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Authors: Italo Calvino

Tags: #Fantástico, Relato

Las ciudades invisibles (7 page)

A mayores constricciones están expuestas, aquí como en otras partes, las vidas secretas y venturosas. Los gatos de Smeraldina, los ladrones, los amantes clandestinos se desplazan por calles más altas y discontinuas, saltando de un techo a otro, dejándose caer de una azotea a un balcón, contorneando canaletas de tejado con paso de funámbulos. Más abajo, los ratones corren en la oscuridad de las cloacas uno detrás de la cola del otro, junto a los conspiradores y a los contrabandistas; atisban desde alcantarillas y sumideros, se escabullen por intersticios y callejas, arrastran de un escondrijo a otro cortezas de queso, mercancías prohibidas, barriles de pólvora, atraviesan la compacidad de la ciudad perforada por la irradiación de las galerías subterráneas.

Un mapa de Smeraldina debería comprender, señalados en tintas de diversos colores, todos estos trazados, sólidos y líquidos, evidentes y ocultos. Más difícil es fijar en el papel los caminos de las golondrinas, que cortan el aire sobre los techos, caen a lo largo de parábolas invisibles con las alas quietas, se desvían para tragar un mosquito, vuelven a subir en espiral rozando un pináculo, dominan desde cada punto de sus senderos de aire todos los puntos de la ciudad.

Las ciudades y los ojos. 4

Al llegar a Fílides, te complaces en observar cuántos puentes distintos uno del otro atraviesan los canales: convexos, cubiertos, sobre pilastras, sobre barcas, colgantes, con parapetos calados; cuántas variedades de ventanas se asoman a las calles: en ajimez, moriscas, lanceoladas, ojivales, coronadas por lunetas o por rosetones; cuántas especies de pavimentos cubren el suelo: cantos rodados, lastrones, grava, baldosas blancas y azules. En cada uno de sus puntos la ciudad ofrece sorpresas a la vista: una mata de alcaparras que asoma por los muros de la fortaleza, las estatuas de tres reinas sobre una ménsula, una cúpula en forma de cebolla con tres cebollitas enhebradas en la aguja. «Feliz el que tiene todos los días a Fílides delante de los ojos y no termina nunca de ver las cosas que contiene», exclamas, con la pesadumbre de tener que dejar la ciudad después de haberla sólo rozado con la mirada.

Te ocurre a veces que te detienes en Fílides y pasas allí el resto de tus días. Pronto la ciudad se decolora ante tus ojos, se borran los rosetones, las estatuas sobre las ménsulas, las cúpulas. Como todos los habitantes de Fílides, sigues líneas en zigzag de una calle a la otra, distingues zonas de sol y zonas de sombra, aquí una puerta, allá una escalera, un banco donde puedes apoyar el cesto, una cuneta donde el pie tropieza si no te fijas. Todo el resto de la ciudad es invisible. Fílides es un espacio donde se trazan recorridos entre puntos suspendidos en el vacío, el camino más corto para llegar a la tienda de aquel comerciante evitando la ventanilla de aquel acreedor. Tus pasos persiguen no lo que se encuentra fuera de los ojos sino adentro, sepulto y borrado: si entre dos soportales uno sigue pareciéndote más alegre es porque por él pasaba hace treinta años una muchacha de anchas mangas bordadas, o bien sólo porque recibe la luz a cierta hora, como aquel soportal que ya no recuerdas dónde estaba.

Millones de ojos se alzan hasta ventanas puentes alcaparras y es como si recorrieran una página en blanco. Muchas son las ciudades como Fílides que se sustraen a las miradas, salvo si las atrapas por sorpresa.

