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Authors: Agota Kristof

Tags: #Drama, #Belico

La tercera mentira (5 page)

Me dice:

—Escucha lo que voy a decirte. No queremos hacerte ningún daño, queremos hacernos cargo de tu situación. Vendrás con nosotros a una casa muy bonita en la que viven otros niños como tú.

Le digo:

—Yo ya no soy ningún niño. No necesito que nadie se haga cargo de mí. Y no quiero ir a ningún hospital.

Ella dice:

—No es ningún hospital. Podrás estudiar.

Estamos en la cocina. La mujer habla, no la escucho. El señor de los cabellos blancos también habla. Tampoco lo escucho.

El único que está callado es el joven que toma nota de todo, ni me mira siquiera.

Al marcharse, dice la mujer:

—No te preocupes. Estamos contigo. Pronto todo irá mejor. No te abandonaremos, nos ocuparemos de ti. Te salvaremos.

El hombre añade:

—Dejaremos que te quedes aquí ese verano. A finales de agosto empezarán los derribos.

Tengo miedo, miedo de ir a una casa en la que querrán ocuparse de mí, en la que querrán salvarme. Tengo que marcharme de aquí. Me pregunto dónde iré.

Compro un mapa del país y un plano de la capital. Voy cada día a la estación, consulto el horario. Pregunto el precio de los billetes para diferentes ciudades. Tengo muy poco dinero y no quiero tocar lo que me ha dejado la abuela. Ella ya me había puesto en guardia:

—Nadie debe saber que lo tienes. Te harán preguntas, te encerrarán, te lo quitarán todo. Y no digas nunca la verdad. Haz como que no entiendes lo que te preguntan. Si te toman por imbécil, mejor.

La herencia de la abuela está enterrada debajo del banco que hay delante de la casa, en un saco de lona que contiene joyas, monedas de oro y de plata. Si tratase de venderlo, me acusarían de robo.

Fue en la estación donde encontré al hombre que quería cruzar la frontera.

Es de noche. El hombre está allí, delante de la estación, con las manos en los bolsillos. Los demás viajeros se han ido. La plaza de la estación está desierta.

El hombre me hace señal de que me acerque, me dirijo hacia él. No lleva equipaje.

Digo:

—Normalmente llevo las maletas de los viajeros. Pero veo que usted no lleva maletas.

Dice:

—No, no llevo.

Digo:

—Si puedo servirle en algo... Veo que es usted forastero en la ciudad.

—¿Y cómo has visto que soy forastero?

Digo:

—En la ciudad nadie lleva trajes como el de usted. Y la gente de aquí tiene toda la misma cara. Una cara conocida, familiar. A la gente de esta ciudad, aunque no la conozcas personalmente, la reconoces. Cuando llega un forastero, lo ves enseguida.

El hombre mira a nuestro alrededor.

—¿Te parece que alguien habrá notado mi presencia?

—Seguro que sí. Pero esto no tiene mucha importancia siempre que tenga los papeles en regla. Los puede presentar en la comisaría mañana por la mañana y entonces puede quedarse todo el tiempo que quiera. No hay hotel, pero le puedo indicar algunas casas donde alquilan habitaciones.

El hombre me dice:

—Sígueme.

Se dirige a la ciudad pero, en lugar de tomar la calle Mayor, gira a la derecha, se mete en un callejón polvoriento y se sienta entre unos matojos. Me siento a su lado, le pregunto:

—¿Se esconde? ¿Por qué?

Me pregunta:

—¿Conoces la ciudad?

—Sí, totalmente.

—¿La frontera?

—También.

—¿Tienes padres?

—No, no tengo.

—¿Están muertos?

—No lo sé.

—¿Dónde vives?

—En mi casa, en casa de la abuela. Ha muerto.

—¿Con quién vives?

—Solo.

—¿Dónde está tu casa?

—En el otro extremo de la ciudad. Cerca de la frontera.

—¿Puedes darme cobijo por una noche? Tengo muchísimo dinero.

—Sí, puedo darle cobijo.

—¿Sabes qué calles, qué caminos podemos seguir para ir a tu casa sin ser vistos?

—Sí.

—Vamos, pues. Te sigo.

Pasamos por detrás de las casas, a través de los campos. De vez en cuando tenemos que saltar una tapia, barreras, atravesar jardines, patios de casas particulares. Es de noche y el hombre, detrás de mí, no hace ningún ruido.

Cuando llegamos a casa de mi abuela, le felicito.

—No le ha costado trabajo seguirme, pese a su edad.

Se echa a reír.

—¿Mi edad? No tengo más que cuarenta años y he hecho la guerra. En ella aprendí a atravesar ciudades sin hacer ruido.

Al cabo de un rato, añade:

—Tienes razón. Ya soy viejo. La guerra se tragó mi juventud. ¿Tienes algo para beber?

Llevo el aguardiente a la mesa y digo:

—Quiere cruzar la frontera, ¿verdad?

Ríe de nuevo.

—¿Cómo lo has adivinado? ¿Tienes algo para comer?

