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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

La tierra en llamas (37 page)

Al día siguiente, el padre Pyrlig se dejó caer por Dunholm.

C
APÍTULO
XI

Aquella noche hubo tormenta. Anunciada por recios vientos que barrían la fortaleza, irrumpió con violencia desde el norte. Al poco, las nubes oscurecieron las estrellas y los relámpagos estremecieron el cielo. La tempestad me sorprendió en la misma cabaña donde había sudado y tiritado cuando había estado enfermo. No tardé en oír los primeros goterones. Caían con tanta fuerza sobre la techumbre que más parecía que una riada se abatiese sobre la fortaleza de Dunholm. Los cielos se habían abierto y el estruendo de la lluvia era tal que silenciaba los truenos. Me levanté de la cama y, tras echarme una manta de piel de oveja por encima de los hombros, me acerqué al umbral de la cabaña y levanté la cortina de cuero. La chica que estaba en la cama conmigo, una esclava sajona, gimoteaba asustada; le dije que viniera a mi lado. Le tendí la manta para cubrirla, se apretó contra mí y, deslumbrada por los fogonazos, se quedó contemplando la oscuridad fragorosa. Dijo algo, aunque no sabría decir qué. El viento y la lluvia se llevaron sus palabras.

La tormenta se marchó tan de repente como había llegado. Observé cómo los rayos descargaban más al sur, mientras la lluvia perdía intensidad. Luego, fue como si la noche contuviese la respiración tras el bramido de la tempestad. Aunque había dejado de llover, el agua seguía cayendo desde los aleros; algunas gotas se colaban por la techumbre y siseaban en los rescoldos de la hoguera. Puse más leños en las ascuas, unas cuantas ramas secas, y las llamas no tardaron en avivarse. La cortina de cuero seguía levantada, y pude ver los resplandores que salían de otras cabañas y de las dos casonas. Nadie pegó ojo aquella noche en Dunholm. La muchacha se tumbó en la cama de nuevo y, arrebujada entre mantas y pieles, no apartaba sus relucientes ojos de mí cuando saqué a
Hálito-de-serpiente
de la vaina y pasé despacio la hoja por las llamas recién avivadas. Por dos veces repetí la operación, deslizando lentamente las dos caras de su larga hoja; luego, froté el acero con la manta de lana de oveja que llevaba encima.

—¿Para qué hacéis eso, mi señor? —me preguntó.

—No lo sé —repuse, y no mentía; lo único que sabía era que
Hálito-de-serpiente,
como cualquier otra espada, había sido templada a fuego y que, de vez en cuando, me gustaba ponerla en contacto con ese elemento para preservar el encantamiento que la hubiera poseído en el momento en que había sido forjada. Besé con respeto el acero aún caliente y lo devolví a la vaina—. Armas y muerte, nuestras únicas certezas —añadí.

—Sin olvidarnos de Dios, mi señor —susurró.

En silencio, esbocé una sonrisa. Me preguntaba si mis dioses se ocupaban de nosotros. Quizás ésa fuera la ventaja que ofrecía el dios de los cristianos, que había convencido a sus fieles de que miraba y velaba por ellos, que estaba pendiente de ellos. Pero todavía nadie me ha demostrado que mueran menos niños cristianos que paganos, o que los cristianos se vean libres de enfermedades, pestes o incendios. No obstante, los cristianos no dudaban en decir que su dios los amaba.

Oí el chapoteo de unos pasos en el exterior. Alguien se acercaba, y deprisa, a la cabaña. Si bien me sentía a salvo tras los muros de la fortaleza de Ragnar, instintivamente alargué la mano en busca de
Hálito-de-serpiente.
Ya acariciaba su empuñadura cuando un hombre fornido traspasó el umbral, que seguía abierto.

—Jesús bendito, qué frío hace ahí fuera! —dijo.

Solté la espada al ver que era el padre Pyrlig, que corría a agacharse al otro lado de la fogata.

—¿Acaso no podíais conciliar el sueño? —le pregunté.

