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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

Las correcciones (45 page)

BOOK: Las correcciones
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Ya sólo quedaba Alfred en el sótano. Colocó los electrodos de un amperímetro en un gel de acetato férrico.

Una frontera que se resistía, en el campo de la metalurgia: la formación inducida de metales a temperatura ambiente. El Grial era una sustancia que podía verterse o moldearse, pero que, tras el debido tratamiento (quizá mediante corriente eléctrica), adquiría la fuerza superior, la conductividad y la resistencia a la fatiga del acero. Una sustancia moldeable como el plástico y dura como el metal.

El problema era acuciante. Había una guerra cultural en marcha, y eran las fuerzas del plástico quienes iban ganando. Alfred había visto frascos de mermelada y de jalea con la tapa de plástico. Coches con el techo de plástico.

Desgraciadamente, el metal, en su estado libre —un buen poste de acero o un sólido candelabro de bronce—, representaba un elevado nivel de orden, y la Naturaleza era muy desastrada y prefería el desorden. La acumulación de óxido. La promiscuidad de las moléculas en solución. El caos de las cosas calientes. Los estados de desorden tenían muchísimas más posibilidades de producirse espontáneamente que un cubo de hierro perfecto. De conformidad con la Segunda Ley de la Termodinámica, era menester un esfuerzo muy considerable para resistir la tiranía de lo probable: para forzar los átomos de un metal a que se comporten como es debido.

Alfred tenía el convencimiento de que la electricidad se hallaba a la altura de su trabajo. La tensión procedente de la red equivalía a una cesión de orden desde la distancia. En las plantas energéticas, un fragmento organizado de carbón se convertía en una flatulencia de inútiles gases calientes; una reserva de agua, alta y poseída de sí misma, se trocaba en deambular apresurado y entrópico hacia un delta. Estos sacrificios del orden creaban la útil segregación de cargas eléctricas que él luego ponía al servicio de su trabajo.

Estaba buscando un material que pudiera, en efecto, llevar a cabo su propia electrodeposición. Estaba cultivando cristales a partir de materiales infrecuentes y en presencia de tensión eléctrica.

No era ciencia de alto nivel, sino el probabilismo bruto del ensayo y el error, la búsqueda, al azar, de accidentes aprovechables. Un compañero de clase suyo ya había hecho el primer millón con los resultados de un descubrimiento fortuito.

Que llegara el día en que no tuviera que preocuparse por el dinero: era un sueño idéntico al de ser reconfortado por una mujer, verdaderamente reconfortado, cuando el dolor le sobreviniera.

El sueño de la transformación radical: de despertarse un día siendo un tipo de persona completamente distinto (más confiado, más sereno), de escapar de la cárcel de lo dado, de sentirse divinamente capaz.

Tenía arcillas y geles de silicato. Tenía masilla de silicona. Tenía sales férricas, barrosas, sucumbiendo a su propia delicuescencia. Acetilacetonatos ambivalentes y tetracarbonilos de bajo punto de fusión. Un fragmento de galio del tamaño de una ciruela damascena.

Era el director del departamento de química de la Midland Pacific —doctorado en una universidad suiza y aburrido hasta la melancolía por un millón de mediciones de la viscosidad del aceite para motores, de la dureza de Brinell— quien le suministraba a Alfred los materiales. Los jefes estaban al tanto del asunto —jamás se habría arriesgado Alfred a que lo pillaran en una actividad bajo cuerda—, y quedaba entendido, tácitamente, que si Alfred obtenía algún proceso patentable la Midland Pacific se llevaría parte de los beneficios.

Hoy estaba ocurriendo algo insólito en el gel de acetato férrico. Las lecturas de conductividad oscilaban muy acusadamente, dependiendo de dónde exactamente insertara el contacto del amperímetro. Pensando que el contacto pudiera estar sucio, lo cambió por una aguja fina, con la que volvió a pinchar el gel. Obtuvo una lectura de cero conductividad. Luego probó en un sitio distinto del gel y obtuvo una lectura elevada.

¿Qué estaba pasando?

Esta pregunta lo absorbió y lo reconfortó y mantuvo en su sitio al capataz hasta que, a las diez en punto, apagó el iluminador del microscopio y escribió en su cuaderno de notas: «mancha azul cromato 2%, muy muy interesante».

Nada más salir del laboratorio recibió un martillazo de cansancio. Le costó trabajo echar la llave, por la torpeza y estupidez, súbitamente adquiridas, de sus dedos analíticos. Poseía una ilimitada capacidad de trabajo, pero en cuanto cesaba en la actividad se venía abajo y a duras penas lograba mantenerse en pie.

El agotamiento se le hizo más profundo cuando subió. La cocina y el comedor eran ascuas de luz, y parecía haber un muchachito derrumbado sobre la mesa del comedor, con la cara apoyada en el salvamanteles. La escena era tan incorrecta, era tal su morbo de Venganza, que, por un momento, Alfred llegó a pensar que el chico de la mesa era un fantasma de su propia infancia.

