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Authors: John C. Wright

Tags: #Ciencia-Ficción

La Trascendencia Dorada (43 page)

BOOK: La Trascendencia Dorada
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Dentro de la visión, Helión, al cabo de mil años, estaba en los balcones de su Plataforma Solar, en un cuerpo inimaginable para la ciencia moderna. La ciencia de la singularidad de la Segunda Ecumene permitía reforzar los huesos de ese cuerpo con neutronio, e impulsar su sistema nervioso desde un corazón semejante a un agujero negro. En ese tiempo venidero, los origami de espacio plegado serían una herramienta más que afectaría a las ciencias, las artes, la filosofía de los pocos seres que conservaban la forma humana.

Pues en esa época, al cabo de mil años, cuando apenas comenzaba la guerra con la Segunda Ecumene, Helión estaba entre los pocos que podía costearse la afectación de conservar la apariencia humana. Para las gráciles pautas de la época moderna, el tiempo futuro sería una edad de plomo, incolora e insulsa, con la elegancia y la frivolidad muertas tiempo atrás, todo sacrificado a las necesidades de la guerra.

La necesidad, la lúgubre necesidad, acosaría y marcaría cada paso y pensamiento de los ciudadanos de la próxima Trascendencia, que se celebraría bajo la guía de un sofotec aún no diseñado, que sin duda se llamaría Férreo Sofotec.

Helión miraba las muchas filas paralelas de supercolisionadores, que pendían como puentes de oro, como carreteras de luz, sobre la superficie de la fotosfera. El ecuador solar no tenía un anillo sino muchos, y máquinas de potencia prodigiosa creaban naves de admantio dorado.

Alzando ojos equipados con sentidos aún no descubiertos, que podían penetrar, por medio de ecos de partículas fantasma, todas las opacidades de la oscuridad o la luz cegadora, Helión envió su mirada a lo alto y vio, irguiéndose infinitamente sobre él, ascensores espaciales que se elevaban como tallos de judía desde la impensable gravedad del Sol, extendiéndose hacia arriba, sin cesar, más allá de las órbitas donde antaño estaban Mercurio y Venus. Más torres se elevaban de las ciudades que había en la «cima» de esas torres, pero de energía, no de neutronio, y cruzaban todo el sistema. Estos ríos de luz se prolongaban hasta los cinturones de hielo y las nubes de Oort, donde esferas gigantescas, con más diámetro que un planeta, albergaban sofotecs de nuevo diseño. Estos sofotecs eran totalmente fríos, construidos con partículas subatómicas que residían en matrices superdensas, en vastos bloques de «material» en el estado de temperatura de cero absoluto. Sólo esta glacial perfección era suficientemente densa, rígida y previsible como para albergar la nueva generación de máquinas pensantes.

A lo largo de estas torres había más área de superficie que en toda la Ecumene Dorada. La medida cúbica de tierra era más barata que el aire. Los núcleos de las torres podían contener las fuentes de singularidad de la Segunda Ecumene, de modo que la energía era más barata que ambas cosas. Helión, mirando hacia arriba, pudo «ver» grandes naves doradas, de cientos de kilómetros de longitud, pilotadas por sus nuevos vástagos, versiones más valientes de él mismo, Belerofonte e Ícaro. Los hijos de Helión ansiaban seguir al abismo del espacio a su hermano mayor, Faetón, de quien aún no se tenían noticias, pues Faetón mantenía un estricto silencio de radio durante sus muchos y prolongados viajes.

La memoria de las relucientes naves de los hijos de Helión contenía mundos, infinitos bestiarios, transcripciones de todas las mentes y almas de cualquiera de la Ecumene Dorada que se prestara para ser registrado. De este modo, si el ataque enemigo eludía las complejas protecciones, y el sistema solar era destruido, la Ecumene Dorada, mientras sobreviviera una sola nave, viviría de nuevo.