Digo:

—Puedo hacerle una tortilla de setas. También tengo queso de cabra.

Mientras preparo la comida, bebe.

Comemos. Le pregunto:

—¿Cómo ha logrado entrar en zona de frontera? Se necesita un salvoconducto especial para entrar en nuestra ciudad.

Dice:

—Mi hermana vive en esta ciudad. He pedido un permiso para visitarla y me lo han dado.

—Pero no irá a verla.

—No, no quiero buscarle problemas. Toma, quema todo esto en la cocina.

Me da su carné de identidad y otros papeles. Lo echo todo al fuego.

Le pregunto:

—¿Por qué quiere irse de aquí?

—No te importa. Tú indícame el camino, no te pido otra cosa. Te doy todo el dinero que llevo.

Deja los billetes de banco sobre la mesa.

Digo:

—No se sacrifica mucho dejando todo ese dinero. Al otro lado no vale nada.

Dice:

—Pero aquí, para un chico como tú, tiene mucho valor.

Arrojo los billetes al fuego de la cocina.

—Mire, no tengo tanta necesidad de dinero como eso. No me hace falta nada.

Contemplamos el dinero mientras arde. Digo:

—No se puede cruzar la frontera sin poner en riesgo la vida.

El hombre dice:

—Ya lo sé.

Le digo:

—Sepa también que puedo denunciarlo inmediatamente. Delante de mi casa hay un puesto de guardias fronterizos con los que colaboro. Soy confidente.

El hombre, muy pálido, dice:

—¿Confidente a tu edad?

—La edad no tiene nada que ver. Ya he denunciado a varias personas que intentaban cruzar la frontera. Si en el bosque hay alguna novedad, la veo y la denuncio.

—Pero, ¿por qué?

—Porque a veces envían a provocadores para ver si los denuncio o no. Hasta ahora, provocadores o no, mi obligación es denunciarlos.

—¿Por qué hasta ahora?

—Porque mañana cruzaré la frontera con usted. Yo también quiero marcharme.

Al día siguiente, poco antes de mediodía, cruzamos la frontera.

El hombre va delante, no tiene suerte. Cerca de la segunda barrera, salta una mina y el hombre con ella. Yo voy detrás, no arriesgo nada.

Contemplo la plaza vacía hasta avanzada la noche. Cuando me acuesto por fin, sueño.

Bajo hasta el río, encuentro a mi hermano sentado en la orilla, pesca con caña. Me siento a su lado:

—¿Pescas mucho?

—No. Te esperaba.

Se levanta, guarda la caña.

—Hace mucho tiempo que aquí no hay peces. Ni siquiera hay agua.

Coge una piedra, la arroja contra las otras piedras del río seco.

Caminamos en dirección a la ciudad. Me paro delante da una casa con persianas verdes. Mi hermano dice:

—Sí, era nuestra casa. La has reconocido.

Le digo:

—La he reconocido. Pero antes no estaba aquí. Estaba en otra ciudad.

Mi hermano me corrige:

—En otra vida. Ahora está aquí y está vacía.

Llegamos a la plaza principal.

Delante de la puerta de la librería hay dos niños pequeños sentados en la escalera que conduce al apartamento.

Mi hermano dice:

—Son mis hijos. Su madre se fue.

Entramos en la gran cocina. Mi hermano prepara la cena. Los niños comen en silencio, sin levantar los ojos.

Digo:

—Son felices, tus hijos.

—Muy felices. Voy a acostarlos.

Cuando vuelve, dice:

—Vayamos a mi cuarto.

Entramos en la gran habitación, mi hermano coge una botella escondida detrás de los libros de la biblioteca.

—Sólo queda esto. Los barriles están vacíos.

Bebemos. Mi hermano acaricia la felpa roja de la mesa.

—¿Te das cuenta? No ha cambiado nada. Lo he conservado todo. Incluso este horrible mantel. Mañana puedes instalarte en la casa.

Digo:

—No me apetece. Prefiero jugar con tus hijos.

Mi hermano dice:

—Mis hijos no juegan.

—¿Qué hacen?

—Se preparan para vivir.

Digo:

—Yo he vivido pero no he encontrado nada.

Mi hermano dice:

—No hay nada que encontrar. ¿Qué buscabas?

—A ti. Por eso he vuelto.

Mi hermano se ríe.

—¿Por mí? Sabes bien que no soy más que un sueño. Hay que aceptarlo. No hay nada, en ningún sitio.

Siento frío, me levanto.

—Es tarde, tengo que irme.

—¿Irte? ¿Dónde?

—Al hotel.

—¿Qué hotel? Aquí estás en tu casa. Voy a presentarte a nuestros padres.

—¿A nuestros padres? ¿Dónde están?

Mi hermano me indica la puerta marrón que conduce a la otra habitación del apartamento.

—Están ahí. Duermen.

—¿Juntos?

—Como siempre.

Digo:

—No los despertemos.

Mi hermano dice:

—¿Por qué no? Estarán contentos de verte después de tantos años.