—Santo Dios, ¿quién sería capaz de dormir con semejante tormenta? —contestó—. Sólo un sordo, un ciego, un borracho o un necio se atreverían a descabezar un sueño con este tiempo. Aun desnudo como estáis, como Dios os trajo al mundo, os doy los buenos días, mi señor —saludó con una sonrisa en los labios, al tiempo que volvía la cabeza y sonreía a la esclava—. ¡Que Dios te bendiga a ti también, hija mía!

Al ver al recién llegado, la joven se puso nerviosa y no apartaba sus ojos inquietos de mí.

—Es un buen hombre —le dije para que se quedase tranquila—; además es cura.

El padre Pyrlig no llevaba sotana, sólo unos calzones y un jubón. Se había presentado en la fortaleza la noche anterior. Si Frida lo había recibido con frialdad, Ragnar había disfrutado de lo lindo con las desmesuradas proezas guerreras que el cura le había contado. Cuando el danés decidió irse a la cama, el cura ya estaba beodo. O sea, que no había tenido ocasión de conversar con mi viejo amigo.

Me hice con una capa que colgaba de una clavija y me la abroché al cuello. La lana estaba húmeda.

—¿Os ama vuestro Dios? —le dije a modo de saludo.

—¡Menuda pregunta, mi señor! —contestó, riendo de buena gana—. Procura mantenerme a muchas millas de distancia de mi mujer. ¿Qué mayor bendición puede esperar un hombre? Por si fuera poco, ¡mira que tenga la barriga llena y me lo pase bien! ¿Ya os he contado lo de aquella esclava que se me murió mientras bebía leche?

—Que la vaca se le cayó encima —respondí con desgana.

—¡Tiene gracia el tal Cnut! —aseveró Pyrlig—. Lo sentiré mucho cuando tengáis que acabar con él.

—¿Que yo voy a matarlo? —me sorprendí, mientras la muchacha me miraba atónita.

—Probablemente no os quede otra salida —repuso el cura.

—No le hagas caso —le dije a la chica—; está desvariando.

—Soy galés, querida niña —le aclaró a la esclava, antes de volverse hacia mí y espetarme—: ¿Podéis explicarme, mi señor, por qué un buen galés tendría que hacerse cargo de las obligaciones de un sajón?

—Porque sois un mierda entrometido, y sólo dios sabe qué mal culo os habrá parido. El caso es que aquí estáis —repliqué.

—Dios se sirve de insólitos instrumentos para llevar a cabo sus inescrutables designios —dijo Pyrlig—. ¿Por qué no os adecentáis y venís conmigo a contemplar el amanecer?

Como el obispo Asser, el padre Pyrlig era un galés que se había abierto camino al servicio de Alfredo, aunque me dijo que no venía de Wessex, sino de Mercia.

—La última vez que estuve en Wintanceaster fue en Navidad. ¡Pobre Alfredo, está muy enfermo! Parece un cadáver andante, renqueante, me atrevería a decir.

—¿Qué os llevó hasta Mercia?

—Deseaba ver cómo andaban las cosas —me dijo con mucho sigilo, igual que con no poco misterio añadió—: Esa mujer suya…

—¿La mujer de quién?

—Ælswith. ¿Cómo se le ocurriría a Alfredo casarse con ella? Debería atiborrarle de mantequilla y nata, obligarle a comer un poco de carne de vez en cuando.

En lo tocante a mantequilla y nata, el padre Pyrlig ya se había zampado toda la ración que le correspondía en esta vida. Era un hombre barrigudo, de hombros anchos, siempre animoso. En lugar de pelo, lucía unas greñas enmarañadas; tenía una sonrisa contagiosa, y practicaba su religión con desenfado, aunque nunca con ligereza. Estaba de pie a mi lado en lo alto de la puerta sur de Dunholm, donde le conté cómo Ragnar y yo nos habíamos apoderado de la fortaleza. Antes de hacerse cura, Pyrlig había sido guerrero. Se lo pasó en grande con mis peripecias para colarme a hurtadillas en el recinto de la ciudadela por la esclusa de la cara oeste hasta abrir la puerta en la que estábamos, y cómo Ragnar había traspasado el umbral con sus intrépidos guerreros daneses y se había adentrado en la fortaleza derrotando y matando a los hombres de Kjartan.

