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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La tumba de Huma (41 page)

BOOK: La tumba de Huma
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En medio de un atónito silencio, Sturm sintió que las lágrimas resbalaban por sus mejillas, pero ahora ya no necesitaba ocultarlas. Tras él oyó el sonido de alguien levantándose. Derek salió furioso de la sala, seguido de los que lo apoyaban. También se oyó algún que otro vitor. Sturm vio a través de sus lágrimas que casi la mitad de los caballeros que había en la sala —en concreto los más jóvenes, los que él debía mandar estaban aplaudiendo. Sturm sintió una pena intensa en lo más profundo de su corazón. Aunque acabara de salir victorioso, le horrorizaba ver en qué se había convertido la Orden de Caballería dividida en dos facciones por hombres sedientos de poder. No era más que la concha corrupta de una hermandad que en su día había sido honorable.

—Felicitaciones, Brightblade —dijo el comandante Alfred secamente—. Espero que te des cuenta de lo que el comandante Gunthar ha hecho por ti.

—Me doy cuenta, señor, y juro por la espada de mi padre que me haré merecedor de su confianza.

—Procura que así sea, joven —respondió el comandante Alfred antes de dejar la sala. El comandante Michael lo acompañó sin dirigirle la palabra a Sturm.

Entonces los caballeros de menos edad se acercaron para felicitar cordialmente a Sturm. Brindaron con vino a su salud y se hubieran quedado un largo rato si Gunthar no les hubiese rogado que se marcharan.

Cuando ambos hombres se quedaron a solas en la sala, Gunthar sonrió ampliamente a Sturm y estrechó su mano. Este le devolvió el caluroso apretón de manos pero no la sonrisa. La herida era demasiado reciente.

Entonces, lenta y cuidadosamente, Sturm sacó las rosas negras de su espada. Dejándolas sobre la mesa, deslizó el arma de la vaina. Se disponía a empujar las rosas a un lado, pero se detuvo, cogió una y se la colocó en el cinturón

—Debo daros las gracias, señor —comenzó a decir con voz temblorosa.

—No tienes por qué darme las gracias, hijo —dijo el comandante mirando a su alrededor—. Salgamos de este lugar y vayamos a otro más acogedor. ¿Te apetece un vaso de vino caliente?

Ambos caminaron por los corredores de piedra del antiguo castillo de Gunthar. Todavía podían oírse algunos ruidos tras la marcha de los jóvenes caballeros —los cascos de los caballos pateando el empedrado, voces y gritos, e incluso la melodía de alguna canción militar.

—Debo daros las gracias, señor —repitió Sturm con firmeza—. El riesgo que corréis es demasiado fuerte. Espero poder corresponder a vuestra confianza.

—¡Riesgo! Tonterías, hijo —frotándose las manos para avivar la circulación, Gunthar guió a Sturm a una pequeña estancia decorada para las próximas fiestas de invierno con delicadas rosas rojas, cultivadas en el interior, plumas de martín pescador y delicadas coronas doradas. En la chimenea ardía un fuego vivo. A una orden de Gunthar, los sirvientes trajeron dos jarras de un vaporoso líquido que despedía olor a especies. Fueron muchas las veces que tu padre arrojó su escudo frente a mí y me protegió cuando yo había sido derribado.

—Y vos hicisteis lo mismo por él —dijo Sturm—. No le debéis nada. El haber comprometido vuestro honor por mí significa que, si yo fallo, el que sufrirá las consecuencias seréis vos. Seréis despojado de vuestro rango, vuestro título, vuestras tierras. Derek se asegurará de que así sea.

Gunthar, mientras tomaba un buen trago de su bebida, observó al joven que tenía ante él. Sturm tomó un breve sorbo de su bebida por educación, sosteniendo la jarra con una mano que temblaba ostensiblemente. Gunthar posó amablemente su mano sobre el hombro de Sturm, indicándole que tomara asiento.

