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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

Las correcciones (47 page)

Fuera de su propio yo oía el psh-psh de unas manos balanceándose suavemente en sus goznes, en las sábanas.

Y el misterioso fluir del agua a su alrededor, por los capilares secretos del
Gunnar Myrdal.

Y alguien riéndose a hurtadillas en el dudoso espacio situado por debajo del horizonte de la cama.

Y el despertador dosificando cada tic. Eran las tres de la madrugada y su amante lo había abandonado. Ahora, cuando más necesitaba sus consuelos, se le iba por ahí, como una puta, con durmientes más jóvenes. Durante años le había prestado servicio, le había abierto los brazos y las piernas, todas las noches, a las diez y cuarto. Había sido su rinconcito, su seno materno. Aún conseguía reunirse con ella a primera o a última hora de la tarde; pero no en la cama, por las noches. En cuanto se acostaba se ponía a buscarla a tientas, por las sábanas, y a veces, durante unas cuantas horas, lograba encontrar alguna extremidad huesuda de su amante a que aferrarse. Pero, sin falta, a la una o a las dos o a las tres, se desvanecía más allá de cualquier pretensión de seguir perteneciéndole.

Recorrió con la vista, temerosamente, la moqueta de color naranja oxidado, hasta llegar a la madera rubia de la cama de Enid. Enid parecía muerta.

El agua precipitándose por un millón de cañerías.

Y el temblor: tenía su teoría sobre el temblor. Que procedía de los motores, que cuando se arma un buque de lujo para cruceros se hace lo posible por ahogar o enmascarar todos los ruidos que los motores emiten, uno detrás de otro, hasta alcanzar la más baja frecuencia audible, o incluso menos, pero que no hay modo de conseguir el cero. Hay que conformarse con un vibración de dos hercios, por debajo del umbral auditivo, resto y recordatorio irreductibles del silencio impuesto a algo muy poderoso.

Un animal pequeño, un ratón, correteó por las sombras escalonadas que había al pie de la cama de Enid. Por un momento, Alfred tuvo la impresión de que el suelo entero estaba hecho de corpúsculos corretones. Luego, todos los ratones se resolvieron en un solo y descarado ratón, horrible: pegajosas bolitas de cagarrutas, costumbres roedoras, meadas sin ton ni son…

—¡Gilipollas, gilipollas! —se mofaba el visitante, trasladándose de la oscuridad al anochecer que había junto a la cama.

Consternado, Alfred identificó al visitante. Primero vio el contorno de cagada viniéndose abajo, y luego captó un tufillo de descomposición bacterial. Eso no era un ratón. Era la mierda.

—Dificultades urinarias, ¡je-je! —dijo la mierda.

Era una mierda sociópata, una diarreas, una voceras. Se le había presentado a Alfred la noche anterior, dejándolo en tal estado de agitación, que sólo los servicios de Enid, el fogonazo de la luz eléctrica y el tranquilizador contacto de la mano de Enid en el hombro lograron salvar la noche.

—¡Fuera! —ordenó Alfred, con mucha autoridad.

Pero la mierda trepó por un lado de la inmaculada cama nórdica y se aplastó encima de la colcha, igual de relajada que un trozo de Brie o que un trozo de Cabrales envuelto en hojas y con olor a estiércol.

—Nada que hacer al respecto, amigo.

Y se disolvió literalmente en una tempestad de pedorretas jocosas.

Tener miedo a tropezarse con la mierda en la almohada era igual que darle una cita en la almohada, donde hizo flop y quedó en postura de destellante bienestar.

—Márchate, márchate —dijo Alfred, plantando un codo en la moqueta, mientras salía de la cama con la cabeza por delante.

—Ni hablar del peluquín —dijo la mierda—. Antes tengo que meterme en tu ropa.

—¡No!

