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Authors: Agota Kristof

Tags: #Drama, #Belico

La tercera mentira (7 page)

—Debo una cierta cantidad de dinero a ese hombre. Son deudas de honor.

El hombre pregunta:

—¿Cuánto?

Paga, me coge por el brazo, me lleva a un gran coche negro aparcado delante del edificio. Un chófer con gorra abre las puertas.

El coche se pone en marcha. Pregunto al funcionario de la embajada si podríamos parar un momento delante de la librería de la plaza principal, pero me mira sin comprender y me doy cuenta de que le he hablado en mi antigua lengua, en la lengua de ese país.

El chófer conduce aprisa, dejamos atrás la plaza, ya estamos en la calle de la estación, pronto la ciudad queda a nuestras espaldas.

Hace calor en el coche. Veo desfilar por la ventana pueblos, campos, álamos y acacias, el paisaje de mi tierra azotado por la lluvia y el viento.

Bruscamente me vuelvo hacia el hombre de la embajada:

—Ésta no es la carretera de la frontera. Vamos en dirección opuesta.

Dice:

—Primero lo llevamos a la embajada, a la capital. Dentro de unos días cruzará la frontera en tren.

Cierro los ojos.

El niño cruza la frontera.

El hombre va delante, el niño lo espera. Una explosión. El niño se acerca. El hombre está tumbado cerca de la segunda barrera. El niño, entonces, echa a correr. Recorre las huellas de los pasos, pasa por encima del cuerpo inerte del hombre, llega al otro lado, se esconde detrás de unos matorrales.

Llega un coche todo terreno con un equipo de guardias de frontera. Un sargento y varios soldados. Uno dice:

—¡Pobre imbécil!

Otro:

—Un caso de mala suerte. Casi había llegado.

El sargento grita:

—¡Basta de bromas! Hay que trasladar el cadáver.

Los soldados dicen:

—¡Para lo que queda de él!

—¿Por qué?

El sargento dice:

—Para la identificación. Son las órdenes. Hay que transportar el cadáver. ¿Algún voluntario?

Los soldados se miran.

—Las minas. Puedes dejar la piel.

—Pero, ¿qué pasa? ¡Es vuestro deber, hatajo de cobardes!

Un soldado levanta la mano.

—Yo.

—¡Bravo! Adelante, muchacho. ¡Vosotros, atrás!

El soldado camina lentamente hasta el cuerpo destrozado, de pronto echa a correr. Pasa junto al niño sin verlo.

El sargento lanza un grito.

—¿Habráse visto puerco? ¡Disparad! ¡Fuego!

Los soldados no disparan.

—Está al otro lado. No se puede disparar al otro lado.

El sargento empuña el fusil. Delante de él aparecen dos guardias fronterizos extranjeros. El sargento baja el arma, la entrega a un soldado. Se aproxima al cadáver, se lo carga a la espalda, vuelve y suelta el cuerpo en el suelo. Se enjuga la cara con las mangas del uniforme.

—Ésta me la pagaréis, hijos de puta, ¡sois unos mierdas!

Los soldados envuelven el cadáver en una lona, lo meten en la parte de atrás del coche. Se marchan. Los dos guardias fronterizos extranjeros también se alejan.

El niño permanece echado sin moverse, se duerme. Por la mañana temprano le despiertan los pájaros. Se arrebuja en el abrigo, se aprieta las botas de goma, se dirige al pueblo. Encuentra dos guardias fronterizos que le preguntan:

—¿Y tú? ¿De dónde vienes?

—Del otro lado de la frontera.

—¿La has cruzado? ¿Cuándo?

—Ayer. Con mi padre. Pero él ha caído, después de la explosión se ha quedado tumbado, han venido los otros guardias y se lo han llevado.

—Sí, ya lo hemos visto. Pero a ti no te habíamos visto. El soldado que ha desertado tampoco te ha visto.

—Me había escondido. Tenía miedo.

—¿Cómo es que hablas nuestra lengua?

—La aprendí con los militares durante la guerra. ¿Creéis que lo podrán curar, a mi padre?

Los guardias bajan los ojos.

—Por supuesto que sí. Ven con nosotros. Debes de tener hambre.

Los guardias acompañan al niño hasta el pueblo, lo confían a la mujer de uno de ellos.

—Dale de comer, después llévalo a la comisaría. Di que a las once pasaremos por lo del atestado.

La mujer es gorda y rubia, tiene la cara roja y risueña.

Pregunta al niño:

—¿Te gustan la leche y el queso? Todavía no tengo la comida preparada.

—Sí, señora, a mí me gusta todo. Lo que sea.

La mujer le sirve:

—No, espera. Ve a lavarte primero. Por lo menos la cara y las manos. Te lavaría la ropa, pero supongo que no llevarás ninguna muda para cambiarte.

—No, señora.

—Voy a dejarte una camisa de mi marido. Te estará grande, pero no importa. Te arremangas y ya está. Toma, un paño. El cuarto de baño está allí.

El niño se lleva el abrigo y las botas al cuarto de baño. Se lava, vuelve a la cocina, come pan y queso, bebe leche. Dice:

—Gracias, señora.