—¡Cuánto me habría gustado participar en tan singular combate!

—¿Qué os trae por aquí?

—¿Acaso no puede uno venir a ver a un viejo amigo? —me dijo con una sonrisa.

—Cumplís órdenes de Alfredo —contesté malhumorado.

—Ya os lo he dicho. Vengo de Mercia, no de Wessex —añadió, inclinándose sobre el adarve—: ¿Os acordáis de la noche antes de que Lundene cayese en vuestras manos?

—Claro que sí. Me dijisteis que os habíais vestido del modo más adecuado para rezar: cota de malla y dos espadas.

—¿Qué mejor momento para rezar que antes de una batalla? Aquélla fue también bastante singular, amigo mío.

—Y tanto.

—Pero antes de eso, mi señor, pronunciasteis un juramento —continuó.

Noté cómo me hervía la sangre, con la misma fuerza con que bajaba el río, crecido tras el aguacero.

—¡Al diablo Alfredo y sus juramentos! ¡Que se vaya al infierno! ¡Le di a ese cabrón los mejores años de mi vida! ¡De no haber estado de su lado, ni siquiera estaría sentado en el trono de Wessex! ¡De no ser por mí, Harald el Pelirrojo sería rey, y Alfredo estaría pudriéndose en su tumba! ¿Y cómo me lo agradece? De vez en cuando me hace una caricia como si fuera un perro sarnoso. Luego, permite que esa mierda de monje demente injurie a Gisela, y me ordena que me arrastre ante él y le pida perdón por haber matado a ese cabrón. Sí —dije, volviéndome para ver la cara de torta de Pyrlig—, pronuncié un juramento. Y ahora, permitidme que os diga que lo estoy rompiendo, que lo he quebrantado. Me importa un carajo que los dioses me castiguen; en cuanto a Alfredo, por mí como si se pudre en el infierno.

—Dudo que vaya al infierno —aseveró Pyrlig en tono mesurado.

—¿No pensaréis que sueñe con ir a vuestro cielo, con todos esos curas y monjes, esas monjas revenidas, verdad? Antes preferiría verme en el infierno. No, padre, no respeto el juramento que pronuncié ante Alfredo. Podéis volver a su lado y decirle que no me une a él ningún juramento, que entre él y yo no hay lazos de fidelidad, obligación o lealtad que valgan. ¡Es un cabrón bisojo y costroso, un desagradecido, peor que un pedo maloliente!

—Por lo que veo, le conocéis mejor que yo —replicó Pyrlig sin inmutarse.

—¡Por mí, ya puede ciscarse en el juramento! Volved a Wessex, y decidle que ésa es mi respuesta —rezongué.

Oí un grito y me volví; un criado daba voces a un caballo que no le obedecía. Uno de los señores daneses se disponía a partir, y de buena hora al parecer. A lomos de sus monturas, un grupo de guerreros, con casco y cota de malla, aguardaban junto a dos caballos ensillados. Dos de los hombres de Ragnar corrieron hasta la puerta que se abría bajo nuestros pies, y retiraron la tranca.

—No he venido por indicación de Alfredo —dijo Pyrlig.

—¿Acaso ha sido ocurrencia vuestra venir hasta aquí y recordarme mi juramento? No necesito que nadie me refresque la memoria.

—Faltar a un juramento es un…

—¡Lo sé! —grité.

