—Enid, es muy, muy tarde, y el despertador va a sonar a las seis, y tengo el agotamiento metido en los huesos. Ella rompió en una tormenta de llanto.
—¡No me diste un beso de despedida!
—Soy consciente de ello.
—¿Qué pasa, que no tengo derecho? ¿Así se marcha un marido que va a dejar sola a su mujer durante dos semanas?
—Es agua pasada. Y, francamente, yo he tenido que soportar cosas mucho peores.
—Y luego vuelves y no dices ni hola. Lo primero que haces es atacarme.
—He tenido una semana espantosa, Enid.
—Y te levantas de la mesa sin que hayamos terminado de cenar.
—Una semana espantosa, y estoy extraordinariamente cansado.
—Y te pasas cinco horas encerrado en el sótano. ¿Eso es estar cansado?
—Si hubieras tenido la semana que yo…
—¡No me diste un beso de despedida!
—¡Por el amor de Dios! ¡A ver si creces de una vez!
—No levantes la voz.
(No levantes la voz, que te puede oír el bebé). (Que de hecho estaba escuchando, empapándose de cada palabra).
—¿Qué te crees, que era un viaje de placer? —preguntó Alfred en un susurro—. Todo lo que hago es por ti y por los chicos. Hacía dos semanas que no tenía un momento para mi solo. Creo que tengo derecho a pasar una horas en el laboratorio. No vas a entenderlo, y tampoco te lo creerías, si lo entendieses, pero he encontrado algo muy interesante.
—Ya. Muy interesante —dijo Enid.
No era, ni de lejos, la primera vez que oía algo así.
—Pues sí,
muy
interesante.
—¿Algo con salida comercial?
—Nunca se sabe. Mira lo que le pasó a Jack Callahan. Esto, al final, lo mismo paga la educación de los chicos.
—¿No dijiste que el descubrimiento de Jack Callahan fue una casualidad?
—Pero ¿tú te das cuenta de lo que estás diciendo? Dios del cielo. Dices que yo soy negativo, pero cuando se trata de un asunto de trabajo, ¿quién es el negativo aquí?
—Es que no me entra en la cabeza que ni siquiera pienses…
—Vamos a dejarlo.
—Si el objetivo es ganar dinero…
—¡Vamos a dejarlo! ¡Vamos a dejarlo! Me importa un rábano lo que hagan los demás. Yo no soy así.
El domingo anterior, en la iglesia, dos veces había vuelto la cabeza Enid y dos veces había pillado a Chuck Meisner con los ojos puestos en ella. Tenía el busto un poco más lleno que de costumbre: eso era todo, probablemente. Pero Chuck se había puesto colorado, las dos veces.
—¿Por qué te comportas con tanta frialdad conmigo? —le preguntó a Alfred.
—Tengo mis motivos —dijo él—, pero no voy a contártelos.
—¿Por qué te sientes tan desgraciado? ¿Por qué no me lo cuentas?
—Antes la tumba fría que contarte nada. La tumba fría.
—¡Ay, ay, ay!
Qué marido tan malo le había tocado en suerte. Malo, malo, malo. Nunca le daba lo que quería. Siempre encontraba algún motivo para no darle nada que pudiera proporcionarle satisfacción.
De modo que ahí estaba, en la cama, como un hada, junto al espejismo inerte de una celebración. Habría bastado con un dedo en cualquier parte. Por no decir nada de unos labios hendidos como ciruelas. Pero Alfred no servía para nada. Un fajo de dinero metido debajo del colchón, criando moho y devaluándose: eso era. La depresión de su tierra natal, de su tierra del corazón, lo había dejado marchito, igual que había dejado marchita a su madre, a quien seguía sin metérsele en la cabeza que las cuentas corrientes con interés estaban ahora garantizadas por un fondo federal, y que las acciones de rentabilidad segura a largo plazo con reinversión de dividendos bien podían asegurarle la vejez. Alfred era un mal inversor.
Ella no. Ello incluso había llegado a tener reputación de arriesgarse, de vez en cuando, si la ocasión lo requería; y ahora se arriesgó. Se dio la vuelta en la cama y le acarició un muslo con esos pechos que cierto vecino tanto admiraba. Descansó la mejilla en su caja torácica. Tuvo la clara sensación de que él sólo estaba esperando a que lo dejase en paz, pero aún le quedaba por recorrer la llanura de su musculoso abdomen, planeando sobre ella, rozando el vello, no la piel. Para su —limitada— sorpresa—, sintió que el aquello de su marido tomaba vida ante la cercanía de los dedos. Alfred trató de hurtarle el contacto, pero los dedos eran mucho más ágiles. Enid notó cómo se iba poniendo hombre por la portañuela del pijama, y en un acceso de hambre acumulada hizo algo que nunca antes se había permitido hacer. Se inclinó hacia un lado y se metió aquello en la boca. Aquello: un muchacho que crece a toda prisa, una masa de relleno con leve olor a orina. La habilidad de sus manos y la hinchazón de sus pechos la hacía sentirse deseable, capaz de cualquier cosa.
