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Authors: Italo Calvino

Tags: #Fantástico, Relato

Las ciudades invisibles (4 page)

Las ciudades y los intercambios. 1

A ochenta millas de proa al viento maestral, el hombre llega a la ciudad de Eufemia, donde los mercaderes de siete naciones se reúnen en cada solsticio y en cada equinoccio. La barca que fondea con una carga de jengibre y algodón en rama volverá a zarpar con la estiba llena de pistacho y semilla de amapola, y la caravana que acaba de descargar costales de nuez moscada y de pasas de uva ya lía sus enjalmas para la vuelta con rollos de muselina dorada. Pero lo que impulsa a remontar ríos y atravesar desiertos para venir hasta aquí no es sólo el trueque de mercancías que encuentras siempre iguales en todos los bazares dentro y fuera del imperio del Gran Kan, desparramadas a tus pies en las mismas esteras amarillas, a la sombra de los mismos toldos espantamoscas, ofrecidas con las mismas engañosas rebajas de precio. No sólo a vender y a comprar se viene a Eufemia sino también porque de noche, junto a las hogueras que rodean el mercado, sentados sobre sacos o barriles o tendidos en montones de alfombras, a cada palabra que uno dice —como «lobo», «hermana», «tesoro escondido», «batalla», «sarna», «amantes»— los otros cuentan cada uno su historia de lobos, de hermanas, de tesoros, de sarna, de amantes, de batallas. Y tú sabes que en el largo viaje que te espera, cuando para permanecer despierto en el balanceo del camello o del junco se empiezan a evocar todos los recuerdos propios uno por uno, tu lobo se habrá convertido en otro lobo, tu hermana en una hermana diferente, tu batalla en otra batalla, al regresar de Eufemia, la ciudad donde se cambia la memoria en cada solsticio y en cada equinoccio.

… Recién llegado y sin saber nada de las lenguas del Levante, Marco Polo no podía expresarse sino extrayendo objetos de sus maletas: tambores, pescado salado, collares de colmillos de jabalí, y señalándolos con gestos, saltos, gritos de maravilla o de horror, o imitando el aullido del chacal y el grito del búho.

No siempre las conexiones entre un elemento y otro del relato eran evidentes para el emperador; los objetos podían querer decir cosas diferentes: un carcaj lleno de flechas indicaba ya la proximidad de una guerra, ya la abundancia de caza, ya una armería; una clepsidra podía significar el tiempo que pasa o que ha pasado, o bien la arena, o un taller donde se fabrican clepsidras.

Pero lo que hacía precioso para Kublai todo hecho o noticia referidos por su inarticulado informador era el espacio que quedaba en torno, un vacío no colmado de palabras. Las descripciones de ciudades visitadas por Marco Polo tenían esta virtud: que se podía dar vueltas con el pensamiento en medio de ellas, perderse, detenerse a tomar el fresco, o escapar corriendo.

Con el paso del tiempo, en los relatos de Marco las palabras fueron sustituyendo los objetos y los gestos: primero exclamaciones, nombres aislados, verbos a secas, después giros de frase, discursos ramificados y frondosos, metáforas y tropos. El extranjero había aprendido a hablar la lengua del emperador, o el emperador a entender la lengua del extranjero.

Pero se hubiera dicho que la comunicación entre ellos era menos feliz que antes; es cierto que las palabras servían mejor que los objetos y los gestos para catalogar las cosas más importantes de cada provincia y ciudad: monumentos, mercados, trajes, fauna y flora; sin embargo, cuando Polo empezaba a decir cómo debía ser la vida en aquellos lugares, día por día, noche tras noche, le faltaban las palabras, y poco a poco volvía a recurrir a gestos, a muecas, a miradas.

Así, para cada ciudad, a las noticias fundamentales enunciadas con vocablos precisos, hacía seguir un comentario mudo, alzando las manos de palma, de dorso o de canto, en movimientos rectos u oblicuos, espasmódicos o lentos. Una nueva especie de diálogo se estableció entre ambos: las blancas manos del Gran Kan, cargadas de anillos, respondían con movimientos compuestos a aquellas ágiles y nudosas del mercader. Al crecer el entendimiento entre ambos, las manos empezaron a asumir actitudes estables que correspondían cada una a un movimiento del ánimo en su alternancia y repetición. Y mientras el vocabulario de las cosas se renovaba con los muestrarios de las mercancías, el repertorio de los comentarios mudos tendía a cerrarse y a fijarse. Hasta el placer de recurrir a ellos disminuía en ambos; en sus conversaciones permanecían la mayor parte del tiempo callados e inmóviles.

III

Kublai Kan había advertido que las ciudades de Marco Polo se parecían, como si el paso de una a la otra no implicara un viaje sino un cambio de elementos. Ahora, de cada ciudad que Marco le describía, la mente del Gran Kan partía por cuenta propia, y desmontada la ciudad parte por parte, la reconstruía de otro modo, sustituyendo ingredientes, desplazándolos, invirtiéndolos.

