidas, en que resulta de vital importancia proseguir los estudios emprendidos, si es que desean abrirse paso en el mundo…

—«La vaca sagrada de la educación» —dijo Hércules Poirot—. He aquí una frase que he oído en labios de personas que debieran saber vigilar sus expresiones… Se trata de gente que ocupa puestos académicos de cierta responsabilidad.

—Y que no da con las soluciones urgentes que se requieren.

—Es posible que usted sea partidaria de otra acción, aparte de la recomendada de privación de libertad…

—A nuestra juventud hay que imponerle un tratamiento adecuado de aplicación inmediata —manifestó Rowena Drake con firmeza.

—¿Y usted cree que tal proceder nos permitirá siempre dar con escondidos tesoros? ¿No piensa, como muchos, que cada ser humano tiene su destino trazado?

La señora Drake adoptó una expresión dubitativa. Daba la impresión ahora de sentirse a disgusto frente a Poirot.

—Me he referido al fatalismo árabe —aclaró Poirot.

La señora Drake miró fríamente a su interlocutor.

—Espero —manifestó— que no lleguemos a organizar nuestras vidas a base de extraer nuestros ideales del Oriente.

—Uno tiene que aceptar los hechos tal como son —contestó Poirot—. Uno de estos hechos es el expresado por los modernos biólogos. Estoy refiriéndome a los biólogos occidentales —se apresuró a agregar—. Al parecer, se ha sugerido que la raíz de nuestra personalidad arranca de la genética propia. Es decir, que un criminal de veinte años era ya un asesino en potencia cuando contaba dos o tres… En otro sentido, lo mismo puede afirmarse de un genio de las matemáticas o de la música…

—No estamos hablando de criminales —alegó la señora Drake—. Mi esposo murió a consecuencia de un accidente. Fue un accidente causado por una persona descuidada, mal ajustada emocionalmente. Fuese un muchacho o un joven el conductor del vehículo, cabe siempre la esperanza de que se llegue a asimilar la creencia de que constituye un deber considerar al prójimo. Hay que orientar a los adolescentes, hacerles ver que una negligencia puede ser criminal, aunque no exista una intención de tipo censurable.

—¿Usted está convencida entonces de que en el accidente de que fue víctima su esposo no hubo una intención criminal?

—Lo dudo, al menos —la señora Drake dio muestras de hallarse ligeramente sorprendida—. Yo no creo que la policía llegara a considerar en serio tal posibilidad. Yo no, desde luego. Fue un accidente, como tantos otros que ocurren todos los días. Fue un trágico accidente que alteró varias vidas, entre las cuales figuraba en primer lugar la mía.

—Usted ha dicho que no estábamos hablando de criminales —dijo Poirot—. Pero en el caso de Joyce es distinto… Aquí no hubo ningún accidente. Fueron unas manos ignoradas las que, con plena deliberación por parte de su dueño o dueña, mantuvieron la cabeza de la niña sumergida en el agua del cubo. Así hasta que se presentó la muerte. Fue un intento deliberado de asesinato, coronado por el éxito.

—Lo sé, lo sé. Y es terrible. No me gusta pensar en ese desgraciado episodio. No quiero que me lo recuerden.

La señora Drake se levantó, paseando de un lado para otro muy nerviosa. Poirot continuó hablando, despiadadamente.

—Nos enfrentamos aquí a otra cosa: hemos de averiguar el móvil…

—Yo creo que un crimen de esta clase puede carecer de móvil.

—¿Alude a la posibilidad de que haya sido cometido por un perturbado mental, por alguien que disfrute sólo con ver morir a un semejante?

—Hemos oído hablar de estos casos, todos. Resulta difícil de determinar, sin embargo, la causa determinante de tales acciones. Ni siquiera los psiquiatras se muestran de acuerdo al enjuiciar estos problemas.

—¿Se niega usted a admitir una explicación más simple?

El desconcierto de la señora Drake era ahora evidente.

—¿Una explicación más simple?

—Pudiera ser que hubiese aquí un personaje que no tuviese nada en absoluto de perturbado mental, que no fuese un caso para los psiquiatras, ni mucho menos… Pienso en alguien que, sencillamente, quisiera sentirse a salvo.