—Como dos y dos son cuatro, amigo. Voy a meterme en tu ropa y a tocar la tapicería. Voy a dejar chafarrinones y manchas por todas partes. Voy a echar una peste horrible.

—¿Por qué, por qué haces todo esto?

—Porque me viene en gana —croó la mierda—. Es lo que soy. ¿Pretendes que renuncie a mi gusto a favor de otros gustos? ¿Que me suba de un brinco a la taza del váter, para no herir sensibilidades ajenas? Ésa es tu especialidad, amigo. Lo has hecho todo con las patas de patrás. Y mira dónde te ha llevado la cosa.

—Los demás deberían tener más consideración.

—Tú deberías tener menos. Yo, personalmente, estoy en contra de toda astringencia. Si lo tienes dentro, suéltalo. Si lo quieres, consíguelo. Hay que poner por delante los propios intereses.

—La civilización depende de la contención —dijo Alfred.

—¿La civilización? La tenéis muy supervalorada, a la civilización. A ver, ¿ha hecho algo por mí, alguna vez, la civilización? ¡Tirar de la cadena! ¡Darme un trato de mierda!

—Pero es que eso es lo que eres —alegó Alfred, con la esperanza de que la mierda captase lo lógico de su aserto—. Y para ti están hechos los váteres.

—¿Quién eres tú para llamarme mierda, gilipollas? Tengo los mismos derechos que todo el mundo. ¿O no? Tengo derecho a la vida, a la libertad y a la follúsqueda de la follicidad. Lo dice la Constitución de los Justados Unidos…

—No es así —dijo Alfred—. Te estás refiriendo a la Declaración de Independencia.

—O a cualquier otro papel amarillento, ¿a mí qué culorrata me importa dónde esté escrito exactamente? Los estrechos de culo como tú lleváis corrigiendo cada puta palabra que me sale de la boca desde que era pequeñita. Tú y todos esos profesores fascistas estreñidos, y la pasma nazi. En lo que a mí respecta, como si todo estuviera escrito en papel higiénico. Lo que yo digo es que estamos en un país libre, que yo estoy en mayoría, y que tú, amigo, estás en minoría. O sea, que te den por el culo.

La actitud y el tono de voz de la mierda le resultaban vagamente familiares a Alfred, pero no lograba situarlos. Se puso a dar tumbos y volteretas por la almohada, dejando un rastro entre marrón y verde, salpicado de bolitas y trozos de fibra, con rayas y hendiduras blancas, sin manchar, en las zonas irregulares de la funda. Alfred, en el suelo, junto a la cama, se tapó la nariz y la boca con ambas manos, para mitigar la pestilencia y el horror.

La mierda, a continuación, se le subió por la pernera del pijama. Notó sus piececitos de ratón.

—¡Enid! —gritó, con la fuerza que le quedaba.

La mierda andaba rondándole la parte superior de los muslos. Haciendo un gran esfuerzo para doblar las rígidas piernas y enganchar el elástico con los pulgares, semifuncionales, se bajó el pijama para capturar la mierda que tenía dentro. De pronto comprendió que la mierda era una reclusa fugada, un desecho humano cuyo lugar era la cárcel. Para eso estaba la cárcel: para quienes se creían con derecho a dictar su propias normas, por encima de la sociedad. Si la cárcel no bastaba para disuadirlos, había que aplicarles la pena de muerte. ¡Muerte! Sacando fuerzas de la cólera, Alfred logró apartarse de los pies la bola del pijama, y luego la retorció contra la moqueta, dándole de golpes con ambos antebrazos, y luego la calzó en lo más profundo del hueco entre el colchón nórdico y el no menos nórdico somier.

Se quedó de rodillas, conteniendo el aliento, en chaqueta de pijama y pañal para adultos.

Enid seguía durmiendo. Había algo claramente de cuento de hadas en su actitud de esta noche.

—¡Bluac! —se cachondeó la mierda.