Los «ojos» del Helión de esa época se volvieron de nuevo hacia el exterior, viendo distantes astros y constelaciones, oyendo la palpitación de la música, la matemática de la conversación racional de veintenas de mundos.

Algunas colonias eran señuelos, civilizaciones enteras inventadas, soñadas hasta el último detalle y matiz, pero existentes sólo en las imaginaciones sofotécnicas. Eran cebos destinados a atraer a los soldados de la Ecumene Silente a mundos que parecían poblados pero que en realidad eran sólo Atkins, Atkins en número infinito, esperando con infinita paciencia a quienes osaran hacer la guerra.

Pero las demás colonias eran colonias de verdad, denominadas con nombres antojadizos: la Ecumene de Plata y la de Mercurio, fundadas en Próxima y Wolf 359; y las Ecumenes de Bronce u Oricalco cerca de Tau Ceti; o la aguerrida Ecumene de Admantio, que rodeaba la estrella dragontina Sigma Draconis; y la Ecumene Nocturna, fundada por los neptunianos en las honduras del espacio, lejos de todo sol, pero bullente de actividad, ruido y movimiento.

Estas colonias eran tan valerosas o tan necias como para provocar a los señores silentes, revelando su posición con señales de fuego, permitiendo que el ruido de radio y las actividades de la industria, de la ingeniería planetaria, del establecimiento de nuevas plataformas solares, escapara al vacío. Pero había más colonias, civilizaciones, mundos y sistemas artificiales más jóvenes, que todavía no estaban preparados para enfrentarse a los silentes en combate.

Cada Ecumene joven recurría al silencio (a semejanza de su enemigo) para enmascarar sus actividades; esperaba un día futuro para hacer erupción en una Primera Trascendencia propia. Ese día, la nueva Ecumene pondría fin a su larga infancia, izaría sus antenas de radio y cantaría a los astros circundantes los logros, artes, ciencias y avances que había realizado durante sus largos siglos de silencio. Y tendría su versión de Atkins, como si, tocando trompetas desde una almena, enviara un reto a los señores silentes, desafiándolos a combatir, advirtiéndoles que se alejaran. Pero cada una tendría también su versión de Ariadna Sofotec cantando como una sirena a las estrellas, invitando a los silentes a abandonar su mórbida y descabellada cruzada, a reunirse con el resto de la humanidad, a descansar de la fatiga de la guerra y el odio.

Mientras Helión miraba, una imagen de Radamanto se le acercó silenciosamente por el balcón, con la apariencia de un sargento de color de un regimiento de fusileros británicos.

—Amo, Férreo Sofotec pronto iniciará la próxima Trascendencia. Evocando los últimos mil años, ¿milord está satisfecho con lo que deparaba el futuro?

Helión reflexionó.

—Me complace que el movimiento Cacófilo fracasara. Cuando Ungannis repudió sus creencias y se convirtió en Lucrecia, mi esposa (y finalmente obtuvo toda la riqueza que deseaba), creo que mi influencia contribuyó a terminar de una vez por todas con esa egoísta pandilla de quejumbrosos. Creo que se debió a que yo fui el centro de la última Trascendencia, y que mi visión del futuro inspiró a quienes la compartieron. Eso me satisface. Pero...

—¿Qué?

—Radamanto, tendríamos que haber desmantelado el Colegio de Exhortadores cuando tuvimos la oportunidad. Yo los amaba, luché por ellos, y me desaliento al verlos ahora. La fuerza de la conciencia y la tradición, aun en las épocas más fáciles, con frecuencia es excesivamente crítica, excesivamente entrometida, excesivamente severa. Pero en tiempos de guerra y peligro público, esa misma fuerza se inviste con un aura de santidad, de fanatismo patriótico, que la transforma en un arma terrible e irracional.