Sus manos buscaron los interruptores como si la luz hubiera sido un gas letal cuyo flujo había que interrumpir.

En una oscuridad algo menos azarosa, cogió al chico en brazos y lo llevó al piso de arriba. El chico tenía el dibujo del salvamanteles impreso en una mejilla. Murmuraba cosas raras. Estaba medio despierto, pero se resistía a ganar plena consciencia, manteniéndose con la cabeza inclinada hacia abajo mientras Alfred lo desnudaba y buscaba el pijama en el armario.

Una vez acostado el chico, donatario de un beso y profundamente dormido, una indiscernible cantidad de tiempo se escurrió por las patas de la silla en que tomó asiento Alfred, junto a la cama, consciente de casi nada que no fuera el sufrimiento situado entre sus sienes. Tanto le dolía el cansancio, que lo mantenía despierto.

O quizá se quedara dormido, porque de pronto se encontró en pie y con cierta sensación de descanso. Salió del cuarto de Chipper y fue a ver a Gary.

A la entrada del cuarto de Gary, oliendo aún a pegamento Elmer, había una cárcel hecha con palos de polo. Nada que ver con la esmerada casa de corrección que Alfred había imaginado. Era un burdo rectángulo sin techo, groseramente bisecado. De hecho, la planta se ajustaba exactamente al cuadrado binómico a que Alfred había hecho referencia durante la cena.

Y eso, eso de ahí, en el recinto más grande de la cárcel, ese amasijo de pegamento semiblando y palos de polo rotos, ¿qué era? ¿Una carretilla para muñequitos? ¿Una banqueta de escalera?

Una silla eléctrica.

En una de esas neblinas de cansancio que alteran la mente, Alfred se puso de rodillas y examinó el objeto. Se halló receptivo al patetismo implícito en la fabricación de la silla, en el impulso que había llevado a Gary a crear un objeto y buscar la aprobación de su padre; pero también se halló receptivo, y eso ya era más inquietante, a la imposibilidad de encajar ese rudo objeto con la imagen mental de una silla eléctrica que se había hecho en la mesa, mientras cenaban. Igual que una mujer ilógica en un sueño, que era Enid y que no era Enid, la silla que él había imaginado era, al mismo tiempo, completamente una silla eléctrica y completamente palos de polo. Se le vino a la cabeza en ese momento, con más fuerza que nunca, la noción de que tal vez todo lo
real
de este mundo fuera tan mezquinamente proteico, en el fondo, como esta silla eléctrica. Podía ser incluso que su mente le estuviera haciendo a este suelo de madera aparentemente real en que ahora hincaba la rodilla lo mismo que le había hecho, horas antes, a la silla no vista. Podía ser que el suelo solamente se hiciera verdadero suelo una vez hecho objeto de reconstrucción mental. La naturaleza del suelo era, hasta cierto punto, indiscutible, por supuesto: la madera existía, sin duda alguna, y poseía propiedades mensurables. Pero había un
segundo
suelo, el suelo como reflejo en su cabeza, y a Alfred le preocupaba que la «realidad» sitiada que él preconizaba no fuese en verdad la de un suelo real en un dormitorio real, sino la realidad de un suelo en su cabeza, idealizada y, por consiguiente, no más válida que cualquiera de las fantasías tontas de Enid.

La sospecha de que todo era relativo. De que lo «real» y lo «auténtico» no sólo estuvieran sencillamente condenados, sino que también fueran ficticios, para empezar. De que su sentimiento de justicia, de paladín único de lo real, no pasara de eso: sentimiento. Ésas eran las sospechas que le tendían emboscadas en los cuartos de motel. Ésos eran los profundos terrores que se ocultaban debajo de las ligeras camas.

Y si el mundo se negaba a encajar con su versión de la realidad, entonces era necesariamente un mundo indiferente, un mundo amargo y asqueroso, una colonia penitenciaria, y Alfred estaba condenado a vivir en él la más violenta soledad.

Agachó la cabeza ante la idea de la mucha fuerza que necesitaba un hombre para vivir toda una vida de tamaña soledad.

Devolvió la lastimosa y desequilibrada silla eléctrica al suelo del recinto más grande de la cárcel. Nada más soltarla, cayó de lado. Le pasaron por la cabeza imágenes de machacar la cárcel a martillazos, imágenes de faldas levantadas y bragas en los tobillos, imágenes de sujetadores arrancados y caderas aupadas; pero no hizo nada al respecto.

Gary dormía en perfecto silencio, a la manera de su madre. No había esperanza de que hubiese olvidado la promesa implícita de su padre de echarle un vistazo a la cárcel después de cenar. Gary nunca olvidaba nada.

Aun así, hago lo que puedo, pensó Alfred.