Retrocedo en dirección a la puerta:

—No quiero, no puedo volver a verlos.

Mi hermano me agarra por el brazo.

—No quieres, no puedes. Yo los veo todos los días. Tienes que verlos aunque sólo sea una vez, ¡una vez sola!

Mi hermano tira de mí hacia la puerta marrón; con la mano libre cojo de la mesa un cenicero muy pesado de vidrio y golpeo la nuca de mi hermano.

Se da en la puerta con la frente, mi hermano se desploma, hay sangre alrededor de su cabeza, en el suelo.

Salgo de la casa, me siento en un banco. Una luna enorme ilumina la plaza vacía.

Un viejo se para frente a mí, me pide un cigarrillo. Se lo doy y también fuego.

Se queda allí, de pie delante de mí, fumando su cigarrillo.

Después de un momento, me pregunta:

—Entonces, ¿lo has matado?

Le digo:

—Sí.

El viejo dice:

—Has hecho lo que debías. Está bien. Pocos hacen lo que deben.

Digo:

—Quería abrir la puerta.

—Has hecho bien. Has hecho bien impidiéndoselo. Tenías que matarlo. Así todo vuelve a su orden, el orden de las cosas.

Digo:

—Pero ya no volverá. El orden importa poco si ya no puede volver nunca más.

El viejo dice:

—Al contrario. De ahora en adelante estará a tu lado en todo momento y lugar.

El viejo se aleja, llama a la puerta de una casa pequeña y entra.

Cuando me despierto, la plaza ya está animada desde hace rato. La gente circula por ella a pie o en bicicleta. Hay muy pocos coches. Han abierto las tiendas, también la librería. Están pasando el aspirador por los pasillos del hotel.

Abro la puerta, llamo a la mujer de la limpieza.

—¿Puede traerme café?

Se vuelve, es una mujer joven de cabellos muy negros.

—Yo no puedo servir a los clientes, señor, no soy más que la mujer de la limpieza. Nosotras no nos encargamos del servicio de las habitaciones. Hay restaurante y bar.

Vuelvo a meterme en la habitación, me lavo los dientes, me ducho, vuelvo a acostarme bajo las mantas. Tengo frío.

Llaman a la puerta, entra la mujer de la limpieza, deja una bandeja sobre la mesilla de noche.

—Pague el café en el bar cuando le sea cómodo.

Se tumba a mi lado, en la cama, me ofrece los labios. Vuelvo la cabeza para el otro lado.

—No, guapa. Soy viejo y estoy enfermo.

Se levanta, dice:

—Tengo muy poco dinero. El trabajo que hago está muy mal pagado. Me gustaría regalar una bicicleta de cross a mi hijo el día de su cumpleaños. Y no tengo marido.

—Ya comprendo.

Le doy un billete sin saber si es mucho o poco, todavía no estoy acostumbrado a los precios que rigen en el país.

Hacia las tres de la tarde, salgo.

Camino lentamente. Al cabo de media hora llego, pese a todo, al otro extremo de la ciudad. Donde antes estaba la casa de la abuela, ahora hay un campo de deportes muy cuidado. En él están jugando unos niños.

Me quedo mucho rato sentado a la orilla del río, después vuelvo a la ciudad. Paseo por la parte antigua, por las callejuelas del castillo, subo al cementerio, pero no encuentro la tumba de la abuela.

Sigo paseándome cada día horas enteras, paso por todas las calles de la ciudad, especialmente por las más estrechas, donde las casas están hundidas en el suelo, con las ventanas a ras de tierra. A veces me siento en un parque o en los muretes del castillo o en alguna tumba del cementerio. Cuando tengo hambre voy a alguna taberna, como lo que hay. Después tomo unos vasos con obreros, gente sencilla. Nadie me reconoce, nadie se acuerda de mí.

Un día entro en la librería para comprar papel y lápices. Ya no encuentro al hombre gordo de mi infancia, ahora hay una mujer. Está sentada en un sillón cerca de la puertaventana que da al jardín, hace punto. Me sonríe.

—Lo conozco de vista. Lo veo entrar y salir todos los días del hotel, salvo cuando vuelve muy tarde y yo ya me he acostado. Vivo en el piso de arriba de la librería y me gusta contemplar la plaza por la noche.

Digo:

—A mí también.

—¿Está usted de vacaciones? ¿Va a quedarse mucho tiempo?

—Sí, estoy de vacaciones. En cierto modo. Me gustaría quedarme todo el tiempo que me fuera posible. Depende del visado y también del dinero.

—¿Del visado? ¿Es extranjero? No lo parece.

—Pasé mi niñez en esta ciudad. Nací en este país. Pero hace mucho tiempo que vivo en el extranjero.

Dice ella:

—Ahora que el país es libre vienen muchos forasteros. Los que se marcharon después de la revolución vienen ahora de visita, pero sobre todo hay muchos curiosos, turistas. Ya verá, cuando empiece el buen tiempo llegarán autocares enteros. Se acabará la tranquilidad.

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