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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

La tierra en llamas (38 page)

BOOK: La tierra en llamas
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—¿Lo decís porque Haesten tenga pensado atacar Mercia? —preguntó Pyrlig.

No dije nada, aunque dudaba que Haesten hubiese sabido guardar el secreto en cuanto a las intenciones que albergaba.

—Me refiero a la mujer que va con él —respondí.

—Las mujeres trajeron el pecado al mundo —continuó Pyrlig—, y Dios permite que lo sigan esparciendo, pero la verdad es que, al igual que vos, supongo, no me imagino un mundo sin ellas.

—¿Quiere que acuda a su lado?

—Así es —dijo el cura—; por eso me envió a buscaros. También me pidió que os dijera que, si no podíais cumplirla, os liberaba de vuestra promesa.

—En tal caso, no tengo que ir.

—No.

—Pero pronuncié un juramento.

—Sí.

Ante Etelfleda. Tras quitarme de encima el peso de Alfredo, había disfrutado de mi recobrada libertad. Pero era su hija quien reclamaba mi presencia. Y Pyrlig estaba en lo cierto. No podemos faltar a los juramentos que hacemos por amor.

* * *

Había pasado aquel invierno como el timonel que, sumido en la niebla, perdido, se deja llevar por la corriente, carente de norte y de rumbo, a merced del viento. Pero la bruma se había disipado. Las hilanderas me habían desvelado la marca costera que andaba buscando y, si bien no era el paisaje que tanto había anhelado, dejé que mi nave bogase en esa dirección.

Claro que había hecho un juramento a Etelfleda. Casi todas las promesas que había formulado ante su padre, como el juramento que había pronunciado ante Etelfleda, por otra parte, me los habían arrancado en contra de mi voluntad, a veces incluso a regañadientes. La promesa de estar siempre a su servicio fue el precio que tuvo a bien estipular a cambio de unos cuantos hombres que le pedí para llevar a cabo una acción temeraria sobre Lundene, y no olvidaba cuánto me escoció en su momento, pero el caso era que me había postrado ante ella y jurado.

Conocía a Etelfleda desde niña, la única de los hijos de Alfredo que había salido pizpireta, inquieta y alegre; había visto también cómo esas cualidades languidecían tras el matrimonio con mi primo. En los meses y años que habían transcurrido desde aquel juramento, había llegado a quererla, no tanto como a Gisela claro está, amiga de Etelfleda por otra parte, sino como a la muchacha chispeante cuya luz mengua por la crueldad de los hombres. La había servido y la había protegido. En aquella ocasión en que me pedía que lo hiciera de nuevo, su demanda me dejó sumido en un mar de dudas. Me afané en llenar como fuera los días que vinieron a continuación, y me dediqué a cazar y a ejercitarme con las armas. Hasta que Finan, que solía ser mi adversario con la espada, un día dio un paso atrás y, a voces, me preguntó si pretendía acabar con él.

—Disculpadme —acerté a decir.

—Es por culpa de ese cura galés, ¿verdad? —me preguntó.

—Es cosa del destino —sentencié.

—¿Adónde nos llevará el destino en esta ocasión, mi señor? —añadió.

—Al sur, al sur —repliqué, rebelándome contra lo que acababa de decir. Era un hombre del norte; Northumbria era mi terruño, pero las hilanderas estaban empeñadas en que fuera al sur.

—¿Al lado de Alfredo? —preguntó Finan, sin acabar de creérselo.

—No; junto a Etelfleda —le dije; y cuando pronuncié su nombre, supe que no podía retrasarlo por más tiempo.

Así que, a la semana de que Haesten se hubiera marchado de Dunholm, fui a ver a Ragnar y le conté una mentira. No quería que pensase que lo estaba traicionando.

—Me voy para proteger a mis hijos —le aseguré.

—Seguro que Haesten no les hará nada —me dijo para tranquilizarme.

—Pero Skade, sí.

Se paró a pensarlo un momento, y asintió.

