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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

La tierra en llamas (32 page)

—¡Voy a acabar con todos! —me susurró Skade, temblando de rabia—. ¡Él, él será el primero! —añadió señalando a Skirnir.

—¡Se ha vuelto loca! —me dijo en voz baja Finan, que había saltado del barco para situarse a mi lado, mientras hundía en el agua la hoja de su espada para limpiar la sangre—. ¡Dios mío, está tan fuera de sus cabales como una puta en celo!

Horrorizados, mis hombres no apartaban los ojos de Skade. Porque una cosa es acabar con un adversario, otro guerrero a fin de cuentas, durante la contienda, y otra muy distinta no mostrar respeto con el caído. He matado muchas veces, y sé que la carnicería puede continuar mucho después de haber terminado el combate, que es la sed de sangre y el miedo lo que ayuda a mantenerse en pie a los hombres que forman un muro de escudos, pero cuando tal ansia se ha saciado, llega el momento de la clemencia.

—¿No estaréis acaso pensando en dejarlos con vida? —me espetó.

—Cerdic —dije sin volverme a mirarlo siquiera—, que sea rápido.

Oí, pero no vi cómo moría Skirnir. La punta de la lanza se clavó con tanta fuerza que le traspasó la garganta y fue a clavarse en el maderámen del barco.

—¡Quería matarlo yo! —aulló Skade.

Sin hacerle caso, eché a andar; dejé atrás a Rollo y me acerqué a los frisones que no habían participado en la refriega. Aquellos hombres, unos sesenta en total quizá, eran la tripulación de Skirnir; en silencio, esperaron a que llegase. Me había desprendido del escudo, de modo que pudieron ver la sangre que salpicaba mi cota de malla, la sangre que me corría por la visera del yelmo, la sangre coagulada en la hoja de
Hálito-de-serpiente.
Con un lobo de plata por cimera, mi tahalí estaba adornado con tachones de oro; de oro eran también los brazaletes que relucían a pesar de la sangre. Veían a un señor de la guerra, que se acercó a diez pasos de ellos para hacerles saber que los piratas no le daban miedo.

—Soy Uhtred de Bebbanburg —les dije—, y ésta es mi propuesta: podéis elegir entre seguir con vida o morir.

A mis espaldas, Rollo había comenzado a aporrear el escudo, y sus hombres empezaron a golpear las hojas de sus espadas contra la madera de tilo al siniestro compás de la muerte que les acechaba.

—Somos daneses y sajones —les dije—, pero, por encima de todo, guerreros. Nos encanta luchar. Por las noches, en nuestras casas, musitamos romances que hablan de los hombres que hemos matado, de las mujeres que hemos dejado viudas y de los chavales que se han quedado huérfanos. Podéis elegir, pues, entre ofrecerme una nueva peripecia que cantar o desprenderos de vuestras armas.

Depositaron las armas en el suelo. A quienes las llevaban, les pedí que se quitasen también las cotas de malla, y a todos, los jubones de piel. Me hice con sus botas, sus tahalíes, sus corazas y sus armas; las apilamos en el
Lobo plateado;
después, quemamos los dos barcos grandes de Skirnir. Ardieron bien; grandes llamaradas consumieron los mástiles, en medio de un humo negro que ascendía hasta aquellas nubes tan bajas.

Skirnir había salido a nuestro encuentro con ciento treinta y un hombres. Habíamos acabado con veintitrés, y otros dieciséis estaban malheridos. Uno de los hombres de Rollo había perdido un ojo de un lanzazo, y Ælric, uno de los sajones que venían conmigo, estaba en las últimas. Había peleado al lado de Finan, pero había tropezado con una de las bancadas de los remeros y le habían dado un hachazo en la espalda. Me arrodillé a su lado en la arena, le obligué a sujetar con firmeza la empuñadura de la espada, y le prometí que entregaría oro a su viuda y que me ocuparía de sus hijos como si de los míos se tratase. Me oía, pero no podía hablar; no aparté mi mano de la suya hasta que oí un estertor y el cuerpo se le estremeció en el momento en que su alma emprendió el viaje a la larga oscuridad. Nos llevamos el cadáver y lo enterramos en el mar. Era cristiano, así que Osferth recitó una plegaria por el difunto Ælric, antes de que lo enviásemos rumbo a la eternidad. Retiramos otro de los cadáveres, el de Skirnir. Lo desnudamos y lo colgamos de la cabeza de lobo de la proa para que todo el mundo supiera que lo habíamos derrotado.