Acababa de reaparecer en la pared, sobre la cama de Alfred, y colgaba en condición precaria, como si alguien la hubiera estampado ahí, junto a un aguafuerte del puerto de Oslo.

—¡Maldita seas! —dijo Alfred—. ¡Tendrías que estar en la cárcel!

La mierda resolló de risa y se deslizó muy despacito por la pared abajo, con los viscosos seudópodos a punto de chorrearse en las sábanas.

—Me parece a mí —dijo— que vosotros, los de personalidad anal retentiva, lo que queréis es tenerlo todo en la cárcel. Como niños pequeños, tío, qué mal rollo. Te quitan los
bibelots
de las estanterías, tiran comida a la alfombra, berrean en el cine, mean fuera del agujero. ¡A la trena con ellos! ¿Y los polinesios, tío? Meten arena en la casa, manchan los muebles de salsa de pescado, y todas esas niñatas pubescentes, con las domingas al aire. ¡A la cárcel! ¿Y los de diez a veinte, ya que estamos? Esa panda de enanos salidos, toma allá falta de respeto. Y los negros. Se las trae, el tema. Mucha exuberancia gritando. Y una gramática interesante. Huelen a alcohol tipo malta y tienen un sudor muy rico y muy como de pelo. Y mucho bailoteo y venga menearse. Y esos cantantes con voz que cantan como partes del cuerpo mojadas de saliva y ungüentos especiales. ¿Para qué pueden estar las cárceles, sino para meter en ellas a los negros? Y los caribeños, con sus petas y sus niños barrigones y sus barbacoas como diarias y sus virus hanta que les traen las ratas y sus bebistrajos con mucha azúcar y con sangre de cerdo en el fondo del vaso. Cerrarles la celda de un portazo, echar la cerradura y tirar la llave. Y los chinos, tío, con esos nombres tan raros, que son unos vegetales que dan miedo de puro malo, que parecen consoladores cultivados en casa, recién usados y sin lavar. Un dólal, un dólal. Y esas carpas viscosas y esos pájaros cantores despellejados vivos, bueno, el colmo, la sopa de perrito y las albóndigas de gatito. Y se comen a las niñas recién nacidas, en plan délicatesse nacional. Y el intestino ciego de los cerdos, entiéndase bien, estamos hablando del ano de los cerdos, todo correoso y todo lleno de pelos. Los chinos
pagan
por comerse el ano de un cerdo. ¿Qué tal si les tiramos una bomba atómica y nos cargamos uno coma dos millones de chinatas? Así empezamos a limpiar un poco el mundo. Y las mujeres, no vayamos a olvidarnos de las mujeres, dejando un rastro de
Kleenex
y de
Tampax
por dondequiera que pasan. Y los mariquitas, con sus lubricantes de clínica, y los mediterráneos, con sus patillas y su ajo, y los franceses, con sus ligueros, ellas, y ellos y ellas con sus quesos lujuriosos, y los obreros, todo el tiempo rascándose los huevos y con los coches trucados y venga eructos de cerveza. Y los judíos, con sus nabos circuncidados y su delicias de pescado relleno como zurullos en vinagre, y los blancos anglosajones protestantes, con sus barcos estilizadísimos y sus ponis de polo con el culo poco hecho y sus cigarros puros de que te den morcilla. ¿Qué raro, no, camarada? La única gente cuyo sitio no está en la cárcel, para ti, son los europeos septentrionales de clase media-alta. ¿Y tienes la jeta de criticarme a mí por hacer las cosas a mi manera?

—¿Hay algo que te pueda obligar a salir de esta habitación? —dijo Alfred.

—Afloja el viejo esfínter, amigo. Déjalo ir.

—¡Eso nunca!

—Entonces a lo mejor le hago una visita a tu estuche de aseo. Lo mismo me da un ataque de diarrea encima de tu cepillo de dientes. Y, de paso, le añado un par de chorros a la crema de afeitar, y mañana por la mañana vas a tener una estupenda espuma de tonos marrones…

—Enid —dijo Alfred, con voz muy tensa, sin apartar los ojos de la taimada mierda—. Estoy en dificultades. Te agradecería que me ayudases.