—No os falta razón.

—Capaz es de venderlos como esclavos —añadí, cariacontecido—; no puede ni verme.

—Creo que hacéis bien en ir —convino.

Y así me fui de Dunholm, y mis hombres, unidos a mí por un juramento de fidelidad, y sus familias se vinieron conmigo, y Ragnar cayó entonces en la cuenta de que me iba para siempre. Observó cómo los míos cargaban caballos albardones con cotas de malla y armas y, dolido y confuso, se me quedó mirando y me preguntó:

—¿Acaso tenéis pensado volver a Wessex?

—No —le aseguré, y lo que decía era cierto.

Cuando se enteró, furiosa, Brida me espetó:

—¿Dónde os vais?

—Al lado de mis hijos.

—¿Volveréis aquí con ellos? —quiso saber Ragnar, un tanto molesto.

—La amiga que cuida de mis hijos se encuentra en dificultades —contesté, sin responder a su pregunta.

Brida cortó por lo sano cualquier evasiva.

—¿Os referís a la hija de Alfredo? —preguntó con desdén.

—Sí.

—Odia a los daneses —añadió Brida.

—Ha recurrido a mí en busca de ayuda, y no puedo negarme —le dije a Ragnar.

—Las mujeres os ofuscan —rezongó Brida—. ¿Qué hay de vuestra promesa de haceros a la mar con Ragnar?

—No hubo tal —me revolví.

—¡Os necesitamos! —imploró Ragnar.

—¿A quién? ¿A mí y a mi media mesnada?

—Si no participáis en la conquista de Wessex —recalcó Brida—, no tendréis parte en el botín que obtengamos en Wessex y, sin eso, Uhtred, podéis despediros de Bebbanburg.

—Voy en busca de mis hijos —insistí obcecado. En ese momento, tanto Ragnar como Brida supieron que, en el mejor de los casos, les estaba diciendo una verdad a medias.

—Siempre fuisteis más sajón que danés —dijo Brida, mofándose de mí—. Queréis ser danés, pero no tenéis agallas.

—Quizás estéis en lo cierto —admití.

—Deberíamos mataros ahora mismo —afirmó Brida, y lo decía muy en serio.

Ragnar puso una mano en el brazo de Brida para que callase la boca; luego, me dio un abrazo.

—Hermano —dijo, estrechándome contra él un instante.

De sobra sabía, igual que yo, que volvía al lado de los sajones, que siempre estaríamos en bandos opuestos; lo más que podía hacer era prometerle que nunca me enfrentaría con él.

—¿Vais a contarle a Alfredo nuestros planes? —volvió a la carga Brida. Por más que Ragnar intentase que me fuese en paz, su mujer se mostraba implacable.

—Odio a Alfredo —repuse—, y deseo que os lo paséis en grande destruyendo su reino.

Pues ahí queda escrito, y lo suyo me ha costado: tan doloroso es el recuerdo que guardo de aquella despedida. Brida me detestaba, Ragnar estaba triste, y yo me porté como un cobarde. Alegué que sólo miraba por la suerte de mis hijos cuando, en realidad, estaba traicionando a un amigo. Durante todo el invierno, Ragnar me había dado cobijo y mantenido a mis hombres, y yo le abandonaba. Estaba feliz por tenerme a su lado y, aunque no le apetecía nada la campaña de Wessex, había pensado que era una buena oportunidad de volver a guerrear juntos. Pero el caso es que me fui, y él me dejó marchar. Brida hubiera sido capaz de matarme aquel día; Ragnar entendió mejor mis motivos. Así, un día despejado de primavera cambió mi vida.
Wyrd bið ful
.

Nos pusimos en camino hacia el sur. Pasó mucho rato antes de que despegase los labios. Dándose cuenta del estado de ánimo en que me encontraba, el padre Pyrlig no abrió la boca hasta que yo rompí aquel taciturno silencio.

—¿Decíais que mi primo está majareta? —le pregunté.

—Sí y no —respondió.