—De todos los Exhortadores —dijo Radamanto—, sólo aquél que votó contra el destierro de Faetón, Ao Próspero Circe del aquelarre de la Encarnación Zooantrópica, estaba presente en la siguiente sesión. Todos los demás fueron expuestos al escarnio público. ¿Pero abolir el Colegio como institución? De ninguna manera. Sin él, el Parlamento se habría arrogado peligrosos privilegios, como ocurre a menudo en tiempos de guerra, imponiendo a todos los ciudadanos el servicio militar; tomando control de la oferta de dinero; exigiendo que no se digan ni escriban ni piensen comunicaciones desleales; y ordenando a todos los ciudadanos que programen sus emociones para encauzarlas hacia un patriotismo inalterable. Es preciso hacer esas cosas, en aras de las necesidades de la guerra, pero es una pesadilla permitir que esas cosas se hagan sin que sean voluntarias.

Helión parecía abatido. Su espíritu melancólico cubrió sus ojos con una serenidad solemne.

—Aun así, podemos hallar consuelo en esta guerra. Es tan remota, hay una pausa tan larga entre golpe y golpe, y se opera en distancias tan grandes, que transcurren siglos enteros sin rumores sobre las llamas, el dolor y las muertes que se producen, aquí o allá. Por otra parte, los trompetazos que vibran en nuestros oídos aletargados disipan la languidez que de otro modo habría descendido sobre la humanidad. Quizá todos nos hubiéramos hundido en sueños, si algo real, cruel y necesario no nos hubiera obligado a actuar.

Radamanto adoptó una expresión de cortés desconcierto.

—Bien, milord, no es del todo cierto. Más aún, no es nada cierto. Las guerras cuestan. La industria sufre; la innovación se rezaga; el espíritu de alegría se aplaca; el deleite es reemplazado por el temor. El respeto por la vida decae. El odio (que es el enemigo universal de todas las cosas) deja de ser despreciado; en cambio, se lo acoge y aplaude y justifica, y se lo llama patriótico.

«Aun una guerra tan distante, lenta y extraña como ésta nos ha dañado a todos, y nos ha privado de muchos placeres y libertades. Es una tragedia, una mera tragedia, sin los beneficios que milord pretende.

Helión lo miró.

—Sin embargo, también hay gloria, y muchos actos de valentía. La humanidad en su mejor expresión.

—Si milord me perdona, hay ciertas cosas de la humanidad que las máquinas nunca entenderemos. Espero que nunca las entendamos. ¿Milord quiere ver a la humanidad en su mejor expresión? Que mire hacia arriba. —y la imagen señaló una estrella en especial.

La música de esa estrella distante, tras muchos años en tránsito, bañó a Helión, y sus muchos e inimaginables sentidos despertaron. La estrella cambiaba sus características espectrales y luminosidad aparente, como si una esfera de Dyson, transparente hasta ese momento, de pronto cobrara los matices de una gema o polarizara toda la producción de radiación en pulsaciones coherentes de láser de comunicaciones; o como si una Plataforma Solar inconcebiblemente vasta cubriera la superficie de la estrella y orquestara toda la luz en una inmensa sinfonía de señales.

La estrella daba un trompetazo desafiante, y una nueva Ecumene proclamaba su nombre en la vasta noche, alardeando de sus logros, brillando en la luz de radio vertida por su Primera Trascendencia: se hacia llamar la Ecumene Fosforescente, la Civilización de la Luz, fundada por Faetón, Dafne y sus hijos.

Esta estrella estaba más lejos que cualquier otra colonia, y más a salvo, pues las frías, lentas y silenciosas naves de la Ecumene Silente no podrían llegar tan lejos en siglos.

Aun en ese punto de la historia, los silentes no tenían una tecnología que les permitiera construir una
Fénix Exultante.
¿Cómo podrían? Semejante vehículo requería un supercolisionador y una fuente energética del tamaño de Júpiter para fabricar el metal (y los silentes, que largo tiempo atrás se habían ido de Cygnus X-1, y eran nómadas que vivían ocultos, no se atreverían a revelar sus posiciones construyendo semejante cosa). Y, aunque las construyeran, las naves cuyos motores se mantuvieran ahogados y fríos nunca alcanzarían las velocidades requeridas para alcanzar a la brillante, estentórea, rugiente y audaz
Fénix Exultante
en su vuelo.

