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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La tumba de Huma (37 page)

BOOK: La tumba de Huma
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Mientras los contemplaba ante ella, Laurana percibió como si un extraño e inmenso poder fluyera entre Silvara y Fizban. Sintió un apremiante deseo de salir corriendo de aquel lugar y de seguir corriendo hasta caer exhausta. Pero no podía moverse. Sólo podía contemplarlos.

—¿Qué has hecho, Silvara? —repitió Fizban—. ¡Has roto tu promesa!

—¡No! —gimió la muchacha, retorciéndose sobre el suelo a sus pies —. No, no lo he hecho. Aún no...

—Has caminado por el mundo con otro cuerpo, entrometiéndote en los asuntos de los hombres. Esto debería haberte bastado. ¡Pero has tenido que traerles
aquí!

El rostro cuajado de lágrimas de Silvara tenía una expresión de angustia. Laurana notó que sus propias mejillas Se inundaban de lágrimas.

—¡De acuerdo! —gritó Silvara desafiante—. Rompí mi promesa o por lo menos pretendía hacerlo. Los traje aquí. ¡Tenía que hacerlo! He visto tanta miseria y sufrimiento. Además... —la voz le falló y su mirada se perdió en la distancia—, tenían uno de los Orbes...

—Sí —dijo Fizban en voz baja—. Un Orbe de los Dragones. Tomado del castillo del muro de Hielo. Cayó en tus manos. ¿Qué has hecho con él, Silvara? ¿Dónde está ahora?

—Lo envié lejos de aquí...

Fizban pareció envejecer. Suspirando profundamente, se apoyó pesadamente sobre su bastón.

—¿Dónde lo enviaste, Silvara? ¿Dónde está ahora el Orbe?

—Lo tie..tiene Sturm —interrumpió Laurana temerosa—. Se lo ha llevado a Sancrist. ¿Qué significa todo esto? ¿Está Sturm en peligro?

—¿Quién? —Fizban volvió la cabeza—. Oh, hola querida —dijo sonriéndole—. Qué agradable verte de nuevo. ¿Cómo está tu padre?

—Mi padre... —Laurana sacudió la cabeza, confundida—. Mira, anciano, qué más da mi padre... ¿Quién...?

—¡Y también está tu hermano! —Fizban alargó una mano hacia Gilthanas—. Qué alegría verte, hijo y a vos, señor —inclinó la cabeza ante el asombrado Theros—. ¿Un brazo de plata? Mi, mi... —volvió la cabeza de nuevo hacia Silvara—, que coincidencia. Theros Ironfeld, ¿no es así? He oído hablar mucho de ti. Mi nombre es...

El viejo mago hizo una pausa, frunciendo el ceño.

—Mi nombre es...

—Fizban —apuntó Tasslehoff.

—Fizban, eso es.

Laurana creyó ver que el mago le dirigía a Silvara una mirada de advertencia. La muchacha inclinó la cabeza, como dándole a entender que había comprendido su silencioso y secreto mensaje. Pero antes de que Laurana pudiera ordenar sus confusos pensamientos, Fizban le habló de nuevo.

—Y ahora, Laurana, te preguntarás quién es Silvara. Pero es ella la que debe decidir si contároslo o no, ya que yo debo irme. Debo emprender un largo viaje.

—¿Debo decírselo? —preguntó Silvara en voz baja.

Aún se hallaba de rodillas y, mientras hablaba, sus ojos miraban a Gilthanas. Fizban siguió su mirada. Al ver el aspecto abatido del noble elfo, su expresión se suavizó y sacudió la cabeza con tristeza.

—No, Silvara, no tienes que decírselo. La decisión es tuya, «aquella otra» fue la de tu hermana... Puedes hacerles olvidar que han estado aquí.

De pronto el único color que quedó en el rostro de Silvara fue el azul intenso de sus ojos.

—Pero eso significaría...

—Sí, Silvara. La decisión es tuya —dijo besando a la muchacha en la frente—. Adiós, Silvara.

Dándose la vuelta, miró a los demás.

—Adiós, adiós. Encantado de veros de nuevo. Estoy un poco disgustado por lo de las plumas de gallina, pero... no os guardo rencor —mirando a Tas con impaciencia le dijo—: ¿Vienes o no? ¡No dispongo de toda la noche para esperarte!