Las ciudades y el nombre. 3

Durante mucho tiempo Pirra fue para mí una ciudad encastillada en las laderas de un golfo, con ventanas altas y torres, cerrada como una copa, con una plaza profunda en el centro como un pozo y con un pozo en el centro. Nunca la había visto. Era una de las tantas ciudades donde no he llegado jamás, que me imagino solamente a través del nombre: Eufrasia, Otilia, Márgara, Getulia. Pirra tenía su lugar entre ellas, distinta de cada una, como cada una inconfundible para los ojos de la mente.

Llegó el día en que mis viajes me llevaron a Pirra. Apenas puse el pie, todo lo que imaginaba quedó olvidado; Pirra se había convertido en lo que es Pirra; y yo creía haber sabido siempre que el mar no está a la vista de la ciudad, escondido por una duna de la costa baja y ondulada; que las calles corren largas y rectas; que las casas están reagrupadas con intervalos, no altas, y las separan terrenos con depósitos de carpinterías y aserraderos; que el viento mueve la girándula de las bombas hidráulicas. Desde aquel momento el nombre Pirra evoca en mi mente esa vista, esa luz, ese zumbido, ese aire en el que vuela un polvo amarillento: es evidente que significa y no podía significar sino eso.

Mi mente sigue conteniendo un gran número de ciudades que no he visto ni veré, nombres que llevan consigo una figura o fragmento o deslumbramiento de figura imaginada: Getulia, Otilia, Eufrasia, Márgara. También la ciudad alta sobre el golfo está siempre allí, con la plaza cerrada en torno al pozo, pero no puedo ya llamarla con un nombre, ni recordar cómo podía darle un nombre que significa otra cosa.

Las ciudades y los muertos. 2

Jamás en mis viajes había avanzado hasta Adelma. Oscurecía cuando desembarqué. En el muelle el marinero que atrapó al vuelo la amarra y la ató a la bita se parecía a uno que había sido soldado conmigo, y había muerto. Era la hora de la venta del pescado al por mayor. Un viejo cargaba una cesta de erizos en una carretilla; creí reconocerlo; cuando me volví había desaparecido en una calleja, pero comprendí que se parecía a un pescador que, viejo ya siendo yo niño, no podía seguir estando entre los vivos. Me turbó la vista de un enfermo de fiebres acurrucado en el suelo con una manta sobre la cabeza: mi padre pocos días antes de morir tenía los ojos amarillos y la barba hirsuta como él, exactamente. Aparté la mirada; no me atrevía a mirar a nadie más a la cara.

Pensé: «Si Adelma es una ciudad que veo en sueños, donde no se encuentran más que muertos, el sueño me da miedo. Si Adelma es una ciudad verdadera, habitada por vivos, bastaría seguir mirándola fijo para que las semejanzas se disuelvan y aparezcan caras extrañas, portadoras de angustia. En un caso o en el otro, es mejor que no insista en mirarlos».

Una verdulera pesaba unas berzas en la romana y las ponía en una canasta colgada de una cuerdecita que una muchacha bajaba desde un balcón. La muchacha era igual a una de mi pueblo que se volvió loca de amor y se mató. La verdulera alzó la cara: era mi abuela.

Pensé: «Uno llega a un momento de la vida en que de la gente que ha conocido son más los muertos que los vivos. Y la mente se niega a aceptar otras fisonomías, otras expresiones: en todas las caras nuevas que encuentra, imprime los viejos calcos, para cada una encuentra la máscara que más se adapta».

Los descargadores subían las escaleras en fila, encorvados bajo garrafones y barriles; las caras estaban ocultas por costales usados como capuchas. «Ahora se las levantan y los reconozco», pensaba con impaciencia y con miedo. Pero no despegaba los ojos de ellos; a poco que recorriera con la mirada la multitud que atestaba aquellas callejuelas, me veía asaltado por caras inesperadas que reaparecían desde lejos, que me miraban como para hacerse reconocer, como para reconocerme, como si me hubieran reconocido. Quizá yo también me pareciera para cada uno de ellos a alguien que había muerto. Apenas había llegado a Adelma y ya era uno de ellos, me había pasado de su lado, confuso en aquel fluctuar de ojos, de arrugas, de muecas.