—¿A salvo? ¡Oh! Usted cree…

—La chica había estado alardeando dentro del mismo día, unas horas antes, de que había visto cometer un crimen a alguien…

—Joyce —declaró la señora Drake calmosamente—, era realmente una niña estúpida. He de señalar, lamentándolo mucho, que mentía con bastante frecuencia.

—Eso me lo han dicho ya varias personas —confirmó Hércules Poirot—. Estoy empezando a creer que no debe haber error en lo que me ha contado todo el mundo —añadió con un suspiro—. Habitualmente, es lo que pasa.

Poirot púsose en pie, adoptando otra actitud.

—He de excusarme, madame. Le he hablado de cosas dolorosas, molestas, de cosas que quizá no me conciernan. Ahora bien, me pareció, guiándome por las palabras de la señorita Whittaker…

—¿Por qué no intenta obtener más detalles de ella? ¿Quiere usted indicarme que…?

—La señorita Whittaker trabaja como profesora. Ella sabe, mejor que yo, cual es el auténtico carácter de cada una de las chicas de cuya instrucción se ocupa.

Hizo una pausa y la señora Drake agregó:

—La señora Emilyn se encuentra en idéntica situación.

—¿La directora del colegio? —inquirió Poirot, extrañado.

—Sí. Ella sabe muchas cosas. Quiero decir que posee grandes conocimientos de psicología… Usted me ha indicado la posibilidad de que albergase ideas (formadas a medias) sobre la identidad del asesino de Joyce. Se equivoca… Sin embargo, pienso que la situación de la señorita Emilyn ha de ser distinta.

—Eso es sumamente interesante…

—No he querido decir que posea
pruebas
. He sugerido que pudiera saber
algo
. Ella podría decirle… Pero no creo en absoluto que se muestre muy bien dispuesta.

—Empiezo a darme cuenta —declaró Poirot—, de que todavía me queda por recorrer un largo camino. La gente de aquí sabe cosas… Pero no todo el mundo estará dispuesto a revelármelas.

Se quedó mirando con gesto pensativo a Rowena Drake.

—Su tía, la señora Llewellyn-Smythe —manifestó después Poirot—, tuvo a su servicio una chica extranjera…

—Al parecer se ha impuesto usted perfectamente de todas las habladurías de la localidad —repuso la señora Drake, muy seca—. Efectivamente, no le han engañado. Tras la muerte de mi tía, la muchacha en cuestión desapareció de aquí casi de repente.

—Impulsada por muy sólidas razones, según tengo entendido.

—Yo no sé si decir esto podrá ser considerado pecado de escándalo, especie calumniosa, pero es casi seguro que falsificó un codicilo, un apéndice del testamento de mi tía… Parece ser también que alguien la ayudó…

—¿Alguien?

—Esa muchacha era amiga de un joven que trabajaba en las oficinas de un abogado de Medchester. El había andado mezclado con un caso de falsificación anteriormente. El caso nunca llegó a verse en las salas de justicia debido a que la chica desapareció. Comprendió que el testamento no sería admitido legalmente y que lo más lógico era que fuese procesada. La muchacha se fue inesperadamente y ya no volvió a saberse más de ella.

—La joven procedía, según me han dicho, de un hogar destrozado —agregó Poirot.

Rowena Drake tornó a mirarle con fijeza, pero sonreía amistosamente de nuevo.

—Gracias por la información que me ha facilitado, madame —dijo Poirot.

Después de abandonar la casa, Poirot decidió estirar un poco las piernas por la carretera. Al doblar una curva vio a lo lejos un rótulo sobre una entrada vallada. El rótulo rezaba, según pudo comprobar unos minutos más tarde: «Cementerio del Camino de Helpsly». Había estado andando unos diez minutos. El cementerio no contaría más que un par de lustros. Había ido creciendo a la par que Woodleigh como entidad residencial. La iglesia era de regulares dimensiones y dataría de dos o tres siglos atrás. El camposanto venía a ser una especie de camino que ponía en contacto dos sectores distintos. Era de trazo moderno, se dijo Poirot, estudiando las lápidas, de granito y mármol. Veíanse urnas, macetones y pequeños setos de verde vegetación y flores. No había inscripciones ni epitafios que llamaran la atención. Nada se encontraba allí que pudiese atraer el interés de un aficionado a las cosas antiguas. Tratábase de un sitio limpio, tranquilo, aseado. Los sentimientos de los familiares de las personas que allí descansaban habían quedado sobriamente expresados.