—¿Ir? ¿Contigo? —dijo Tas, soltando la cabeza de Flint que volvió a golpear el banco de piedra con un ruido sordo. El kender se puso en pie —. Por supuesto, déjame recoger mis cosas... —pero entonces se detuvo, volviéndose a mirar al desmayado enano—. Flint...

—Se pondrá bien —prometió Fizban—. No estarás separado de tus amigos mucho tiempo. Los veremos dentro de... —frunció el ceño, murmurando para sí —siete días, añade tres, me llevo una, ¿cuánto es siete veces cuatro? Oh, bueno, dentro de poco. Cuando se celebre la reunión del Consejo. Bien, no perdamos más tiempo. Tengo mucho que hacer. Tus amigos están en buenas manos. Silvara se ocupará de ellos, ¿no es así, querida?

—Voy a decírselo —le prometió ella apenada, mirando a Gilthanas.

El elfo los observaba a ella y a Fizban con expresión pálida.

—Tienes razón. Hace tiempo rompí la promesa. Debo finalizar lo que decidí hacer.

—Lo que creas mejor —Fizban posó su mano sobre la cabeza de Silvara, acariciando su plateado cabello. Luego Se volvió para marcharse.

—¿Seré castigada? —preguntó Silvara cuando el anciano estaba a punto de desaparecer en la penumbra.

Fizban se detuvo. Sacudiendo la cabeza, se volvió a mirar a la elfa.

—Algunos dirían que estás siendo castigada precisamente ahora, Silvara. Pero lo que haces, es fruto del amor. Tanto la decisión que tomes, como el castigo, dependen únicamente de ti.

El anciano desapareció en la oscuridad. Tasslehoff corrió tras él.

—¡Adiós, Laurana! ¡Adiós, Theros! ¡Cuidad de Flint! —en el silencio que siguió, Laurana pudo oír la voz del viejo mago.

—¿Cómo dijiste que me llamaba? Fizbut, Furball...

—¡Fizban! —chilló el kender con su voz aguda.

—Fizban... Fizban...

Todas las miradas se volvieron hacia Silvara.

Ahora la muchacha estaba tranquila, en paz consigo misma. Aunque en su rostro se reflejaba tristeza, no era el atormentado y amargo sentimiento de momentos anteriores, sino la sensación de la pérdida. Era la callada y asumida tristeza de alguien que no tiene nada de qué arrepentirse. Silvara caminó hacia Gilthanas. Tomando sus manos le miró a los ojos con tanto amor, que Gilthanas se sintió bendecido, a pesar de saber que ella se disponía a despedirse de él.

—Te estoy perdiendo, Silvara —murmuró él con la voz rota—. Lo veo en tus ojos. ¡Pero no sé porqué! Tú me amas...

—Yo te amo, elfo. Te amé cuando te vi herido, tendido sobre la arena. Cuando alzaste la mirada y me sonreíste, supe que el mismo destino que había caído sobre mi hermana, iba a ser también el mío. Pero ése es el riesgo que corremos cuando elegimos tomar esta forma pues, aunque al tomarla no perdemos nuestra fuerza, nos inflige sus debilidades. Pero, ¿amar es una debilidad...?

—Silvara, ¡no comprendo! —gritó Gilthanas. —Lo comprenderás.

Gilthanas la tomó en sus brazos, abrazándola. Silvara apoyó la cabeza sobre su pecho. El elfo besó su bella cabellera plateada y la estrechó contra sí con un sollozo.

Laurana se dio la vuelta. Aquella tristeza le parecía demasiado sagrada para que sus ojos la contemplaran. Tragándose sus propias lágrimas, miró a su alrededor y entonces recordó al enano. Tomando un poco de agua de la cantimplora, la esparció sobre el rostro de Flint.

El enano parpadeó y abrió los ojos. Contempló a Laurana durante un instante y luego extendió una mano temblorosa.

—Fizban —susurró con voz ronca.

—Lo sé —dijo Laurana, preguntándose cómo se tomaría el enano la marcha de Tasslehoff.