Utilizando los remos como pértigas, sacamos el
Lobo plateado
de la ensenada aprovechando la bajada de la marea. Cuando la cala se ensanchó, viramos y comenzamos a remar, remolcando la pequeña barca de pescadores que habíamos dejado junto a la aldea. Salimos, por fin, al mar, y el
Lobo plateado
se estremeció al entrar en contacto con las primeras olas. Las nubes grises que habían cubierto el lugar donde se había producido la matanza comenzaban a deshilacharse, y un pálido rayo de sol fue a reflejarse en el mar picado.

—No deberíais haberlos dejado con vida —me dijo Skade.

—¿A quién os referís, a los hombres de Skirnir? ¿Para qué matarlos? Los hemos derrotado.

—Tendrían que estar todos muertos —insistió rencorosa, antes de volverse a mirarme con rabia—: ¡Habéis dejado a dos de sus hermanos con vida! ¡Tendríais que haberlos matado!

—Pero los he dejado con vida —repuse; sin Skirnir y sus dos grandes barcos, poco mal podían hacer, pero Skade no opinaba lo mismo.

—¡Cobarde! —me insultó.

Me la quedé mirando.

—Tened cuidado con lo que decís, mujer.

Se encerró entonces en un silencio mohíno.

Sólo llevamos con nosotros a un prisionero, el patrón del barco de Skirnir. Era un hombre ya mayor, tendría más de cuarenta años. Tras tanto tiempo entornando los párpados para mejor soportar los reflejos del sol en el mar, sus ojos no eran sino dos resquicios agrietados en un rostro atezado por la sal y los elementos. Lo utilizamos como guía.

—Si mi barco encalla en un banco de arena —le advertí—, le diré a Skade que acabe con vos a su manera.

Durante la travesía hasta Zegge, el
Lobo plateado
ni rozó siquiera un banco de arena. Era un canal sinuoso, con postes plantados a propósito como señuelo para confundir a posibles atacantes y arrastrarlos a los bajíos, pero el miedo que le infundía Skade bastó para que lo cruzásemos sin percance. Sin sobresaltos, pues, llegamos al anochecer, precedidos del cadáver que colgaba del mascarón. La espuma de las olas había lavado los restos de Skirnir; al olerlo, las gaviotas comenzaron a graznar, revoloteando alrededor de la proa, deseosas de satisfacer su voracidad.

Hombres y mujeres nos observaban mientras avanzábamos por el tortuoso canal que discurría entre dos de los islotes interiores hasta que entramos en unas aguas remansadas, salpicadas aún por los trémulos reflejos dorados del sol que se ocultaba. Los vigías eran esbirros de Skirnir que no se habían hecho a la mar con su señor al amanecer. Al ver los desafiantes escudos que habíamos colgado de las amuradas de nuestro barco y contemplar el cadáver que se balanceaba desnudo al extremo de una maroma, ninguno trató de plantarnos cara.