Poirot se detuvo para leer el texto labrado en una tablilla plantada en la cabecera de una sepultura. Había otras por las inmediaciones, todas las cuales databan de dos o tres años atrás. La inscripción era sencilla:

«A la memoria de Hugo Edmund Drake,
amado esposo de Rowena Arabella Drake,
fallecido el 20 de marzo de 19…
Dios le dio el merecido descanso»

Se le ocurrió pensar a Poirot, recientemente alcanzado por los disparos de la dinámica Rowena Drake, que el descanso le había llegado a su esposo por la ruta más inesperada.

Descubrió una urna de alabastro que contenía restos de un ramos de flores. Un jardinero ya viejo, evidentemente dedicado en el recinto a cuidar de las tumbas de los buenos ciudadanos de Woodleigh Common que habían abandonado definitivamente el sector residencial, se aproximó a Poirot con la esperanza de charlar unos minutos con él. Dejó su azada y la escoba de que era portador a un lado…

—Usted no es de aquí, ¿verdad, señor? —inquirió el anciano.

Poirot asintió, acogiéndolo con una afable sonrisa.

—El señor Drake… —murmuró el jardinero, pensativo, habiendo fijado la mirada en la tumba que tenían delante—. Un auténtico caballero. Era un lisiado, el pobre. Padecía de parálisis infantil. Y digo yo: ¿por qué
infantil
? Esta enfermedad ataca también a las personas mayores. Tanto hombres como mujeres. Mi esposa tenía una tía que la contrajo en España. Hizo un «tour» por el país, bañándose en no sé qué río. Los médicos no saben a qué atenerse muchas veces. Hoy las cosas han cambiado mucho. Usted habrá visto que todos los pequeños son inyectados con la vacuna contra la enfermedad. No hay tantos casos… Pues sí… El señor Drake era todo un caballero. No se quejaba, pese a que su padecimiento era el peor de los castigos que una persona puede soportar. No en balde había sido un deportista excelente. Formó parte del equipo de béisbol… Desde luego, era una gran persona el señor Drake.

—Falleció a consecuencia de un accidente, ¿no?

—Cierto. Fue en el momento de cruzar la carretera, a la hora del crepúsculo. Se le echó encima uno de esos vehículos que a menudo ve uno por ahí, conducidos por jóvenes de abundantes cabelleras o barbas. Es lo que dijeron. El coche no se detuvo siquiera. Sus ocupantes no volvieron para averiguar lo que habían hecho. Abandonaron el automóvil no sé dónde, en un estacionamiento, me parece, a unos treinta kilómetros de distancia del lugar del suceso. El coche no pertenecía a sus ocupantes. Éstos lo habían robado… ¡Oh! Es terrible… ¡Hay que ver los accidentes de automóviles que se producen hoy en día! Y la policía, a todo esto, se ve impotente. Apenas puede hacer nada. La señora Drake quería mucho a su esposo… Fue un duro golpe para ella la desgracia. Viene aquí casi todas las semanas con flores, que deposita en el sepulcro. Los dos se llevaban muy bien. Con todo, a mi me parece que esa mujer estará ya muy poco en este sector residencial…

—¿De veras? ¿Pese a disfrutar en este sitio de una hermosa vivienda?

—Sí, sí… Y en el poblado esa mujer se mueve lo suyo. Se la ve en todas partes. Forma parte de las directivas de las sociedades femeninas, organiza tés y reuniones… Se halla al frente de muchas cosas. Alguna gente piensa que le gusta demasiado mandar. Es así, realmente. Pero el párroco, por ejemplo, confía en ella. Es una mujer de iniciativa. Monta viajes de turismo, excursiones cortas… ¡Oh, sí! Yo no se lo digo a mi mujer, pero lo pienso: no por dejarse ver esas personas son más populares. ¿Usted entiende lo que quiero decir? Lo normal es que vayan incesantemente de un lado para otro indicando qué es lo que debe hacerse y qué es lo que hay que evitar. Esas señoras tienen alma de dictadoras. No tienen la más leve idea de lo que significa la libertad para algunos seres… Claro que hay que reconocer que actualmente en ningún lado se disfruta de ella.

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