Pensé: «Tal vez Adelma es la ciudad a la que se llega al morir y donde cada uno encuentra las personas que ha conocido. Es señal de que estoy muerto también yo».

Pensé además: «Es señal de que el más allá no es feliz».

Las ciudades y el cielo. 1

En Eudossia, que se extiende hacia arriba y hacia abajo, con callejas tortuosas, escaleras, callejones sin salida, tugurios, se conserva una alfombra en la que puedes contemplar la verdadera forma de la ciudad. A primera vista nada parece semejar menos a Eudossia que el dibujo de la alfombra, ordenado en figuras simétricas que repiten sus motivos a lo largo de líneas rectas y circulares, entretejida de hebras de colores esplendorosos, la alternancia de cuyas tramas puedes seguir a lo largo de toda la urdimbre. Pero si te detienes a observarla con atención, te convences de que a cada lugar de la alfombra corresponde un lugar de la ciudad y que todas las cosas contenidas en la ciudad están comprendidas en el dibujo, dispuestas según sus verdaderas relaciones que escapan a tu ojo distraído por el ir y venir, el hormigueo, el gentío. Toda la confusión de Eudossia, los rebuznos de los mulos, las manchas del negro de humo, el olor del pescado, es lo que aparece en la perspectiva parcial que tú percibes; pero la alfombra prueba que hay un punto desde el cual la ciudad muestra sus verdaderas proporciones, el esquema geométrico implícito en cada uno de sus mínimos detalles.

Perderse en Eudossia es fácil: pero cuando te concentras en mirar la alfombra reconoces la calle que buscabas en un hilo carmesí o índigo o amaranto que a través de una larga vuelta te hace entrar en un recinto de color púrpura que es tu verdadero punto de llegada. Cada habitante de Eudossia confronta con el orden inmóvil de la alfombra una imagen suya de la ciudad, una angustia suya, y cada uno puede encontrar escondida entre los arabescos una respuesta, el relato de su vida, las vueltas del destino.

Sobre la relación misteriosa de dos objetos tan diversos como la alfombra y la ciudad se interrogó a un oráculo. Uno de los dos objetos —fue la respuesta— tiene la forma que los dioses dieron al cielo estrellado y a las órbitas en que giran los mundos; el otro no es más que su reflejo aproximativo, como toda obra humana.

Los augures estaban seguros desde hacía ya tiempo de que el armónico diseño de la alfombra era de factura divina; en este sentido se interpretó el oráculo, sin suscitar controversias. Pero del mismo modo tú puedes extraer la conclusión opuesta: que el verdadero mapa del universo es la ciudad de Eudossia tal como es, una mancha que se extiende sin forma, con calles todas en zigzag, casas que se derrumban una sobre otra en la polvareda, incendios, gritos en la oscuridad.

—… ¡Entonces el tuyo es realmente un viaje en la memoria! —El Gran Kan, siempre con el oído atento, se sobresaltaba en la hamaca cada vez que percibía en el discurso de Marco una inflexión melancólica—. ¡Para librarte de tu carga de nostalgia has ido tan lejos! —exclamaba, o bien—: ¡Con la bodega llena de añoranzas vuelves de tus expediciones! —y añadía, con sarcasmo—: ¡Magras adquisiciones, a decir verdad, para un mercader de la Serenísima!

Éste era el punto al que tendían todas las preguntas de Kublai sobre el pasado y sobre el futuro; hacía una hora que jugaba como el gato con el ratón, y finalmente ponía a Marco en aprietos, cayéndole encima, plantándole una rodilla sobre el pecho, aferrándolo por la barba:

—Esto era lo que quería saber de ti: confiesa que contrabandeas: ¡estados de ánimo, estados de gracia, elegías!

