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Authors: Italo Calvino

Tags: #Fantástico, Relato

Las ciudades invisibles (5 page)

Las ciudades y los ojos. 1

Los antiguos construyeron Valdrada a orillas de un lago con casas todas de galerías una sobre otra y calles altas que asoman al agua los parapetos de balaustres. Así el viajero ve al llegar dos ciudades. Una directa sobre el lago y una de reflejo invertida. No existe o sucede algo en una Valdrada que la otra Valdrada no repita, porque la ciudad fue construida de manera que cada uno de sus puntos se reflejara en su espejo, y la Valdrada del agua, abajo, contiene no sólo todas las canaladuras y relieves de las fachadas que se elevan sobre el lago, sino también el interior de las habitaciones con sus cielos rasos y sus pavimentos, las perspectivas de sus corredores, los espejos de sus armarios.

Los habitantes de Valdrada saben que todos sus actos son a la vez ese acto y su imagen especular que posee la especial dignidad de las imágenes, y esta conciencia les veda abandonarse por un solo instante al azar y al olvido. Cuando los amantes mudan de posición los cuerpos desnudos piel contra piel buscando cómo ponerse para sacar más placer el uno del otro, cuando los asesinos empujan el cuchillo en las venas negras del cuello y cuanta más sangre coagulada sale a borbotones más hunden el filo que resbala entre los tendones, incluso entonces no es tanto el acoplarse o matarse lo que importa como el acoplarse o matarse de las imágenes límpidas y frías en el espejo.

El espejo ya acrecienta el valor de las cosas, ya lo niega. No todo lo que parece valer fuera del espejo resiste cuando se refleja. Las dos ciudades gemelas no son iguales, porque nada de lo que existe o sucede en Valdrada es simétrico: a cada rostro y gesto responden desde el espejo un rostro o gesto invertidos punto por punto. Las dos Valdradas viven una para la otra, mirándose a los ojos de continuo, pero no se aman.

El Gran Kan ha soñado una ciudad; la describe a Marco Polo:

—El puerto está expuesto al septentrión, en la sombra. Los muelles son altos sobre el agua negra que golpea contra los cimientos; escaleras de piedra bajan resbalosas de algas. Barcas embadurnadas de alquitrán esperan en el fondeadero a los viajeros que se demoran en el muelle diciendo adiós a las familias. Las despedidas se desenvuelven en silencio pero con lágrimas. Hace frío; todos llevan chales en la cabeza. Una llamada del barquero pone fin a la demora, el viajero se acurruca en la proa, se aleja mirando hacia el grupo de los que se quedan; desde la orilla ya no se distinguen los contornos; hay neblina; la barca aborda una nave anclada; por la escalerilla sube una figura empequeñecida, desaparece; se siente alzar la cadena oxidada que raspa contra el escobén. Los que se quedan se asoman a las escarpas del muelle para seguir con los ojos al barco hasta que dobla el cabo; agitan por última vez un trapo blanco.

»Vete de viaje, explora todas las costas y busca esa ciudad —dice el Kan a Marco—. Después vuelve a decirme si mi sueño responde a la verdad.

—Perdóname, señor: no hay duda de que tarde o temprano me embarcaré en aquel muelle —dice Marco—, pero no volveré para contártelo. La ciudad existe y tiene un simple secreto: conoce sólo partidas y no retornos.

IV

Los labios apretados en el tubo de ámbar de la pipa, la barba aplastada contra el gorjal de amatistas, los dedos de los pies curvados nerviosamente en las pantuflas de seda, Kublai Kan escuchaba los relatos de Marco Polo sin alzar la vista. Eran las noches en que una congoja hipocondriaca pesaba sobre su corazón.