Ella dice:

—Eres cortés y bien educado. Y hablas muy bien nuestra lengua. ¿Se ha quedado al otro lado tu madre?

—No, murió durante la guerra.

—Pobre pequeño. Ven, tenemos que ir a la comisaría. No tengas miedo, el policía es simpático, es amigo de mi marido.

En la comisaría, la mujer dice al policía:

—Es el hijo del hombre que ayer intentó cruzar. Mi marido pasará a las once. Mientras se espera la decisión, puedo hacerme cargo del niño. Quizá haya que devolverlo, es menor.

El policía dice:

—Ya veremos. En todo caso, quédese con él para la comida de mediodía.

La mujer se va y el policía tiende un cuestionario al niño.

—Rellénalo. Si hay algo que no entiendas, me lo preguntas.

Cuando el niño devuelve el cuestionario, el policía lo relee en voz alta:

—Apellido y nombre: Claus T. Edad: dieciocho años. No eres muy alto para tu edad.

—Es que de pequeño estuve enfermo.

—¿Tienes carné de identidad?

—No, nada. Mi padre y yo quemamos todos nuestros papeles antes de irnos.

—¿Por qué?

—No lo sé. Por la identificación. Mi padre dijo que había que hacerlo.

—Tu padre saltó a causa de una mina. Si hubieras ido a su lado, también habrías saltado tú.

—No iba a su lado. Me dijo que esperara a que él estuviera al otro lado y que lo siguiera de lejos.

—¿Por qué habéis cruzado?

—Fue mi padre. Siempre estaban metiéndolo en la cárcel, lo tenían vigilado. No quería seguir viviendo allá. Me llevaba con él porque no quería dejarme solo.

—¿Y tu madre?

—Murió durante la guerra, en un bombardeo. Después viví con mi abuela, pero también está muerta.

—Entonces no tienes a nadie, nadie que pueda reclamarte. Salvo las autoridades, si has cometido algún delito.

—No he cometido ningún delito.

—Bueno, lo único que tenemos que hacer ahora es esperar la decisión de mis superiores. De momento tienes prohibido salir del pueblo. Mira, firma ese papel.

El niño firma el atestado verbal en el que hay tres mentiras.

El hombre que cruzó con él la frontera no era su padre.

No tiene dieciocho años, sino quince.

No se llama Claus.

Unas semanas más tarde llega a casa del guardia fronterizo un hombre de la ciudad. Dice al niño:

—Me llamo Peter N. De ahora en adelante me ocuparé de usted. Aquí tiene su carné de identidad. Sólo le falta poner la firma.

El niño mira el carné. En su fecha de nacimiento hay una diferencia de tres años, su nombre de pila es Claus y en el sitio donde debería figurar su nacionalidad dice: «apátrida».

El mismo día Peter y Claus toman el autocar hacia la ciudad. Durante el trayecto Peter le hace unas preguntas:

—¿Qué hacía antes, Claus? ¿Estudiaba?

—¿Estudiante? No, trabajaba en el huerto, cuidaba de los animales, tocaba la armónica en las tabernas, llevaba las maletas a los viajeros.

—¿Y qué le gustaría hacer de ahora en adelante?

—No sé. Nada. ¿Por qué hay que estar siempre haciendo algo?

—Para vivir hay que ganar dinero.

—Eso ya lo sé. No he hecho otra cosa. No me importa hacer lo que sea con tal de ganar un poco de dinero.

—¿Un poco de dinero? ¿Haciendo lo que sea? Podría conseguir una beca y estudiar.

—No tengo ganas de estudiar.

—Pero para aprender correctamente la lengua tendrá que estudiar un poco. La habla bastante bien, pero es preciso también leerla y escribirla. Vivirá en un albergue juvenil con otros estudiantes. Tendrá su habitación. Asistirá a clases de lengua y, después, ya veremos.

Peter y Claus pasan una noche en un hotel de una gran ciudad. Por la mañana toman el tren en dirección a otra ciudad más pequeña, situada entre un lago y un bosque. El albergue juvenil está en una calle empinada, rodeado de jardín, cerca del centro de la ciudad.

Son recibidos por un matrimonio, el director y la directora de la institución. Acompañan a Claus a su habitación. La ventana da al jardín.

Claus pregunta:

—¿Quién cuida del jardín?

La directora dice:

—Yo, pero los chicos me ayudan muchísimo.

Dice Claus:

—Yo también la ayudaré. Tiene flores muy bonitas.

La directora dice:

—Gracias, Claus. Aquí disfrutarás de total libertad, pero tendrás que llegar todos los días antes de las once de la noche. También tendrás que limpiar tu habitación. Puedes pedir el aspirador a la portera.

El director dice:

—Si tienes algún problema, ven a verme.

Peter dice:

—Aquí se encontrará a gusto, ¿no es verdad, Claus?

Le enseñan el refectorio, las duchas y la sala comunitaria. Le presentan a las chicas y chicos que están allí en aquel momento.

Más tarde, Peter acompaña a Claus a visitar la ciudad y, después, lo lleva a su casa.