Al regresar al comedor notó el cambio en el plato de Chipper. Los muy oscurecidos márgenes del hígado habían sido recortados cuidadosamente, y comidos, igual que la costra, hasta el último trozo. También había evidencia de que el nabicol había sido objeto de ingestión: la pizca restante mostraba diminutas huellas de tenedor. Y varias hojas de remolacha habían sido seccionadas, para luego retirar las más blandas, y comerlas, dejando aparte los tallos leñosos y rojos. Daba la impresión de que, a fin de cuentas, Chipper se había comido el trocho de cada cosa estipulado en el acuerdo, seguramente a un elevado coste personal, y había sido llevado a la cama sin el postre duramente conquistado.

Una mañana de noviembre, treinta y cinco años antes, Alfred encontró una pata de coyote, toda ensangrentada, entre los dientes de una trampa de acero, indicación de ciertas horas desesperadas durante la noche anterior.

Le sobrevino tal rebosamiento de dolor, y tan intenso, que tuvo que apretar las mandíbulas y acudir a su filosofía para no echarse a llorar.

(
Schopenhauer:
Sólo una consideración puede servirnos para explicar el sufrimiento de los animales: que la voluntad de vivir, presente en todos los fenómenos, debe en este caso satisfacer sus ansias alimentándose a sí misma).

Apagó las últimas luces de la planta baja, visitó el cuarto de baño y se puso un pijama limpio. Tuvo que abrir la maleta para buscar el cepillo de dientes.

Se metió en la cama, museo del transporte en la antigüedad, con Enid, pero situándose tan cerca del borde opuesto como le fue posible. Ella estaba dormida, a su fingida manera. Alfred miró una vez el despertador, las joyas de radio de las dos manecillas —más cerca de las doce, ahora, que de las once—, y cerró los ojos.

Le llegó la pregunta con voz de mediodía en punto:

—¿De qué hablaste con Chuck?

Se le multiplicó por dos el agotamiento. Con los ojos cerrados, vio vasos de precipitación y probetas y las trémulas agujas del amperímetro.

—Me pareció que era cosa de la Erie Belt —dijo Enid—. ¿Sabe algo Chuck? ¿Se lo has contado?

—Estoy muy cansado, Enid.

—Es que me sorprende mucho, teniendo en cuenta lo que hay que tener en cuenta.

—Se me escapó, y me arrepiento mucho.

—A mí me parece interesante, sin más —dijo Enid—, que Chuck pueda hacer una inversión y nosotros no lo tengamos permitido.

—Si Chuck decide actuar con ventaja sobre los demás inversores, asunto suyo es.

—Muchos accionistas de Erie Belt estarían encantados de vender a cinco tres cuartos mañana por la mañana. ¿Qué hay de injusto en ello?

Sus palabras sonaban a alegato preparado durante horas, a agravio alimentado en la oscuridad.

—Esas acciones valdrán nueve dólares y medio dentro de tres semanas —dijo Alfred—. Yo lo sé, y casi nadie más lo sabe. Ahí está lo injusto.

—Tú eres más listo que los demás —dijo Enid—, y sacaste mejores notas en los estudios, y tienes un trabajo mejor. También eso es injusto. ¿O no? ¿O vas a tener que volverte imbécil, para no ser injusto?

Cortarse a mordiscos la propia pata no es un acto en que deba uno embarcarse a la ligera, ni que pueda dejarse a medias. ¿En qué punto y tras qué proceso alcanzó el coyote la decisión de hincar los dientes en su propia carne? Cabe presumir que antes haya un período de espera y reflexión. Pero ¿y después?

—No voy a discutir —dijo Alfred—. Pero, ya que estás despierta, me gustaría saber por qué no has acostado a Chipper.

—Fuiste tú quien dijo que…

—Tú subiste del sótano mucho antes que yo. Yo no tenía la menor intención de que se quedara cinco horas ahí sentado. Estás utilizando al chico contra mí, y no me gusta nada en absoluto que lo hagas. Tendría que haber estado en la cama a las ocho.

Enid se cocía al fuego lento de su error.

—¿Estamos de acuerdo en que nada semejante debe ocurrir de nuevo? —dijo Alfred.

—Estamos de acuerdo.

—Muy bien. Pues vamos a dormir un poco.

Cuando la casa estaba muy, muy oscura, el nonato veía con tanta claridad como cualquier otra persona. Tenía orejas y ojos, dedos y lóbulo frontal y cerebelo, y flotaba en un centro. Ya conocía las hambres principales. Día tras día, la madre andaba por ahí en un guiso de deseo y culpa, y ahora el objeto de deseo de la madre yacía a cinco palmos de ella. Todo en la madre se hallaba en disposición de derretirse y cerrarse ante el más leve toque de amor en cualquier parte de su cuerpo.

Había mucha respiración en funcionamiento. Mucha respiración y ningún contacto.

El propio Alfred perdía el sueño. Cada entrada de aire por los orificios nasales de Enid parecía perforarle el oído en cuanto estaba a punto de dejarse llevar por el sueño.

Tras un intervalo cuya duración él calculó en veinte minutos, la cama empezó a moverse con las sacudidas de unos sollozos muy mal controlados.

Alfred rompió el silencio, gimiendo casi:

—¿Qué pasa ahora?

—Nada.

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