Como de allí habían zarpado las dos tripulaciones que habíamos derrotado y allí vivían los muertos, los heridos y los supervivientes que habíamos abandonado a su suerte en el islote, había menos gente en Zegge que en las dos islas que habíamos dejado atrás. Una multitud de mujeres se acercó al grisáceo embarcadero de madera que sobresalía a los pies del montículo donde se alzaba la mansión de Skirnir. Las mujeres observaron cómo se acercaba nuestro barco y, cuando algunas de ellas reconocieron el cadáver que exhibíamos a modo de trofeo, abandonaron a toda prisa el muelle, llevándose a sus hijos de la mano. Ocho hombres armados y con cotas de malla salieron a nuestro encuentro. Al ver el número de los míos que desembarcaba, depusieron las armas con gestos más que notorios. Supieron entonces que su señor había muerto, pero a ninguno de ellos se le pasó por la cabeza hacer un gesto siquiera por dejar a salvo el honor del difunto.

Y así, a la luz del crepúsculo de aquel día, llegamos a la casona que dominaba el montículo de Zegge. Alcé la vista y contemplé su negro y abultado contorno, y me acordé del dragón que dormitaba junto a su recóndito tesoro de oro y de plata. De los aleros de la alta techumbre sobresalían unos enormes cuernos de madera, que se alzaban hacia el cielo que se oscurecía por momentos, donde rielaban ya las primeras estrellas.

Dejé quince hombres de guardia en el barco, y fui montículo arriba, fijándome en cómo estaba construido: enormes vigas de madera formaban un rectángulo alargado, que habían rellenado de arena; un rectángulo más reducido se asentaba sobre el primero, y otro más, encima; completaba la estructura una última capa donde se alzaba una empalizada, que nada defendía ya, puesto que la puerta de madera maciza estaba abierta de par en par. Muerto su señor, los hombres de Skirnir ya no tenían a nadie por quien luchar.

La puerta de la casona estaba encajada en unos enormes huesos curvos, a modo de jambas, que debían de haber pertenecido a algún monstruo marino. Con Rollo y Finan a mi lado, espada en mano, crucé el umbral. En el centro de la estancia, una fogata en la que crepitaba con estrépito la madera de deriva cubierta de sal que en ella ardía. Detrás de nosotros, Skade. Al verla, los criados de la casa sintieron escalofríos. El intendente de Skirnir, un hombre rechoncho, me recibió con una profunda reverencia.

—¿Dónde está el tesoro? —le pregunté, sin ceremonias.

Demasiado asustado para decir nada, Skade lo empujó a un lado.

—¡Fanales! —ordenó a gritos a los sirvientes, que no tardaron en regresar con unas candelas. A su luz mortecina, me condujo hasta una puerta al fondo de la estancia por la que se accedía a una pequeña cámara cuadrada, repleta de pieles de foca.

—Aquí dormía —me señaló.

—¿Encima del dragón?

—El dragón era él; un cerdo y un dragón, eso es lo que era —añadió con desprecio, al tiempo que se arrodillaba y retiraba las hediondas pieles.

Le dije al gordinflón del intendente que le echase una mano. Finan me miró y levantó una ceja, preguntándose qué habría allí; a mí, la sonrisa no se me iba de los labios.

Para recuperar Bebbanburg, necesitaba hombres. Para asaltar aquella imponente muralla de piedra y pasar a cuchillo a los hombres de mi tío, necesitaba guerreros y, para tenerlos a mi servicio, necesitaba oro, necesitaba plata: para hacer realidad aquel sueño tanto tiempo acariciado, necesitaba un tesoro custodiado por un dragón. Por eso no dejaba de sonreír, mientras el intendente y Skade retiraban el enorme montón de pieles que ocultaban el escondrijo.

Hasta que, a la luz de las humeantes candelas, apareció una portezuela.

Era una trampilla de madera oscura y maciza, con una argolla de hierro. Me acuerdo de cierta ocasión, hace muchos años, en que el padre Beocca me contó que, estando de visita en un monasterio de Sumorsæte, extasiado, el abad le había mostrado una ampolla de cristal que contenía leche de los pechos de la virgen María.

—Me quedé sobrecogido, Uhtred —me dijo el cura, muy serio—. Temblaba como una hoja a merced del viento. ¡No me atreví a tomar la ampolla en mis manos por miedo a romperla, tal era el temblor que me agitaba!