El hombre que tenía debajo hacía movimientos de resistencia. Se liberó la boca por un momento.
—Alfred. Cariño.
—Enid, ¿qué estás…?
La boca volvió a descender sobre el cilindro de carne. Se quedó quieta un momento, lo suficiente como para sentirlo endurecerse, pulsación a pulsación, contra su paladar. A continuación levantó la cabeza:
—Podríamos tener un poco de dinero extra en el banco, ¿no? Para llevar a los chicos a Disneylandia. ¿No te parece?
Y volvió a bajar. La lengua estaba llegando a un entendimiento con el pene, cuyo sabor no se distinguía ahora del de su propia boca. Era igual que una tarea doméstica, en todo el sentido de la palabra. Puede que fuese sin querer, pero él le dio con la rodilla en las costillas y ella se movió, sin dejar de sentirse deseable. Se llenó la boca hasta el fondo de la garganta. Salió a la superficie para respirar y volvió a zamparse el bocado entero.
—Para invertir dos mil solamente —murmuró—, con un diferencial de cuatro dólares… ¡Ay!
Alfred acababa de recuperar el sentido y había apartado de sí a la hechicera.
(
Schopenhauer:
Quienes hacen dinero son los hombres, no las mujeres; de lo cual resulta que las mujeres ni están justificadas para tenerlo incondicionalmente en su posesión, ni son personas adecuadas para que se les confíe su administración).
La hechicera volvió a abalanzársele, pero el la agarró de la muñeca y con la otra mano le levantó el camisón.
Quizá los placeres del vaivén, equiparables a los del submarinismo y el salto con paracaídas, eran sabores de un tiempo en que el útero acogía sin daño los requerimientos del arriba y abajo. Un tiempo en que una ni siquiera había aprendido la mecánica del vértigo. Gozándose todavía en un cálido mar interior.
Pero este tumbo en concreto daba miedo, este tumbo venía acompañado de un flujo de adrenalina en sangre, ante la posibilidad de que la madre se hallase en apuros…
—Al, no sé si es buena idea. No creo.
—El libro dice que no hay nada malo…
—Pero no me encuentro a gusto. Oooh. No, Al, de verdad.
Al estaba practicando una coyunda sexual legítima con su legítima cónyuge.
—Al, por favor, que no.
Luchando contra la imagen del CHUMINO adolescente bajo los leotardos. Y de todos los COÑOS con sus TETAS y sus CULOS que a un hombre le puede apetecer FOLLARSE, luchando contra eso, aunque la habitación estuviera muy oscura y aunque tantas cosas fueran permisibles en la oscuridad.
—Me siento muy a disgusto, muy a disgusto —se lamentó Enid en voz baja.
Peor era la imagen de la niñita acurrucada en su interior, una niñita no mucho mayor que un bicho grande, pero ya testigo de tanto daño. Testigo de un pequeño cerebro muy hinchado que llegaba hasta el cuello del útero y luego se alejaba, y al final, en un espasmo doble, demasiado rápido como para poder considerarse un aviso adecuado, escupía espesas telarañas alcalinas de semen en su habitación privada. Aun no había nacido y ya estaba envuelta en conocimientos pringosos.
Alfred, boca arriba, trataba de recuperar el aliento y se arrepentía de haber profanado al bebé. Un último hijo era una última oportunidad de aprender de los propios errores y de efectuar las correcciones pertinentes, y decidió aprovechar la oportunidad. Desde el momento mismo de su nacimiento la trataría con más amabilidad que a Gary y a Chipper. Ablandar las leyes para ella, practicar incluso la indulgencia descarada, y no obligarla nunca a quedarse sentada en el comedor cuando todos los demás se hubieran marchado.
Pero le había chorreado tanta porquería encima, cuando se hallaba indefensa. Había sido testigo de tales escenas conyugales, que luego, por supuesto, de mayor, lo traicionó.
Lo mismo que hacía posible la corrección acababa condenándola al fracaso.
El contacto sensible que le había dado lecturas en lo alto de la zona roja del amperímetro ahora se quedaba en cero. Se apartó y le volvió la espalda a su mujer. Bajo el embrujo del instinto sexual (como lo llamaba Arthur Schopenhauer), se le había olvidado lo cruelmente pronto que iba a tener que afeitarse y coger el tren, pero ahora el instinto estaba descargado y la conciencia de la brevedad de la noche le pesaba en el pecho como un travesaño del 140, y Enid se había puesto a llorar otra vez, como suelen las mujeres cuando ya es psicóticamente tarde y trastear en el despertador no es una opción. Años atrás, de recién casados, también solía llorar a altas horas de la madrugada, pero en aquella época Alfred estaba tan agradecido por los placeres que le robaba y por las puñaladas que se resignaba a recibir, que nunca dejaba de preguntarle por la razón de su llanto.
Esta noche era lamentablemente cierto que ni sentía gratitud, ni se consideraba en la más remota obligación de interesarse por ella. Quería dormir.