—Gracias por aclararme las cosas —contesté.

Esbozó una media sonrisa. Cabalgaba a mi lado, con los ojos casi entornados para protegerse del sol.

—Quiero decir que no está tan loco como el pobre Guthred —dijo al cabo de un rato—; no tiene alucinaciones, no conversa con los ángeles, ni le ha dado por comer hierba. Lo que le saca de quicio es que no es rey. Sabe que, tras su muerte, Mercia pasará a manos de Wessex, pues tales son los designios de Alfredo y sus deseos suelen hacerse realidad.

—En tal caso, ¿por qué os ha enviado Etelfleda a buscarme?

—Vuestro primo aborrece a su esposa —continuó Pyrlig en voz baja, de forma que no le oyeran ni Finan ni Sihtric, que cabalgaban al lado. Al escuchar el agudo silbido de un pastor desde una lejana colina, un perro apartó unas ovejas de nuestro camino. Tras un suspiro, el cura continuó—: Cada vez que ve a Etelfleda se acuerda de las cadenas con que Alfredo lo tiene maniatado. Le gustaría ser rey, pero no puede ceñirse la corona porque Alfredo no lo permitiría.

—¿Así que Alfredo aspira a ser rey de Mercia también?

—Alfredo sueña con ser rey de todos los ingleses —repuso Pyrlig—, y si no puede vanagloriarse de tal título, será su hijo quien ostente esa corona. Por eso no puede haber otro rey sajón. Un rey es un ungido de Dios, un hombre consagrado; no puede haber otro rey que, investido de la dignidad regia, se interponga en su camino.

—Y eso saca a mi primo de sus casillas.

—Eso es; y pretende pagarla con su mujer.

—¿Cómo?

—Divorciándose de ella.

—Alfredo no lo permitirá —dije quitándole importancia al asunto.

—Pero el rey está enfermo. Podría fallecer en cualquier momento.

—Divorciarse de ella, lo que significa… —y me paré a reflexionar un momento. Etelfleda ya me había hablado de las intenciones que albergaba su esposo, pero seguía pensando que no era para tanto—. ¡No, jamás se atrevería a eso!

—Lo intentó cuando todos pensábamos que Alfredo estaba a las puertas de la muerte —dijo Pyrlig—; Etelfleda se enteró de lo que tramaba y buscó refugio en el convento de monjas de Lecelad.

—¿En la frontera de Wessex?

Pyrlig asintió con la cabeza.

—Así estará más cerca de su padre, si lo intentan de nuevo; que lo harán —admitió.

Solté una maldición en voz baja.

—¿Se trata de Aldelmo? —pregunté.

—Lord Aldelmo, sí señor —admitió Pyrlig.

—¿Quiere meterla en la cama con Aldelmo? —insistí alzando la voz, sin acabar de creérmelo.

—Lord Etelredo estaría encantado, y qué decir de lord Aldelmo, que lo disfrutaría mucho más —repuso el cura, malhumorado—. Si lo consigue, Etelredo tendrá la prueba de adulterio que exige la Iglesia, la encerrará en un monasterio y se acabó el matrimonio. Será libre para casarse de nuevo, engendrar un heredero y, tan pronto como Alfredo fallezca, proclamarse rey.

—¿Quién vela, pues, por ella y por mis hijos? —me interesé.

—Las monjas.

—¿Ningún hombre que la proteja?

—El oro sale de las manos de su marido, no de ella —dijo Pyrlig—. Muchos hombres querrían hacerlo, por supuesto, pero no tiene nada que ofrecerles a cambio.

—Ahora sí —repliqué con ferocidad, picando espuelas al caballo que había comprado en Dunholm.

Lo cierto es que no tenía mucho dinero. Había adquirido más de setenta caballos para emprender aquel viaje, y la poca plata que me quedaba cabía en dos alforjas. Pero aún llevaba conmigo a
Hálito-de-serpiente
y a
Aguijón-de-avispa
y, como las tres hilanderas habían decidido cambiar el curso de mi vida una vez más, también tenía un motivo: estar al lado de Etelfleda.

