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Authors: Agota Kristof

Tags: #Drama, #Belico

La tercera mentira (6 page)

En efecto, el hotel está llenándose cada vez más. Los sábados por la noche se organizan bailes. A veces se prolongan hasta las cuatro de la madrugada. No soporto la música ni los gritos y risas de los que se divierten. Así pues, me quedo en la calle, me siento en un banco con una botella de vino que he comprado anteriormente, durante el día, y espero.

Una noche, un niño se sienta a mi lado.

—¿Puedo quedarme con usted, señor? La noche me da un poco de miedo.

Reconozco su voz. Es el niño que me llevó la maleta el día que llegué. Le pregunto:

—¿Qué haces aquí a estas horas?

Dice:

—Espero a mi madre. Cuando hay baile tiene que quedarse hasta tarde para ayudar a servir y lavar platos.

—¿Y eso qué importa? Deberías quedarte en casa y dormir tranquilamente.

—No puedo dormir tranquilamente. Tengo miedo de que le ocurra algo a mi madre. Vivimos lejos, no puedo dejar que vaya sola de noche. Hay hombres que atacan a las mujeres que van solas por la calle cuando es de noche. Lo he visto en la televisión.

—¿Y a los niños? ¿No los atacan?

—No, no tanto. Sólo a las mujeres. Sobre todo si son guapas. Yo me sé defender. Corro mucho.

Esperamos. Lentamente el hotel va quedando en silencio. Sale una mujer, es la que me trae el café por las mañanas. El niño corre hacia ella, se van juntos cogidos de la mano.

Del hotel salen otros miembros del personal, se alejan rápidamente.

Subo a mi habitación.

Al día siguiente voy a ver a la librera.

—No puedo estar más tiempo en el hotel. Hay demasiada gente, demasiado ruido. ¿Sabe de alguien que pueda alquilarme una habitación?

Dice:

—Véngase a vivir a mi casa. Es aquí arriba.

—La voy a molestar.

—¡Qué va! Yo me iré a vivir con mi hija. Vive cerca. Tendrá todo el piso para usted. Dos habitaciones, cocina, cuarto de baño.

—¿Cuánto me costará?

—¿Cuánto paga en el hotel?

Se lo digo. Sonríe.

—Son precios para turistas. Yo le daré alojamiento por la mitad. Cuando cierre la tienda le haré la limpieza. A esas horas usted no está nunca, no lo molestaré. ¿Quiere ver el piso?

—No, estoy seguro de que me interesa. ¿Cuándo puedo trasladarme?

—A partir de mañana, si usted quiere. Lo único que tengo que hacer es llevarme mi ropa y mis cosas personales.

Al día siguiente hago la maleta, pago la nota del hotel. Llego a la librería justo antes de cerrar. La librera me da una llave.

—Es la llave de la puerta de entrada. Se puede subir al piso directamente desde la tienda, pero usted se servirá de la otra puerta, la que da a la calle. Voy a enseñársela.

Cierra la tienda. Subimos una escalera angosta, llegamos a un rellano que recibe luz de dos ventanas que dan al jardín. La librera me explica:

—La puerta de la izquierda es la del dormitorio, está delante del cuarto de baño. La segunda es la del salón, desde él también se puede entrar en el dormitorio. Al fondo está la cocina. Hay una nevera. Dentro he dejado algunas provisiones.

Digo:

—Lo único que me hace falta es café y vino. Como en las tabernas.

Dice:

—No son comidas sanas. El café está en el estante, en la nevera hay una botella de vino. Me voy. Espero que le guste.

Se marcha. Abro inmediatamente la botella de vino; mañana compraré más. Entro en el salón. Es una habitación grande amueblada con sencillez. Entre las dos ventanas del salón hay una mesa grande cubierta con un mantel de felpa roja. Dejo en ella mis papeles y mis lápices. Después voy al dormitorio. Es una habitación estrecha con una sola ventana o, mejor dicho, una puertaventana que da a un balconcito.

Dejo la maleta sobre la cama, coloco mi ropa en el armario vacío.

Esta noche no salgo. Termino la botella y me acomodo en un sillón viejo delante de una de las ventanas del salón. Doy una ojeada al sitio, después me acuesto en una cama que huele a jabón.

Al día siguiente, cuando me levanto a eso de las diez, encuentro dos periódicos en la mesa de la cocina y un puchero con potaje de verduras en el fogón de la cocinilla. Primero me preparo el café, que bebo mientras leo los periódicos. Más tarde, antes de salir, hacia las cuatro de la tarde, me como el potaje.

La librera no me molesta en absoluto. Sólo la veo cuando voy abajo a hacerle una visita. En mi ausencia limpia el apartamento, se lleva la ropa sucia y me la trae limpia y planchada.