¿Por qué las mujeres han de elegir la noche para sus lloros? Llorar por la noche está muy bien cuando no tiene uno que coger un tren dentro de cuatro horas, para ir al trabajo, ni acaba uno de cometer profanación en busca de un placer cuya importancia se le escapa por completo en este momento.
Quizá le hubiera hecho falta todo aquello —diez noches de vigilia en malos moteles seguidas por sus correspondientes horas libres de la tarde en una montaña rusa emocional y, por último, el gimoteo y los zollipos de salir corriendo y pegarse un tiro en el cielo de la boca de una mujer que pretende dormirse a fuerza de llantos, a las dos de la maldita madrugada— para abrir los ojos al hecho de que (a) el sueño era una mujer y de que (b) no tenía obligación alguna de rechazar los solaces que esa mujer le ofrecía.
Para un hombre que llevaba la vida entera luchando contra cualquier distracción fuera de programa, contra cualquier deleite insalubre, un descubrimiento así era como para cambiar de vida —no menos trascendental, a su manera, que el descubrimiento, horas antes, del anisotropismo eléctrico en un gel de acetatos férricos conectados en red. Más de treinta años habían de pasar para que este descubrimiento del sótano llegara a dar sus frutos financieros; el descubrimiento del dormitorio, en cambio, trajo un inmediato cambio para mejor en la vida de los Lambert.
Una Pax Somnis se posó sobre aquel hogar. La nueva amante de Alfred le aplacó toda la bestialidad que pudiera quedarle dentro. Cuánto más fácil que rabiar o ponerse de morros le parecía, ahora, sencillamente, cerrar los ojos. Muy pronto, todo el mundo comprendió que Alfred tenía una amante invisible a quien atendía todos los sábados por la tarde en el cuarto de estar, una vez concluida la semana laboral en la Midland Pacific, una amante que se llevaba consigo en todos los viajes de trabajo y en cuyos brazos caía en camas que ya no resultaban tan incómodas, en habitaciones de motel que ya no resultaban tan ruidosas, una amante a quien nunca dejaba de visitar mientras realizaba algún trabajo de oficina en casa, después de cenar, una amante con quien compartía almohada de viaje en los desplazamientos familiares del verano, mientras Enid llevaba el coche dando tumbos y los chicos iban muy calladnos en el asiento trasero, a fuerza de recibir toques de atención. El sueño era la chica ideal, perfectamente compatible con el trabajo: con ella tendría que haberse casado, y no con ninguna otra. Perfectamente dócil, infinitamente absolvedora y tan respetabilísima que podía uno llevársela a la iglesia y a la sinfónica y al Teatro de Repertorio de St. Jude. Nunca lo despertaba con sus lloriqueos. Nunca pedía nada, y, a cambio de nada, le daba todo lo que él podía necesitar para cumplir con una larga jornada de trabajo. Era un lío sin lío, sin ósculos románticos, sin pérdidas ni secreciones, sin bochorno. Podía engañar a Enid en su propia cama sin poner a su alcance ni un trocito de prueba que alegar ante los tribunales, y mientras mantuviera su componenda en privado, sin dormirse en las cenas con gente, Enid se lo toleraba, como siempre han hecho las mujeres más listas; y, por consiguiente, era una infidelidad que, según iban pasando los decenios, nunca llegó a reconocerse oficialmente…
—¡Eh! ¡Gilipollas!
Alfred, sobresaltado, se despertó a los temblores y al lento balanceo del
Gunnar Myrdal.
¿Había alguien más en el camarote?
—¡Gilipollas!
—¿Quién anda ahí? —preguntó, a mitad de camino entre el desafío y el miedo.
Las leves mantas escandinavas cayeron al suelo cuando se levantó a escudriñar la semioscuridad, esforzándose en oír algo más allá de las fronteras de su propio yo. Las personas parcialmente sordas conocen, igual que a compañeros de celda, las frecuencias a que suenan los timbres de su cabeza. Su más antigua compañía era un contralto igual que un
la
medio de órgano de tubos, un clarinazo vagamente localizable en el oído izquierdo. Llevaba familiarizado con ese tono, a volumen creciente, desde hacía treinta años; era algo tan fijo, que bien podía sobrevivirle. Tenía la prístina insignificación de lo eterno, o de las cosas infinitas. Era más real que un latido del corazón, pero no correspondía a nada externo. Era un sonido que nadie producía.
Por debajo actuaban los tonos más débiles y más fugitivos. Acumulaciones, como cirros, de muy altas frecuencias, en la profunda estratosfera de detrás de sus oídos. Notas envolventes de levedad casi fantasmal, como de una remota Calíope. Un canturreo de tonos medios que ascendían y descendían como grillos en mitad de su cráneo. Un zumbido casi de borborigmo, como el estruendo totalmente ensordecedor, pero diluido, de un motor de gasoil, un sonido que nunca consideró real —irreal, por tanto—, hasta que se retiró de la Midland Pacific y perdió contacto con las locomotoras. Tales eran los sonidos que su cerebro creaba y, al mismo tiempo, escuchaba, manteniendo con ellos una relación de amistad.