—Tus ciudades no existen. Quizás no han existido nunca. Con seguridad no existirán más. ¿Por qué te solazas en fábulas consoladoras? Bien sé que mi imperio se pudre como un cadáver en el pantano, cuya pestilencia infecta tanto a los cuervos que lo picotean como al bambú que crece fertilizado por su miasma. ¿Por qué no me hablas de eso? ¿Por qué mientes al emperador de los tártaros, extranjero?

Polo sabía seguir el humor sombrío del soberano.

—Sí, el imperio está enfermo y, lo que es peor, trata de acostumbrarse a sus llagas. El fin de mis exploraciones es éste: escrutando las huellas de felicidad que todavía se entrevén, mido su penuria. Si quieres saber cuánta oscuridad tienes alrededor, has de aguzar la mirada para ver las débiles luces lejanas.

A veces, el Kan era presa, en cambio, de accesos de euforia. Se alzaba sobre los cojines, medía a largos pasos las alfombras tendidas bajo sus pies sobre la hierba, se asomaba a las balaustradas de las terrazas para dominar con ojo alucinado la extensión de los jardines del palacio real iluminados por farolillos colgados de los cedros.

—Y sin embargo —decía—, sé que mi imperio está hecho de la materia de los cristales, y agrega sus moléculas siguiendo un dibujo perfecto. En medio del hervor de los elementos toma forma un diamante espléndido y durísimo, una inmensa montaña facetada y transparente. ¿Por qué tus impresiones de viaje se detienen en las engañosas apariencias y no captan este proceso incontenible? ¿Por qué induces a melancolías inesenciales? ¿Por qué escondes al emperador la grandeza de su destino?

Y Marco:

—Mientras a una orden tuya, sir, la ciudad una y última alza sus muros sin mácula, yo recojo las cenizas de las otras ciudades posibles que desaparecen para cederle lugar y no podrán ser reconstruidas ni recordadas más. Sólo si conoces el residuo de infelicidad que ninguna piedra preciosa llegará a resarcir, podrás calcular el número exacto de quilates a que debe tender el diamante final, y no errarás los cálculos de tu proyecto desde el principio.

Las ciudades y los signos. 5

Nadie sabe mejor que tú, sabio Kublai, que no se debe confundir nunca la ciudad con el discurso que la describe. Y sin embargo, entre la una y el otro hay una relación. Si te describo Olivia, ciudad rica en productos y beneficios, para significar su prosperidad no tengo otro medio sino hablar de palacios de filigrana y cojines con flecos en los antepechos de los ajimeces; más allá de la reja de un patio, una girándula de surtidores riega un prado donde un pavo real blanco hace la rueda. Pero con este discurso tú comprendes enseguida que Olivia está envuelta en una nube de hollín y de pringue que se pega a las paredes de las casas; que en la red de vías los remolques, en sus maniobras, aplastan a los peatones contra los muros. Si he de contarte la laboriosidad de los habitantes, hablo de las tiendas de los talabarteros olorosas de cuero, de las mujeres que parlotean mientras tejen tapetes de rafia, de los canales pensiles cuyas cascadas mueven las palas de los molinos: pero la imagen que estas palabras evocan en tu conciencia iluminada es el gesto que acerca al mandril hasta los dientes de la fresa repetidos por millares de manos millares de veces en el tiempo fijado por los turnos de los equipos. Si he de explicarte cómo el espíritu de Olivia tiende a una vida libre y a una civilización refinada, te hablaré de damas que navegan cantando por la noche en canoas iluminadas entre las orillas de un verde estuario; pero es sólo para recordarte que en los suburbios donde desembarcan todas las noches hombres y mujeres como filas de sonámbulos, hay siempre quien en la oscuridad rompe a reír, da rienda suelta a las bromas y a los sarcasmos.

Esto quizá no lo sabes: que para hablar de Olivia no podría pronunciar otro discurso. Si hubiera verdaderamente una Olivia de ajimeces y pavos reales, de talabarteros y tejedores de alfombras y canoas y estuarios, sería un mísero agujero negro de moscas, y para describírtelo tendría que recurrir a las metáforas del hollín, del chirriar de las ruedas, de los gestos repetidos, de los sarcasmos. La mentira no está en las palabras, está en las cosas.