—Los hombres los quebrantan sin cesar —continuó el cura pausadamente, mientras volvía los ojos al sur donde, en lo alto de las colinas, asomaban las primeras luces grises del alba—. Tal vez ésa sea la razón por la que hemos establecido leyes tan severas y estrictas en cuanto a su cumplimiento, porque sabemos que muchas veces no se respetan. Creo que Alfredo está al tanto de que no pensáis volver, y eso le entristece. Si Wessex se viese atacado, se vería privado de su mejor espada. Con todo, no ha sido él quien me ha pedido que viniese. El rey cree que Wessex está mejor sin vos. Sueña con edificar un reino a la medida de Dios, y vos erais una espina que llevaba clavada.

—Pues como los daneses vuelvan a dejarse caer por Wessex, va a necesitar muchas espinas como ésa —refunfuñé.

—El rey confía en Dios, lord Uhtred, todo lo deja en manos de Dios.

Me eché a reír. A ver cómo defendía Wessex el dios de los cristianos cuando los daneses de Northumbria arribasen a sus costas en verano.

—Si Alfredo no quiere que vuelva —le dije—, ¿por qué me hacéis perder el tiempo?

—Por el juramento que pronunciasteis la víspera de la batalla de Lundene —insistió Pyrlig—. La persona ante quien jurasteis es quien me ha pedido que viniera a veros.

Me lo quedé mirando y me dio por pensar que escuchaba las carcajadas de las Nornas, de las tres hilanderas que, sin desmayo, tejen los hilos de nuestro destino.

—No es posible —dije, aunque sin irritación ni enojo.

—Fue ella quien me lo pidió.

—No —repetí.

—Necesita vuestra ayuda.

—¡No! —me revolví.

—Me pidió que os recordase que, en cierta ocasión, jurasteis que siempre estaríais de su lado.

Cerré los ojos. Era cierto, desde luego. ¿Había olvidado las palabras que había pronunciado la noche antes de que nos apoderásemos de Lundene? No, no las había olvidado, pero jamás habría imaginado que estuviera atado por semejante juramento.

—No —dije de nuevo, aunque mi negativa más bien sonó como un susurro.

—Todos somos pecadores, mi señor —dijo Pyrlig con delicadeza—, pero hasta la Iglesia reconoce que hay pecados que son peores que otros. El juramento que pronunciasteis ante Alfredo entrañaba determinadas obligaciones que, ya fuera en propiedades o en plata, serían recompensadas con largueza. Hacéis mal en quebrantar vuestro juramento y, pues que así lo pienso, os lo digo. También creo que Alfredo no cumplió con sus obligaciones para con vos. Pero el juramento que pronunciasteis ante la dama, lo hicisteis movido por el amor, y no podéis quebrantarlo sin renegar de vuestra alma.

—¿Por amor? —pregunté con voz desafiante.

—Amabais a Gisela, lo sé, y jamás quebrantasteis las promesas que le hicisteis. Igual que amáis también a la dama que me envía. Siempre la habéis amado. Lo veo en vuestra cara y lo percibo en su rostro. Los dos parecéis no daros cuenta de algo que deslumbra a cuantos están a vuestro alrededor.

—No —dije.

—Lo está pasando mal —añadió Pyrlig.

—¿Por qué? —pregunté por decir algo.

—Su esposo es un hombre de mente enferma.

—¿Está loco acaso?

—No más de lo que vos sabéis.

Bajo mis pies, rechinaron los goznes de la puerta cuando las dos hojas se abrieron hacia el exterior. Con las piernas al aire, embozado en varias capas, Ragnar se despedía de los jinetes que cruzaban la puerta principal de la fortaleza, en medio de un estruendo de cascos que restallaban contra el camino empedrado que, ladera abajo, llevaba a la aldea. Uno de los caballeros se volvió. Era Haesten, que alzó una mano a modo de saludo, gesto al que correspondí, aunque me quedé de piedra cuando el jinete que le seguía también se volvió en la silla: era Skade, que me dirigió una feroz sonrisa. Debió de ver la cara de sorpresa que puse, porque se echó a reír; picó espuelas y su montura se precipitó rauda peñas abajo.

—Eso sí me da mala espina —comenté, sin dejar de mirarla—, más de lo que os imagináis.

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