Creo que yo no temblaba en aquel momento, pero sí sentí una impresión parecida, la sensación de estar a punto de alcanzar algo que parecía imposible. Mi futuro yacía bajo aquella trampilla. Allí estaban depositadas mis esperanzas, el porvenir de mis hijos, mis ansias de libertad bajo los cielos del norte.

—¡Abridla! ¿A qué estáis esperando? —les apremié.

Rollo y el intendente tiraron de la argolla. La portezuela estaba recia, fuertemente adherida al suelo, y tuvieron que emplearse a fondo para levantarla. De repente, la pesada puerta cedió, los dos dieron un traspié y dejaron un boquete al descubierto.

Di un paso adelante y eché un vistazo al interior.

Rompí a reír con ganas.

* * *

Allí no había ningún dragón. Jamás he visto uno, por otra parte, aunque me han asegurado que existen y he escuchado descripciones de tan terroríficas bestias, de ojos malévolos del color de la púrpura y cuellos alargados, que echan fuego por la boca y agitan sus enormes alas, del tamaño de la vela de un barco. Más bien parecen fruto de una pesadilla. Aunque me he aventurado lejos en aguas del norte y he llegado a esas regiones donde los reflejos del hielo hacen que hasta el cielo parezca blanco, nunca he llegado tan al norte, a esos parajes helados donde, al parecer, buscan cobijo durante la noche.

Ni rastro de dragón, pues, en el escondrijo de Skirnir; sólo un esqueleto humano y unas cuantas ratas que, sobresaltadas, alzaron sus ojos pequeñuelos y parpadeantes al percibir el resplandor de nuestros toscos fanales antes de escabullirse por los resquicios de las planchas de olmo que sostenían las paredes del pozo. Las últimas en desaparecer fueron dos que estaban en el interior de la caja torácica del muerto, que echaron a correr por las costillas antes de dirigirse a toda prisa a su madriguera.

A medida que mis ojos se habituaban a la oscuridad, pude ver monedas y trozos de plata. Primero, cuando las ralas corrían por encima, oí un tintineo; luego, me pareció atisbar Algo, cuando contemplé el brillo apagado que se desparramaba por los talegos de piel que los habían guardado. Las ratas habían roído los costales.

—¿Y ese cadáver? —pregunté.

—Es el de un hombre que trató de robar el tesoro de lord Skirnir, mi señor —me susurró el intendente.

—¿Confinado en este agujero hasta morir?

—Así es, mi señor. Primero, le arrancaron los ojos; luego, le cortaron los tendones; por fin, lo encerraron aquí para que disfrutase de una muerte lenta.

Skade sonreía.

—Vaciadlo por completo —le ordené a Finan, antes de llevar a trompicones al intendente hasta la estancia principal—. Esta noche, prepararéis cena para todos.

Eché un vistazo a la estancia. Sólo había una mesa, así que la mayoría de los míos tendría que apañárselas en aquel suelo mohoso. Se había hecho de noche. La única luz que allí había era la que nos dejaba la enorme fogata que alimentábamos con leños que mis hombres arrancaban de la empalizada exterior. Me senté a la mesa y, mientras lo depositaban ante mí, contemplé el tesoro de Skirnir. Cuando abrieron la trampilla, me había entrado una especie de risa floja porque, incluso con la poca luz que teníamos, el tesoro no me había parecido gran cosa. ¿Qué había esperado encontrar, un reluciente montón de oro, entreverado de piedras preciosas?

Amargas habían sido mis risotadas, porque el tesoro de Skirnir no era nada del otro mundo, en realidad. Se jactaba de lo rico que era, y ahora salía a la luz la verdad que se ocultaba tras tanta ostentación, la realidad que ocultaba bajo su hediondo lecho de pieles de foca. No era pobre, sin duda, pero su tesoro no iba mucho más allá del que habría acumulado un hombre cuya única ocupación consistía en arrebatar fragmentos de plata a pequeños armadores.

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