—Venga a verme aquí cuando quiera. Le presento a mi esposa, Clara.

Comen juntos los tres, por la tarde van de tiendas para comprar ropa y zapatos.

Claus dice:

—En mi vida había tenido tanta ropa.

Peter sonríe.

—El abrigo y las botas los puede tirar. Cada mes percibirá una cantidad de dinero que le servirá para pagar el material escolar y para sus gastos. Si tiene necesidad de alguna otra cosa, dígamelo. La pensión y las clases son, por supuesto, gratuitas.

Claus pregunta:

—¿Y todo ese dinero quién me lo da? ¿Usted?

—No, yo no, yo no soy más que su tutor. El dinero procede del Estado. Usted no tiene padres, el Estado tiene que hacerse cargo de usted hasta que esté en condiciones de ganarse la vida.

Claus dice:

—Espero que sea cuanto antes.

—Dentro de un año podrá decidir si quiere estudiar o aprender un oficio.

—No tengo ganas de estudiar.

—Ya veremos, ya veremos. ¿No tiene usted ambiciones, Claus?

—¿Ambiciones? No sé. Lo único que quiero es tranquilidad para poder escribir.

—¿Escribir? ¿Qué? ¿Quiere ser escritor?

—Sí. Para ser escritor no es preciso estudiar. Lo único que se necesita es saber escribir sin hacer demasiadas faltas. Quiero aprender a escribir correctamente su lengua, pero nada más.

Peter dice:

—Escribiendo uno no se gana la vida.

Claus dice:

—No, ya lo sé. Pero podría trabajar durante el día y escribir por la noche. Ya lo hacía en casa de la abuela.

—¿Cómo? ¿Ya escribía?

—Sí. Tengo varios cuadernos. Los llevo metidos en el abrigo viejo. Cuando sepa escribir su lengua, los traduciré y se los enseñaré.

Están en la habitación del albergue juvenil. Claus desata el cordel con el que han atado su abrigo viejo. Deja sobre la mesa los cinco cuadernos escolares. Peter los abre uno por uno.

—Tengo verdadera curiosidad por saber qué dicen esos cuadernos. ¿Es como un diario?

Claus dice:

—No, son mentiras.

—¿Mentiras?

—Sí. Cosas inventadas. Historias que no son verdad, pero que podrían serlo.

Peter dice:

—Dése prisa en aprender a escribir nuestra lengua, Claus.

Llegamos a la capital alrededor de las siete de la tarde. El tiempo ha empeorado y ahora hace frío y las gotas de lluvia se han transformado en cristales de hielo.

El edificio de la embajada está rodeado por un gran jardín. Me llevan a una habitación con buena calefacción, una cama doble y un cuarto de baño. Parece la habitación de un hotel de lujo.

Un chico me trae comida. Como apenas. La comida no se parece en nada a las que me he acostumbrado a comer en la ciudad pequeña. Dejo la bandeja delante de la puerta. A pocos metros hay un hombre sentado en el pasillo.

Tomo una ducha, me lavo los dientes con un cepillo nuevo que he encontrado en el cuarto de baño. También encuentro una bata y, sobre la cama, un pijama. Me acuesto.

Se reanudan los dolores. Espero un poco, pero los dolores se hacen insoportables. Me levanto, revuelvo la maleta, encuentro medicamentos, tomo dos comprimidos y vuelvo a acostarme. En lugar de atenuarse, los dolores van en aumento. Me arrastro hasta la puerta, la abro, el hombre sigue allí, sentado. Le digo:

—Un médico, por favor. Estoy enfermo. El corazón.

Descuelga un teléfono de pared que tiene a su lado. No me acuerdo de lo que ocurre después, me desmayo. Me despierto en la cama de un hospital.

Me quedo tres días en el hospital. Me hacen todo tipo de reconocimientos. Al final viene a verme el cardiólogo.

—Levántese y vístase. Vamos a llevarlo nuevamente a la embajada.

Le pregunto:

—¿No me opera?

—No es necesario operar. Su corazón está perfectamente. Los dolores que usted sufre son efecto de la angustia, de la ansiedad, de una depresión profunda. Deje la trinitrina, tome sólo los calmantes enérgicos que le he recetado.

Me da la mano.

—No tenga miedo, todavía le queda mucha vida por delante.

—No viviré mucho tiempo.

—Cuando se haya curado la depresión cambiará de parecer.

Vuelvo a la embajada en coche. Me hacen entrar en un despacho. Un hombre joven y sonriente, con los cabellos rizados, me indica una butaca de cuero.

—Siéntese. Me alegro que lo del hospital le haya ido bien. Pero no lo he llamado por esto. Usted busca a su familia y, de manera especial, a su hermano, ¿no es eso?

—Sí, a mi hermano gemelo. Pero no tengo muchas esperanzas. ¿Ha sabido algo? Me han dicho que los archivos fueron destruidos.

—No me hacían falta archivos. Me ha bastado con abrir el listín de teléfonos. En esta ciudad hay un hombre que se llama igual que usted. El mismo apellido, pero también el mismo nombre.

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