Marco entretanto continuaba refiriendo su viaje pero el emperador ya no lo escuchaba, lo interrumpía:

—De ahora en adelante seré yo quien describa las ciudades y tú verificarás si existen y si son como yo las he pensado. Empezaré a preguntarte por una ciudad en gradas, expuesta al siroco, en un golfo en media luna. Ahora diré alguna de las maravillas que contiene: una piscina de vidrio alta como una catedral para seguir la natación y el vuelo de los peces golondrina y extraer auspicios; una palmera que con las hojas al viento toca el arpa; una plaza rodeada por una mesa de mármol en forma de herradura, con el mantel también de mármol, aderezada con manjares y bebidas todos de mármol.

—Sir, estabas distraído. De esa ciudad justamente te estaba hablando cuando me interrumpiste.

—¿La conoces? ¿Dónde está? ¿Cuál es su nombre?

—No tiene nombre ni lugar. Te repito la razón por la cual la describía: del número de ciudades imaginables hay que excluir aquellas en las cuales se suman elementos sin un hilo que los conecte, sin una regla interna, una perspectiva, un discurso. Ocurre con las ciudades como con los sueños: todo lo imaginable puede ser soñado pero hasta el sueño más inesperado es un acertijo que esconde un deseo, o bien su inversa, un miedo. Las ciudades, como los sueños, están construidas de deseos y de miedos, aunque el hilo de su discurso sea secreto, sus reglas absurdas, sus perspectivas engañosas, y toda cosa esconda otra.

—No tengo ni deseos ni miedos —declaró el Kan—, y mis sueños están compuestos o por la mente o por el azar.

—También las ciudades creen que son obra de la mente o del azar, pero ni la una ni el otro bastan para mantener en pie sus muros. De una ciudad no disfrutas las siete o las setenta y siete maravillas, sino la respuesta que da a una pregunta tuya.

—O la pregunta que te hace obligándote a responder, como Tebas por boca de la Esfinge.

Las ciudades y el deseo. 5

Hacia allí, después de seis días y seis noches, el hombre llega a Zobeida, ciudad blanca, bien expuesta a la luna, con calles que giran sobre sí mismas como un ovillo.

Esto se cuenta de su fundación: hombres de naciones diversas tuvieron un sueño igual, vieron una mujer que corría de noche por una ciudad desconocida, la vieron de espaldas, con el pelo largo, y estaba desnuda. Soñaron que la seguían. A fuerza de vueltas todos la perdieron. Después del sueño buscaron aquella ciudad; no la encontraron pero se encontraron ellos; decidieron construir una ciudad como en el sueño. En la disposición de las calles cada uno rehízo el recorrido de su persecución; en el punto donde había perdido las huellas de la fugitiva, cada uno ordenó de otra manera que en el sueño los espacios y los muros, de modo que no pudiera escapársele más.

Ésta fue la ciudad de Zobeida donde se establecieron esperando que una noche se repitiese aquella escena. Ninguno de ellos, ni en el sueño ni en la vigilia, vio nunca más a la mujer. Las calles de la ciudad eran aquellas por las que iban al trabajo todos los días, sin ninguna relación ya con la persecución soñada. Que por lo demás estaba olvidada hacía tiempo.

Nuevos hombres llegaron de otros países, que habían tenido un sueño como el de ellos, y en la ciudad de Zobeida reconocían algo de las calles del sueño, y cambiaban de lugar galerías y escaleras para que se parecieran más al camino de la mujer perseguida y para que en el punto donde había desaparecido no le quedara modo de escapar.

Los que habían llegado primero no entendían qué era lo que atraía a esa gente a Zobeida, a esa fea ciudad, a esa trampa.

Las ciudades y los signos. 4

De todos los cambios de lengua que debe enfrentar el viajero en tierras lejanas, ninguno iguala al que le espera en la ciudad de Ipazia, porque no se refiere a las palabras sino a las cosas. Entré en Ipazia una mañana, un jardín de magnolias se espejeaba en lagunas azules, yo andaba entre los setos seguro de descubrir bellas y jóvenes damas bañándose: pero en el fondo del agua los cangrejos mordían los ojos de los suicidas con la piedra sujeta al cuello y los cabellos verdes de algas.

Me sentí defraudado y quise pedir justicia al sultán. Subí las escalinatas de pórfido del palacio de las cúpulas más altas, atravesé seis patios de mayólica con surtidores. La sala del medio estaba cerrada con rejas: los forzados con negras cadenas al pie izaban rocas de basalto de una cantera que se abre bajo tierra.

No me quedaba sino interrogar a los filósofos. Entré en la gran biblioteca, me perdí entre anaqueles que se derrumbaban bajo las encuadernaciones de pergamino, seguí el orden alfabético de alfabetos desaparecidos, subí y bajé por corredores, escalerillas y puentes. En el más remoto gabinete de los papiros, en una nube de humo, se me aparecieron los ojos atontados de un adolescente tendido en una estera, que no quitaba los labios de una pipa de opio.