Frases y actos quizá sólo pensados, mientras los dos, silenciosos e inmóviles, miraban subir lentamente el humo de sus pipas. La nube ya se disolvía en un hilo de viento, ya quedaba suspendida en mitad del aire; y la respuesta estaba en aquella nube. El soplo se llevaba el humo, Marco pensaba en los vapores que nublan la extensión del mar y las cadenas de montañas y al despejarse dejan el aire seco y diáfano revelando ciudades lejanas. Más allá de aquella pantalla de humores volátiles quería llegar su mirada: la forma de las cosas se distingue mejor en lontananza.

O bien la nube se detenía apenas salida de los labios, densa y lenta, y remitía a otra visión: las exhalaciones que se estancan sobre los techos de las metrópolis, el humo opaco que no se dispersa, la capa de miasmas que pesa sobre las calles bituminosas. No las frágiles nieblas de la memoria ni la seca transparencia, sino los tizones de las vidas quemadas que forman una costra sobre la ciudad, la espina hinchada de materia vital que no se escurre más, el atasco de pasado presente futuro que bloquea las existencias calcificadas en la ilusión del movimiento: esto encontrabas al término del viaje.

VII

Kublai: —No sé cuándo has tenido tiempo de visitar todos los países que me describes. A mí me parece que nunca te has movido de estos jardines.

Polo: —Todo lo que veo y hago cobra sentido en un espacio de la mente donde reina la misma calma que aquí, la misma penumbra, el mismo silencio recorrido por crujidos de hojas. En el momento en que me concentro en la reflexión, me encuentro siempre en este jardín, a esta hora de la noche, en tu augusta presencia, aunque siempre remontando sin un instante de descanso un río verde de cocodrilos o contando las barricas de pescado salado que bajan a la bodega.

Kublai: —Tampoco yo estoy seguro de estar aquí, paseando entre las fuentes de pórfido, escuchando el eco de los surtidores, y no cabalgando con costras de sudor y sangre a la cabeza de mi ejército, conquistando los países que tú tendrás que describir, o tronchando los dedos de los asaltantes que escalan los muros de una fortaleza asediada.

Polo: —Tal vez este jardín existe sólo a la sombra de nuestros párpados bajos, y nunca hemos cesado, tú de levantar el polvo en los campos de batalla, yo de contratar costales de pimienta en lejanos mercados, pero cada vez que entrecerramos los ojos en medio del estruendo y la muchedumbre, nos está permitido retirarnos aquí vestidos con quimonos de seda, para considerar lo que estamos viendo y viviendo, sacar conclusiones, contemplar desde lejos.

Kublai: —Quizá este diálogo nuestro se desenvuelve entre dos harapientos apodados Kublai Kan y Marco Polo, que revuelven en un basural, amontonan chatarra oxidada, pedazos de trapo, papeles viejos, y ebrios con unos pocos tragos de mal vino, ven resplandecer a su alrededor todos los tesoros del Oriente.

Polo: —Quizá del mundo ha quedado un terreno baldío cubierto de albañales y el jardín colgante del palacio del Gran Kan. Son nuestros párpados los que los separan, pero no se sabe cuál está adentro y cuál afuera.

Las ciudades y los ojos. 5

Vadeado el río, transpuesto el paso, el hombre encuentra enfrente, de pronto, la ciudad de Moriana, con sus puertas de alabastro transparentes a la luz del sol, sus columnas de coral que sostienen los frontones con incrustaciones de piedra serpentina, sus villas todas de vidrio como acuarios donde nadan las sombras de las bailarinas de escamas plateadas bajo las arañas de luces en forma de medusa. Si no es su primer viaje, el hombre sabe ya que las ciudades como ésta tienen un reverso: basta recorrer un semicírculo y será visible la faz oculta de Moriana, una extensión de metal oxidado, tela de costal, ejes erizados de clavos, caños negros de hollín, montones de latas, muros ciegos con inscripciones desteñidas, asientos de sillas desfondadas, cuerdas buenas sólo para colgarse de una viga podrida.

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