—¿Has fallado en el pasado, Sturm?

Sturm alzó una mirada de ojos brillantes.

—No, señor. No lo he hecho. ¡Lo juro!

—Entonces no me da ningún temor el futuro —dijo el comandante Gunthar sonriendo y alzando la jarra—. Brindo por tu buena fortuna en la batalla, Sturm Brightblade.

Sturm cerró los ojos. La tensión había sido muy fuerte. Dejando caer la cabeza sobre sus brazos, lloró. Gunthar volvió a posar la mano sobre su hombro.

—Lo comprendo... —dijo mirando atrás hacia una noche en la que el padre de aquel joven también se había desmoronado y había prorrumpido en llanto. La noche en que el comandante Brightblade había enviado a su mujer y a su hijo pequeño al exilio, viaje del que nunca los vería regresar.

Sturm, exhausto, finalmente se quedó dormido. Gunthar, sentado a su lado, siguió bebiendo el vino caliente, perdido en recuerdos del pasado hasta que, finalmente, también él se sumergió en las profundidades del sueño.

Los pocos días que faltaban para que el ejército embarcara hacia Palanthas, transcurrieron rápidamente para Sturm. Debía encontrar una armadura... usada, ya que no podía costearse el comprar una nueva. Empaquetó cuidadosamente la cota de mallas de su padre, con la intención de llevarla con él, ya que no podía vestirla. Tuvo que asistir a reuniones en las que se discutían las diferentes estrategias a seguir en la batalla y en las que se les facilitaba información sobre el enemigo.

La batalla de Palanthas sería muy dura, ya que determinaría el dominio sobre toda la parte norte de Solamnia. Los comandantes habían coincidido en los planteamientos de la lucha: fortificarían los muros de la ciudad con el propio ejército de la urbe, y los caballeros ocuparían la torre del Sumo Sacerdote, que se alzaba bloqueando el paso a través de las montañas Vingaard. Pero eso era todo lo que habían acordado. Las reuniones entre los tres jefes eran tensas, y la atmósfera muy fría.

Finalmente llegó el día en el que debían partir. Los caballeros se reunieron a bordo del barco. Sus familias se quedaron silenciosamente en tierra. Aunque sus rostros reflejaran preocupación, hubo pocas lágrimas y las mujeres, con los labios apretados, aparecían tan ceñudas como los hombres. Algunas de las esposas llevaban espadas a la cintura. Todos sabían que si perdía la batalla del norte, el enemigo llegaría allí por mar.

Gunthar estaba en la pasarela charlando con los caballeros, despidiéndose de sus hijos. Él y Derek intercambiaron las pocas palabras rituales prescritas por la Medida y, después, Gunthar abrazó por puro compromiso al comandante Alfred. Finalmente se dirigió hacia Sturm, que se hallaba a distancia de los demás.

—Brightblade —le dijo Gunthar en voz baja cuando llegó junto a él—. Quería hacerte una pregunta pero estos últimos días no he podido encontrar el momento. Mencionaste que tus amigos iban a venir a Sancrist. ¿Hay alguno de ellos que pudiera servirte como testigo ante el Consejo?

Sturm reflexionó. Por un instante la única persona que se le ocurría era Tanis. Había pensado mucho en su amigo durante aquellos días tan duros. Incluso había concebido la esperanza de que Tanis pudiera llegar a Sancrist. Pero aquella esperanza había muerto. Dondequiera que estuviera Tanis, tenía sus propios problemas, se enfrentaba a sus propios peligros. También había otra persona que había confiado poder ver. Inconscientemente, Sturm se llevó la mano a la Joya Estrella que pendía de su cuello. Casi podía sentir su calor y sabía —sin saber cómo— que aunque estuviera lejos, Alhana estaba con él. Entonces...

—¡Laurana! —exclamó.

—¿Una mujer? —Gunthar frunció el ceño.