* * *

Lecelad no era sino un montón de cabañas dispersas en la orilla norte del Temes, en la confluencia con el Lec, un arroyo que bajaba de los pantanos. Había un molino de agua cerca de un embarcadero, donde se veían unos pocos botes amarrados que hacían aguas por todos lados. En el extremo oriental de la única calle de la aldea, que no era sino una travesía de charcas cenagosas, rodeado de una empalizada, que me imaginé levantada allí más por evitar que las monjas escapasen que para repeler cualquier ataque desde el exterior, el convento; por detrás, más allá de los muros ennegrecidos por la lluvia, una lóbrega y fea iglesia de madera y adobe, cuyo campanario arañaba las nubes bajas y cargadas de lluvia que llegaban del oeste. En la otra orilla del Temes, un amarradero de madera, donde se acurrucaba un grupo de hombres que se resguardaban de la lluvia bajo una especie de toldo que habían improvisado con unos palos. Todos llevaban cotas de malla; habían dejado las espadas apoyadas contra un sauce. Avancé por el embarcadero y, sirviéndome de las manos como bocina, les grité:

—¿A quién servís?

—A lord Etelnoth —contestó a voces uno de los hombres.

Embozado en una capa de color oscuro, ocultos mis cabellos rubios bajo una caperuza, no me reconoció.

—¿Qué os trae por aquí? —chillé de nuevo.

Un encogimiento de hombros fue la respuesta a mi pregunta; no tenían ni idea.

La orilla sur del río era territorio sajón, motivo sin duda por el que Etelfleda se había decidido por Lecelad. En un momento de apuro, podía cruzarlo y pasar al reino de su padre, aunque Alfredo, que consideraba sagrado el vínculo matrimonial, se mostraría renuente a darle asilo por temor al escándalo que pudiera suscitarse. Supuse, no obstante, que había ordenado a Etelnoth,
ealdorman
de Sumorsæte, que no perdiera de vista el convento, aunque sólo fuera por estar al tanto de cualquier movimiento sospechoso que observase en la orilla de Mercia. Ya tenían algo de qué informarle, pensé.

—¿Quién sois vos, mi señor? —me preguntó a voces el hombre, desde la otra ribera.

Quizá no me hubiera reconocido, pero sin duda se había percatado de que iba al frente de una cuadrilla de jinetes, y quién sabe si, a pesar del tiempo, desapacible y lluvioso, reparado en algún destello del llamativo broche de oro con que sujetaba mi capa. En lugar de responder a su pregunta, me volví a Finan que, a lomos de su montura, me dijo con una sonrisa de oreja a oreja:

—Sólo son treinta, mi señor.

Le había ordenado que echase un vistazo por el pueblo y se enterase de cuántos hombres vigilaban el convento.

—¿Nada más?

—Hay otros en una aldea más al norte —añadió.

—¿Quién está al frente?

—Un pobre cabrón que, al vernos, casi se caga por la pata abajo.

Los treinta hombres destacados en Lecelad estaban allí probablemente por orden de mi primo y, probablemente también, para cerciorarse de que Etelfleda no traspasaba los muros del siniestro convento. Me aupé en la silla de montar, empapada y resbaladiza, apoyando el pie derecho en el estribo.

—Vamos a acabar con ese avispero —anuncié.

Llevé a mis hombres hacia el este, dejando atrás cabañas, montones de estiércol y unos cerdos que andaban hozando. Al vernos pasar, algunos lugareños se asomaron a la puerta. Al final de la calle, delante del convento, un grupo de hombres con jubones de cuero y yelmos oxidados. Si tenían órdenes de impedir que nadie entrase en el convento, no parecían muy decididos a cumplirlas, porque, apenas vernos llegar, con gesto hosco se echaron a un lado. Hice como que no los veía. Ni me preguntaron quién era ni trataron de darnos el alto.

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