—¿Dónde está el sabio? —El fumador señaló fuera de la ventana. Era un jardín con juegos infantiles: los bolos, el columpio, la peonza. El filósofo estaba sentado en la hierba. Dijo:

—Los signos forman una lengua, pero no la que crees conocer.

Comprendí que debía liberarme de las imágenes que hasta entonces me habían anunciado las cosas que buscaba: sólo entonces lograría entender el lenguaje de Ipazia.

Ahora, basta que oiga relinchar los caballos y restallar las fustas para que me asalte un ansia amorosa: en Ipazia tienes que entrar en las caballerizas y en los picaderos para ver a las hermosas mujeres que montan a caballo con los muslos desnudos y la caña de las botas sobre las pantorrillas, y apenas se acerca un joven extranjero, lo tumban sobre montones de heno o de aserrín y lo aprietan con duros pezones.

Y cuando mi ánimo no busca otro alimento y estímulo que la música, sé que hay que buscarla en los cementerios: los intérpretes se esconden en las tumbas; de una fosa a la otra se responden trinos de flautas, acordes de arpas.

Claro que también en Ipazia llegará el día en que mi único deseo será partir. Sé que no tendré que bajar al puerto sino subir al pináculo más alto de la fortaleza y esperar que una nave pase por allá arriba. ¿Pero pasará alguna vez? No hay lenguaje sin engaño.

Las ciudades sutiles. 3

Si Armilla es así por incompleta o por haber sido demolida, si hay detrás un hechizo o sólo un capricho, lo ignoro. El hecho es que no tiene paredes, ni techos, ni pavimentos: no tiene nada que la haga parecer una ciudad, excepto las cañerías del agua, que suben verticales donde deberían estar las casas y se ramifican donde deberían estar los pisos: una selva de caños que terminan en grifos, duchas, sifones, rebosaderos. Contra el cielo blanquea algún lavabo o bañera u otro artefacto, como frutos tardíos que han quedado colgados de las ramas. Se diría que los fontaneros han terminado su trabajo y se han ido antes de que llegaran los albañiles; o bien que sus instalaciones indestructibles han resistido a una catástrofe, terremoto o corrosión de termitas.

Abandonada antes o después de haber sido habitada, no se puede decir que Armilla esté desierta. A cualquier hora, alzando los ojos entre las cañerías, no es raro entrever una o muchas mujeres jóvenes, espigadas, de no mucha estatura, que retozan en las bañeras, se arquean bajo las duchas suspendidas sobre el vacío, hacen abluciones, o se secan, o se perfuman, o se peinan los largos cabellos delante del espejo. En el sol brillan los hilos de agua que se proyectan en abanico desde las duchas, los chorros de los grifos, los surtidores, las salpicaduras, la espuma de las esponjas.

La explicación a que he llegado es ésta: de los cursos de agua canalizados en las tuberías de Armilla han quedado dueñas ninfas y náyades. Habituadas a remontar las venas subterráneas, les ha sido fácil avanzar en su nuevo reino acuático, manar de fuentes multiplicadas, encontrar nuevos espejos, nuevos juegos, nuevos modos de gozar del agua. Puede ser que su invasión haya expulsado a los hombres, o puede ser que Armilla haya sido construida por los hombres como un presente votivo para congraciarse con las ninfas ofendidas por la manumisión de las aguas. En todo caso, ahora parecen contentas esas mujercitas: por la mañana se las oye cantar.

Las ciudades y los intercambios. 2

En Cloe, gran ciudad, las personas que pasan por las calles no se conocen. Al verse imaginan mil cosas las unas de las otras, los encuentros que podrían ocurrir entre ellas, las conversaciones, las sorpresas, las caricias, los mordiscos. Pero nadie saluda a nadie, las miradas se cruzan un segundo y después huyen, husmean otras miradas, no se detienen.

Pasa una muchacha que hace girar una sombrilla apoyada en su hombro, y también un poco la redondez de las caderas. Pasa una mujer vestida de negro que representa todos los años que tiene, con ojos inquietos bajo el velo y los labios trémulos. Pasa un gigante tatuado; un hombre joven con el pelo blanco; una enana; dos mellizas vestidas de coral. Algo corre entre ellos, un intercambio de miradas como líneas que unen una figura a la otra y dibujan flechas, estrellas, triángulos, hasta que todas las combinaciones en un instante se agotan, y otros personajes entran en escena: un ciego con un guepardo sujeto con cadena, una cortesana con abanico de plumas de avestruz, un efebo, una mujer descomunal. Así, entre quienes por casualidad se juntan para guarecerse de la lluvia bajo un soportal, o se apiñan debajo del toldo del bazar, o se detienen a escuchar la banda en la plaza, se consuman encuentros, seducciones, copulaciones, orgías, sin cambiar una palabra, sin rozarse con un dedo, casi sin alzar los ojos. Una vibración lujuriosa mueve continuamente a Cloe, la más casta de las ciudades. Si hombres y mujeres empezaran a vivir sus efímeros sueños, cada fantasma se convertiría en una persona con quien comenzar una historia de persecuciones, de simulaciones, de malentendidos, de choques, de opresiones, y el carrusel de las fantasías se detendría.

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