Helión entornó los ojos y recurrió a nuevos sentidos y delicados instrumentos. Pues allá, en la aureola de súbito ruido de radio y canto y movimiento y luz que rodeaba lo que hasta ahora había sido sólo otra estrella no civilizada, vio (o creyó ver) esa marca brillante, con intenso corrimiento Doppler, que surge de gran cantidad de antimateria convirtiéndose en energía, retrocediendo casi a la velocidad de la luz.

—Es el signo de Faetón —dijo Helión.

—Ahora quizás él halle más alegría en la vida —dijo Radamanto—, habiendo sobrevivido a tantas y extrañas aventuras, y los exóticos horrores de las colonias que descubrió en Cygnus X-1. Pero está totalmente fuera del alcance de ellos. Esa diminuta mota de luz que describe su más reciente aceleración ha tardado siglos en llegar a nuestros ojos. Faetón vuela tan lejos, tan velozmente, que aun la luz que trae sus noticias queda rezagada.

—Faetón hizo una pausa en su viaje, muy lejos del alcance de sus enemigos, para esperar el despertar de su última hija. Ahora ha crecido, y se hace llamar la Ecumene de la Luz. ¡Y él continúa su raudo vuelo!

Se quedó en el balcón, mirando hacia arriba, esperando que este grupo de mensajes de Trascendencia de la Ecumene de la Luz también contuviera mensajes de Faetón, para él.

—Cuánto lo echo de menos, Radamanto. Cuánto lamento...

Radamanto se inclinó y tocó el hombro de Helión, despertándolo de su sueño.

—Amo, eso era sólo una proyección. Es el Mes de la Reanudación, cuando todos deben regresar a la carga de ser sólo ellos mismos durante otros mil años. Faetón aún no ha partido. Aun antes de salir de este sistema, comienza la tarea que lo ocupará durante incontables milenios; ya está persiguiendo enemigos.

—No, ésa fue una visión. La guerra que vi aún no ha comenzado...

—Una vez que Faetón haya terminado, la
Fénix Exultante
regresará de sus reparaciones en Júpiter por última vez a la Madre Tierra, para recoger a Dafne Tercia. Amo, no es demasiado tarde.

Helión se incorporó en la cama y miró su alcoba de la Casa Radamanto. Fuera de la ventana, un rosedal sin capullos alzaba espinas vacías bajo un cielo de invierno inglés color gris pizarra. Las sombras suavizaban las oscuras vigas del techo. Un fuego ardía en el hogar, pero no bastaba para disipar el frío ni la melancolía de ese día de enero.

—¿No es demasiado tarde...? —murmuró Helión.

—Para ir. Para ir con él, amo. Para seguir a tu hijo a las estrellas.

La
Fénix Exultante
estaba en el espacio transneptuniano. A 350 UA, el Sol era sólo una de las estrellas más brillantes. La antena principal de la nave, de tres kilómetros de anchura, estaba desplegada, colgando en el espacio cercano, y apuntaba hacia el sistema interior, sincronizada con los radioláseres orbitales de Júpiter. Se usaba más combustible para mantener la comunicación de radio que para desacelerar la nave de cien kilómetros de longitud. Los viajeros que todavía estaban dentro de la Trascendencia habían retardado su tiempo personal, reduciéndolo a un paso de tortuga. Transcurrían horas entre una señal enviada desde esta distancia y una respuesta de los sofotecs del sistema interior. Había una demora un poco más breve durante la comunión con las poblaciones Invariantes de las ciudades del espacio que se hallaban en los puntos troyanos por delante y por detrás de la órbita de Júpiter.

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