Las ciudades sutiles. 4

La ciudad de Sofronia se compone de dos medias ciudades. En una está la gran montaña rusa de ríspidas gibas, el carrusel con el estrellón de cadenas, la rueda de las jaulas giratorias, el pozo de la muerte con los motociclistas cabeza abajo, la cúpula del circo con el racimo de trapecios colgando en el centro. La otra media ciudad es de piedra y mármol y cemento, con el banco, las fábricas, los palacios, el matadero, la escuela y todo lo demás. Una de las medias ciudades está fija, la otra es provisional y cuando su tiempo de estadía ha terminado, la desclavan, la desmontan y se la llevan para trasplantarla en los terrenos baldíos de otra media ciudad.

Así todos los años llega el día en que los peones desprenden los frontones de mármol, desarman los muros de piedra, los pilones de cemento, desmontan el ministerio, el monumento, los muelles, la refinería de petróleo, el hospital, los cargan en remolques para seguir de plaza en plaza el itinerario de cada año. Ahí se queda la media Sofronia de los tiros al blanco y de los carruseles, con el grito suspendido de la navecilla de la montaña rusa invertida, y comienza a contar cuántos meses, cuántos días tendrá que esperar antes de que vuelva la caravana y la vida entera recomience.

Las ciudades y los intercambios. 3

Al entrar en el territorio que tiene a Eutropia por capital, el viajero ve no una ciudad sino muchas, de igual tamaño y no disímiles entre sí, desparramadas en un vasto y ondulado altiplano. Eutropia es no una sino todas esas ciudades al mismo tiempo; una sola está habitada, las otras vacías; y esto ocurre por turno. Diré ahora cómo. El día en que los habitantes de Eutropia se sienten asaltados por el cansancio, y nadie soporta más su trabajo, sus padres, su casa y su calle, las deudas, la gente a la que hay que saludar o que saluda, entonces toda la ciudadanía decide trasladarse a la ciudad vecina que está allí esperándolos, vacía y como nueva, donde cada uno tomará otro trabajo, otra mujer, verá otro paisaje al abrir las ventanas, pasará noches en otros pasatiempos, amistades, maledicencias. Así sus vidas se renuevan de mudanza en mudanza, entre ciudades que por la exposición o el declive o los cursos de agua o los vientos se presentan cada una con ciertas diferencias de las otras. Como sus respectivas sociedades están ordenadas sin grandes diversidades de riqueza o de autoridad, el paso de una función a la otra ocurre casi sin sacudidas; la variedad está asegurada por los múltiples trabajos, de modo que en el espacio de una vida rara vez vuelve uno a un oficio que ya ha sido el suyo.

Así la ciudad repite su vida siempre igual, desplazándose para arriba y para abajo en su tablero de ajedrez vacío. Los habitantes vuelven a recitar las mismas escenas con actores cambiados; repiten las mismas réplicas con acentos diversamente combinados; abren bocas alternadas en bostezos iguales. Sola entre todas las ciudades del imperio, Eutropia permanece idéntica a sí misma. Mercurio, dios de los volubles, patrón de la ciudad, cumplió este ambiguo milagro.

Las ciudades y los ojos. 2

Es el humor de quien la mira el que da a la ciudad de Zemrude su forma. Si pasas silbando, con la nariz levantada detrás del silbido, la conocerás de abajo para arriba: antepechos, cortinas que se agitan, surtidores. Si caminas con el mentón sobre el pecho, con las uñas clavadas en las palmas, tus miradas se enredarán al ras del suelo en el agua de la calzada, las alcantarillas, las espinas de pescado, los papeles sucios. No puedo decir que un aspecto de la ciudad sea más verdadero que el otro, pero de la Zemrude de arriba oyes hablar sobre todo a quien la recuerda hundido en la Zemrude de abajo, recorriendo todos los días los mismos tramos de calle y encontrando por la mañana el malhumor del día anterior incrustado al pie de las paredes. Para todos, tarde o temprano, llega el día en que bajamos la mirada a lo largo de los caños de las canaletas y no conseguimos despegarlos más del pavimento. El caso inverso no está excluido, pero es más raro: por eso seguimos dando vueltas por las calles de Zemrude con los ojos que ahora cavan debajo de los sótanos, de los cimientos, de los pozos.