—¡Fizban está
muerto!
—Flint dio un respingo—. ¡Tas lo dijo! ¡En medio de un montón de plumas de gallina! —el enano hizo un esfuerzo por incorporarse—. ¿Dónde está ese maldito kender?

—Se ha ido, Flint. Se marchó con Fizban.

—¿Se ha ido? ¿Le habéis dejado marchar? ¿Con ese anciano?

—Me temo que sí...

—¿Le habéis dejado marchar con un anciano muerto?

—La verdad es que no he podido hacer otra cosa. Fue decisión suya. Estará bien...

—¿Dónde han ido? —preguntó Flint poniéndose en pie y agarrando sus cosas.

—No puedes ir tras ellos. Por favor, Flint. Yo te necesito. Eres el mejor amigo de Tanis y mi consejero...

—Pero se ha ido sin mí. ¿Cómo ha podido dejarme? No lo he visto marchar...

—Te desmayaste...

—¡Yo nunca he hecho una cosa así! ¡Nunca me desmayo! Debe ser una reaparición de ese virus mortífero que me atacó a bordo del bote... —Flint soltó sus cosas y se dejó caer en el suelo—. Ese estúpido kender, irse con un viejo mago muerto...

Theros se acercó a Laurana.

—¿Quién era ese anciano: —le preguntó con curiosidad.

—Es una larga historia. Además, ni siquiera estoy muy segura de poder responder a tu pregunta.

—Me resulta familiar —Theros frunció el entrecejo y sacudió la cabeza—. Pero no puedo recordar dónde lo he visto antes. No obstante me hace recordar Solace y «El Último Hogar». y él me conocía... —el herrero miró su brazo de plata—. ¿Y qué ocurre con los demás?

—Creo que estamos a punto de averiguarlo —dijo Laurana.

—Tenías razón —dijo Theros—. No confiabas en ella...

—Pero no por las razones correctas —admitió Laurana sintiéndose culpable.

Lanzando un pequeño suspiro, Silvara se separó de Gilthanas.

—Gilthanas —dijo la elfa temblorosa—, toma una antorcha de la pared y sostenla frente a mí.

Gilthanas titubeó. Un segundo después, casi enojado, siguió sus instrucciones.

—Sostén la antorcha ahí... —le dijo ella guiando su mano para que la luz brillara justo en frente suyo—. Ahora... mirad mi sombra en la pared que hay detrás mío —dijo con voz trémula.

La tumba estaba silenciosa, sólo el chisporroteo de la llameante antorcha emitía algún sonido. La sombra de Silvara cobró vida en la fría pared de piedra. Los compañeros la contemplaron y, por un instante, ninguno de ellos pudo pronunciar palabra.

La sombra que Silvara proyectaba sobre la pared no era la sombra de una joven doncella elfa....

Era la sombra de un dragón.

—¡Eres
un dragón! —exclamó Laurana sin poder dar crédito a lo que veía. Se llevó la mano a la espada, pero Theros la detuvo.

—¡No! —exclamó de pronto el herrero—. Ahora recuerdo. Ese viejo anciano... Ahora lo recuerdo. ¡Acostumbrada a venir a la posada «El Ultimo Hogar»! Iba vestido de otra forma. ¡No era un mago, pero era él! ¡Podría jurarlo! Les contaba historias a los niños. Historias sobre dragones buenos. Dragones dorados y...

—Dragones plateados —dijo Silvara, mirando a Theros—. Yo soy un dragón plateado. Mi hermana fue el Dragón Plateado que amó a Huma y libró junto a él la gran batalla final...

—¡No! —Gilthanas dejó caer la antorcha al suelo. Silvara, mirándolo con ojos tristes, alargó una mano para reconfortarle.

Gilthanas retrocedió, contemplándola horrorizado.

Silvara bajó la mano lentamente. Suspirando suavemente, asintió.

—Lo comprendo —murmuró—. Lo siento.

Gilthanas comenzó a temblar violentamente. Rodeándole con sus fuertes brazos, Theros lo acompañó hasta un banco y lo cubrió con su capa.

—Me recuperaré —susurró Gilthanas—. Pero, por favor dejadme solo, dejadme pensar. ¡Esto es una locura! Una pesadilla. ¡Un dragón! —cerró los ojos con firmeza, como si quisiera borrar aquella imagen para siempre—. Un dragón... —susurró con la voz rota. Theros apoyó su mano izquierda en la espalda del elfo para animarlo y luego volvió con los demás.