Su voz debería haberla despertado, pero dormía tipo Blancanieves, profundísimamente.

—Enid, cariño —volvió a cachondearse la mierda, con acento británico a lo David Niven—. Mucho te agradecería que me ayudases tan pronto como lo consideraras pertinente.

Informes no confirmados, procedentes de los nervios de donde termina la espalda, y también de las corvas, sugerían la posibilidad de que hubiese otras unidades de mierda en las proximidades. Rebeldes mierdosos camuflados, resollando, desgastándose en rastros de fetidez.

—Comer y follar, amigo —dijo la caudilla de las cagadas, colgando de la pared, ahora, por un solo seudópodo de mousse fecal, a punto de desprenderse—, a eso se reduce todo. Todo lo demás, y lo digo tan modestamente como corresponde, es pura mierda.

A continuación se rompió el seudópodo y la caudilla de las cagadas —dejando en la pared un montoncito de putrescencia— cayó en picado, gritando de alegría, contra una cama que
era propiedad de las Nordic Pleasurelines
y que iba a ser hecha, dentro de pocas horas, por una adorable finlandesita. Imaginar a aquella muchacha tan pulcra y tan agradable encontrándose restos de excremento personal por toda la colcha era ya mucho más de lo que Alfred podía soportar.

Su visión periférica era un hervidero de heces retorcidas. Tenía que mantener el control, mantener el control. Sospechando que el origen de su problema pudiera ser un escape del inodoro, se trasladó hasta el cuarto de baño, a gatas, y, una vez dentro, cerró la puerta con un pie. Rotó con relativa facilidad sobre las suaves baldosas. Apoyó la espalda contra la puerta e hizo fuerza con los pies contra el lavabo, situado directamente en frente. Lo absurdo de la situación lo hizo reír por un momento. Ahí era nada: un ejecutivo norteamericano, con unos pañales puestos, sentado en el suelo de un cuarto de baño flotante, bajo el asedio de un escuadrón de heces. Qué cosas tan extrañas se nos ocurren, a altas horas de la noche.

Había mejor luz en el cuarto de baño. Había una ciencia de la limpieza, una ciencia del aspecto, una ciencia incluso de la excreción, y se notaba en el enorme inodoro suizo, en forma de huevera, con un pedestal majestuoso, con palancas de control bellamente contorneadas. En aquel ambiente, más a tono con las circunstancias, Alfred logró recuperarse hasta el punto de comprender que las rebeldes mierdosas eran producto de su imaginación, que todo había sido un sueño, al menos en parte, y que el origen de su ansiedad era un simple problema de drenaje.

Desgraciadamente, el servicio de reparaciones no funcionaba de noche. No había modo de echar un vistazo, por uno mismo, a la ruptura, ni tampoco se podía meter por ahí un desobturador flexible, de fontanero, ni una cámara de vídeo. Altamente improbable, también, que el servicio de asistencia pudiera apañárselas para llegar hasta allí en semejantes condiciones. Alfred ni siquiera estaba seguro de poder localizar exactamente su posición en un mapa.

Lo único que podía hacerse era esperar la mañana. A falta de solución plena, dos medias soluciones eran mejor que ninguna. Había que abordar el problema con lo que tuviera uno a mano.

Un par de pañales suplementarios: con eso debería bastar para unas cuantas horas. Y los pañales estaban ahí, en una bolsa, junto a la taza del váter.

Eran casi las cuatro. Como para armar la de Dios es Cristo, si el jefe de zona no estaba en su despacho a las siete en punto. Alfred no lograba recordar cómo se llamaba exactamente, pero daba igual. Llamar a la oficina y hablar con el primero que se pusiera al teléfono.

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