Las ciudades y el nombre. 1

Poco sabría decirte de Aglaura fuera de las cosas que los habitantes mismos de la ciudad repiten desde siempre: una serie de virtudes proverbiales, otros tantos proverbiales defectos, alguna rareza, algún puntilloso homenaje a las reglas. Antiguos observadores, que no hay razón para no suponer veraces, atribuyeron a Aglaura su durable surtido de cualidades, confrontándolas con aquellas de otras ciudades de sus tiempos. Ni la Aglaura que se dice ni la Aglaura que se ve ha cambiado quizá mucho desde entonces, pero lo que era excéntrico se ha vuelto usual, extrañeza lo que pasaba por norma, y las virtudes y los defectos han perdido excelencia o desdoro en un concierto de virtudes y defectos diversamente distribuidos. En este sentido no hay nada de cierto en cuanto se dice de Aglaura, y, sin embargo, de ello surge una imagen sólida y compacta de ciudad, mientras alcanzan menor consistencia los juicios dispersos que se pueden enunciar viviendo en ella. El resultado es éste: la ciudad que dicen tiene mucho de lo que se necesita para existir, mientras la ciudad que existe en su lugar existe menos.

Por eso, si quisiera describirte Aglaura ateniéndome a cuanto he visto y probado personalmente, debería decirte que es una ciudad desteñida, sin carácter, puesta allí a la buena de Dios. Pero tampoco esto sería verdadero: a ciertas horas, en ciertos escorzos de camino, ves abrírsete la sospecha de algo inconfundible, raro, acaso magnífico; quisieras decir qué es, pero todo lo que se ha dicho de Aglaura hasta ahora aprisiona las palabras y te obliga a repetir antes que a decir.

Por eso los habitantes creen vivir siempre en la Aglaura que crece sólo con el nombre de Aglaura y no se dan cuenta de la Aglaura que crece en tierra. Y aun yo, que quisiera tener separadas en la memoria las dos ciudades, no puedo sino hablarte de una, porque el recuerdo de la otra, por falta de palabras para fijarlo, se ha dispersado.

—De ahora en adelante seré yo quien describa las ciudades —había dicho el Kan—. Tú en tus viajes verificarás si existen.

Pero las ciudades visitadas por Marco Polo eran siempre distintas de las pensadas por el emperador.

—Y sin embargo, he construido en mi mente un modelo de ciudad, de la cual se pueden deducir todas las ciudades posibles —dijo Kublai—. Aquél encierra todo lo que responde a la norma. Como las ciudades que existen se alejan en diverso grado de la norma, me basta prever las excepciones a la norma y calcular sus combinaciones más probables.

—También yo he pensado en un modelo de ciudad de la cual deduzco todas las otras —respondió Marco—. Es una ciudad hecha sólo de excepciones, impedimentos, contradicciones, incongruencias, contrasentidos. Si una ciudad así es cuanto hay de más improbable, disminuyendo el número de los elementos fuera de la norma aumentan las posibilidades de que la ciudad verdaderamente sea.

Por lo tanto basta que yo sustraiga excepciones a mi modelo, y en cualquier orden que proceda llegaré a encontrarme delante de una de las ciudades que, si bien siempre a modo de excepción, existen. Pero no puedo llevar mi operación más allá de cierto límite: obtendría ciudades demasiado verosímiles para ser verdaderas.

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