—Sí, pero es hija del Orador de los Soles, miembro de la casa real de Qualinesti. y también su hermano, Gilthanas. Ambos testificarían a mi favor.

—La casa real... Eso sería perfecto, especialmente ya que se nos ha comunicado que el Orador en persona presidirá el Consejo de la Piedra Blanca en el que debe debatirse el tema del Orbe de los Dragones. Si esto sucede, hijo mío, te lo haré saber de alguna manera para que puedas volver a vestir tu antigua cota de mallas. ¡Serás vindicado! ¡Serás libre para llevarla sin vergüenza alguna!

—Y vos os veréis libre de vuestro compromiso —dijo Sturm estrechando la mano del comandante.

—¡Bah! Eso no debe importarte —Gunthar posó su mano sobre la cabeza de Sturm, tal como la había posado sobre las cabezas de sus propios hijos. Sturm se arrodilló respetuosamente ante él—. Recibe mi bendición, Sturm Brightblade, la bendición paterna que te otorgo en ausencia de tu verdadero padre. Cumple con tu deber y sé fiel a su memoria. Que el espíritu de Huma esté contigo.

—Gracias, señor —dijo Sturm poniéndose en pie—. Adiós.

—Adiós, Sturm. —Tras abrazarlo rápidamente, se volvió y se alejó.

Se quitaron las pasarelas de los barcos. Había amanecido pero el sol no brillaba en el cielo invernal. Unos oscuros nubarrones se cernían sobre un mar gris plomizo. No hubo vítores, los únicos sonidos que pudieron oírse fueron las órdenes gritadas por el capitán y la respuesta de la tripulación, el crujir de los tomos y el ondear de las velas al viento.

Los barcos levaron lentamente sus anclas e iniciaron su viaje en dirección al norte. Casi no se divisaban ya las velas de los barcos en el horizonte, pero aún y así, nadie abandonó el muelle, ni siquiera cuando estalló una repentina lluvia, que arrojó granizo y gotas heladas, dibujando una fina cortina gris sobre las frías aguas.

3

El Orbe de los Dragones.

El compromiso de Caramon.

Raistlin se detuvo ante la pequeña puerta del carromato, mirando con sus dorados ojos los bosques iluminados débilmente por el mortecino sol. Todo estaba en silencio. Las fiestas de Invierno ya habían pasado. Los campos estaban atrapados bajo la manta invernal y nada se movía en el nevado paisaje. Sus compañeros habían salido para ocuparse de diversas tareas. Raistlin sonrió siniestramente, regresó al interior de la carreta y cerró firmemente la puerta de madera.

Hacía varios días que los compañeros habían acampado allí, a las afueras de Kendermore. Estaban casi llegando al final de su viaje, el cual había sido un éxito completo. Aquella noche partirían en dirección a Flotsam bajo la protección de la oscuridad. Tenían suficiente dinero para alquilar un barco, además de lo que les quedaba para provisiones y para pagar una semana de alojamiento en Flotsam. Su última actuación había tenido lugar aquella tarde.

El joven mago se abrió camino hacia el fondo del carromato entre los trastos. Su mirada se posó sobre la reluciente túnica roja que pendía de un clavo. Tika había comenzado a empaquetarla, pero Raistlin le había gritado con furia para que se detuviera. Encogiéndose de hombros, la muchacha la había dejado en el mismo lugar y había salido a dar un paseo por el bosque, con la certeza de que —como de costumbre— Caramon la encontraría.

La huesuda mano de Raistlin tocó la túnica, sus esbeltos dedos acariciaron la reluciente tela de lentejuelas, y el mago lamentó que aquel período de su vida llegara a su fin.