—¿Dónde están los otros dragones buenos? —preguntó Theros—. El anciano dijo que había muchos. Dragones plateados, dragones dorados...

—En efecto, hay
muchos
—respondió Silvara de mala gana.

—Como el dragón plateado que vimos en el Muro de Hielo —dijo Laurana—. Era un dragón bueno. ¡Si sois muchos, reuniros! ¡Ayudadnos a luchar contra los dragones malignos!

—¡No! —gritó Silvara con rabia. Sus ojos azules relampaguearon y, al verla tan furiosa, Laurana dio un paso atrás.

—¿Por qué no?

—No puedo decíroslo —Silvara se retorcía las manos, nerviosa.

—¡Tiene algo que ver con esa promesa! ¿No? —insistió Laurana—. La promesa que rompiste. Y el castigo del que le hablaste a Fizban...

—¡No puedo decíroslo! —repitió Silvara habló en voz baja y apasionada—. Lo que he hecho hasta ahora es ya suficientemente malo. ¡Pero tenía que hacer algo! ¡No podía vivir por más tiempo en este mundo viendo sufrir a gente inocente! Pensé que tal vez pudiera ayudar, por lo que torné forma de elfa e hice lo que pude. Trabajé mucho tiempo, intentando que los elfos se uniesen. Conseguí evitar que entraran en guerra, pero las cosas iban de mal en peor. Entonces llegasteis vosotros, y vi que estabais en gran peligro, un peligro mucho mayor de lo que ninguno de nosotros hubiera imaginado nunca. Ya que llevabais el... —la voz le falló.

—¡El Orbe de los Dragones! —exclamó Laurana.

—Sí. Supe que debía tomar una decisión. Teníais el Orbe, pero también teníais la lanza. ¡De pronto me encontraba con ambos objetos! ¡Los dos juntos! «Es una señal», pensé, pero no sabía qué hacer. Decidí traer el Orbe a este lugar para mantenerlo a salvo para siempre. Pero cuando emprendimos el viaje, comprendí que los Caballeros de Solamnia nunca accederían a que se quedara aquí. Habría problemas. Por tanto, cuando encontré la oportunidad, lo envié lejos pero, por lo que se ve, esta decisión fue equivocada, ¿cómo iba yo a saberlo?

—¿Por qué? —preguntó Theros—. ¿Qué es lo que hace el Orbe? ¿Es maligno? ¿Has enviado a esos caballeros a su perdición?

—Es inmensamente maligno. E inmensamente benigno. ¿Quién puede decirlo? Ni yo misma entiendo a los Orbes de los Dragones. Fueron creados hace mucho tiempo por los hechiceros más poderosos.

—¡Pero el libro que leyó Tas decía que podían utilizarse para dominar a los dragones! —declaró Flint—. Lo leyó con unos extraños anteojos. «Anteojos de visión verdadera», los llamó él. Dijo que no mentían...

—No —le interrumpió Silvara con tristeza—. Eso es cierto.
Demasiado
cierto... como me temo descubrirán tus amigos para su desgracia.

Los compañeros, cada vez más atemorizados, guardaron silencio, interrumpido únicamente por los entrecortados sollozos de Gilthanas. Las antorchas creaban sombras que danzaban y revoloteaban por la silenciosa tumba como espíritus. Laurana recordó a Huma y al Dragón Plateado. Pensó en aquella terrible batalla final... los cielos llenos de dragones, la tierra cubierta de llamas y sangre...

—Entonces, ¿por qué nos trajiste aquí? —le preguntó Laurana a Silvara—. ¿Por qué no dejaste simplemente que nos lleváramos el Orbe de estas tierras?

—¿Puedo decírselo? ¿Tendré la fuerza suficiente? —le susurró Silvara a un espíritu invisible.

Durante un rato se quedó callada, con el rostro inexpresivo, retorciéndose nerviosamente las manos. Sus ojos se cerraron, inclinó la cabeza y comenzó a mover los labios. Cubriéndose el rostro con las manos, se quedó quieta, callada. Momentos después, estremeciéndose, tomó una decisión.

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