—He sido feliz —murmuró Raistlin para sí—. Es extraño. ¡No ha habido muchas ocasiones en mi vida en las que haya podido decir algo parecido, ni cuando era niño, ni tampoco en estos últimos años, después de que torturaran mi cuerpo y me condenaran a tener estos ojos. Entonces nunca creí en la felicidad. ¡Qué insignificante era comparada con mi magia! De todas formas... estas últimas semanas han sido días de paz, de auténtica felicidad. No creo que vuelva a vivirlos de nuevo. No después de lo que debo hacer...

Raistlin sostuvo la túnica un instante más y luego, encogiéndose de hombros, la arrojó a un rincón y continuó avanzando hacia el fondo del carromato, donde había colocado una cortina para separarlo del resto y disponer así de cierta intimidad. Una vez allí corrió la cortina.

Fantástico. Disponía de varias horas para él solo, de hecho, hasta el atardecer. Tanis y Riverwind habían salido de caza. Caramon supuestamente también, aunque todos sabían que aquello era sólo una excusa para quedarse a solas con Tika. Goldmoon estaba preparando comida para el viaje. Nadie le molestaría. El mago asintió para sí, satisfecho.

Sentándose frente a una pequeña mesa que Caramon había construido para él con ramas y troncos, Raistlin sacó cuidadosamente una bolsa de aspecto ordinario de uno de los bolsillos más ocultos de su túnica. Era la bolsa que contenía el Orbe de los Dragones. Cuando tiró del cordel que la anudaba, sus esqueléticos dedos temblaron. La bolsa se abrió. Raistlin introdujo una mano, y lo sacó. Sosteniéndolo sin problemas en la palma de la mano, lo inspeccionó escrupulosamente para ver si se había producido en él alguna variación.

No. En su interior aún relucía aquella tenue luz verdosa. Todavía era tan frío al tacto como una piedra de granizo. Sonriendo, Raistlin lo sujetó delicadamente con una mano mientras con la otra palpaba por debajo de la mesa. Finalmente encontró lo que buscaba una pequeña base de tres patas tallada en madera. Alzándola, Raistlin la colocó sobre la mesa. No estaba muy bien construida —Flint se hubiera burlado de él. Raistlin no tenía ni el interés ni la destreza necesarias para trabajar la madera. La había tallado laboriosamente, en secreto, encerrado en el traqueteante carromato en los largos días del viaje. No, no estaba demasiado bien hecha, pero no le importaba. Serviría para sus propósitos.

El mago colocó el Orbe de los Dragones sobre la base. Era del tamaño de una canica y tenía un aspecto casi ridículo, pero Raistlin se recostó en la silla, aguardando pacientemente. Tal como esperaba, al poco rato aquella extraña esfera comenzó a aumentar de tamaño. ¿O no...? Tal vez
él
estuviera menguando. Raistlin no hubiera podido asegurarlo. Sólo sabía que, de repente, el Orbe tenía el tamaño apropiado. Si algo había cambiado, era él mismo, que era demasiado pequeño, demasiado insignificante, incluso, para estar en la misma estancia que el Orbe.

El mago sacudió la cabeza. Sabía que no debía perder el control, e inmediatamente se dio cuenta de los sutiles trucos que le estaba jugando aquel objeto para socavar ese control. Pronto, aquellos trucos no serían sutiles. Raistlin sintió seca su garganta. Tosió, maldiciendo sus débiles pulmones. Alentando temblorosamente, hizo un esfuerzo por respirar lenta y profundamente.

«Relájate. Debo relajarme. No tengo miedo. Soy fuerte. ¡Mira lo que he hecho!», pensó.

Silenciosamente invocó al Orbe: «¡Mira el poder que he conseguido! Acuérdate de lo que hice en el Bosque Oscuro. Acuérdate de lo que hice en Silvanesti. Soy fuerte. No tengo miedo».

Los colores del Orbe relucieron pálidamente, pero la esfera no respondió. El mago cerró los ojos unos instantes, retirando el Orbe de su vista. Recuperando el control, los volvió a abrir y lo contempló con su suspiro. El momento se acercaba.

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