El tiempo pasa aprisa. Tengo que ir a la ciudad vecina, cabeza de partido del cantón, para renovar el visado. Una chica joven me timbra el visado: «RENOVADO POR UN MES». Pago, le doy las gracias. Me sonríe.

—Esta noche estaré en el bar del Grand Hotel. Es muy divertido. Hay muchos forasteros, a lo mejor encuentra compatriotas.

Le digo:

—Sí, quizá vaya.

Cojo inmediatamente el trenecillo rojo para volver a casa, a mi ciudad.

Cuando vuelvo, al cabo de un mes, la chica ya no es tan amable, me timbra el pasaporte sin decir palabra; la tercera vez me advierte secamente que ya no será posible una cuarta prórroga.

Al final del verano apenas me queda dinero, me veo obligado a hacer economías. Compro una armónica y toco en las tabernas como en mi infancia. Los clientes me invitan a beber. En cuanto a comer, me contento con la sopa de verduras de la librera. En septiembre y octubre ya ni siquiera tengo dinero para pagar el alquiler. La librera no me lo reclama, sigue limpiando, lavándome la ropa, trayéndome la sopa.

No sé cómo voy a arreglármelas, pero no quiero volver al otro país, tengo que quedarme aquí, tengo que morirme aquí, en esa ciudad.

Los dolores no han vuelto a reaparecer desde que estoy aquí, pese al consumo exagerado de alcohol y tabaco.

El 30 de octubre celebro mi cumpleaños en una de las tabernas más populares de la ciudad con mis compañeros de copas. Todos me invitan a beber. Hay parejas que bailan al son de mi armónica. Algunas mujeres me abrazan. Estoy borracho. Empiezo a hablar de mi hermano, como siempre que bebo demasiado. Toda la gente de la ciudad conoce mi historia: busco a mi hermano, con quien viví en esa ciudad hasta los quince años. Tengo que encontrarlo aquí, lo espero, sé que volverá cuando se entere de que he venido del extranjero.

Todo es mentira. Sé perfectamente que en esta ciudad, en casa de la abuela, yo vivía solo, que ya entonces imaginaba que éramos dos, mi hermano y yo, para hacer soportable la insoportable soledad.

La taberna se calma un poco hacia las doce de la noche. Ya he dejado de tocar, sólo bebo.

Un viejo harapiento se sienta frente a mí. Bebe de mi vaso.

Dice:

—Os recuerdo muy bien a los dos. A tu hermano y a ti.

No digo nada. Otro hombre, más joven, me trae una botella de vino y la deja en la mesa. Pido un vaso limpio. Bebemos.

El más joven me pregunta:

—¿Qué me das si encuentro a tu hermano?

Le digo:

—He terminado el dinero.

Se echa a reír.

—Pero puedes decir que te lo manden del extranjero. Todos los extranjeros son ricos.

—Yo no. Ni siquiera te puedo invitar a una copa.

Dice:

—No importa. Te invito a otra botella.

La camarera trae el vino, dice:

—Ésta será la última. Ya no les voy a servir más. Como no cerremos, vamos a tener líos con la policía.

El viejo sigue bebiendo a nuestro lado, diciendo de cuando en cuando:

—Y tanto que os conocía, a los dos, menudos tíos erais entonces. Sí, sí.

El más joven me dice:

—Sé que tu hermano está escondido en el bosque. Alguna vez lo he visto de lejos. Vive como un animal salvaje. Se viste con mantas militares y va descalzo, incluso en invierno. Se alimenta de hierbas, raíces, castañas y bichos. Tiene los cabellos largos y grises, la barba también gris. Lleva un cuchillo y cerillas, fuma cigarrillos que él mismo se lía, lo que demuestra que a veces, de noche, viene a la ciudad. A lo mejor las chicas que están al otro lado del cementerio, las que venden su cuerpo, lo conocen. Una, por lo menos. A lo mejor lo recibe en secreto y le da lo que le haga falta. Se podría organizar una batida. Si participamos todos, podríamos acorralarlo.

Me levanto, le pego.

—¡Mentiroso! No es mi hermano. Si quieres acorralar a alguien no cuentes conmigo.

Vuelvo a pegarle, cae de la silla. Vuelco la mesa, continúo gritando:

—¡Ése no es mi hermano!

La camarera sale a la calle y grita:

—¡Policía! ¡Policía!

Alguien debe de haber llamado por teléfono porque la policía llega al momento. Dos policías. A pie. En la taberna se hace el silencio. Uno de los policías pregunta:

—¿Qué pasa? Ya hace rato que esto tendría que estar cerrado.

El hombre al que he pegado se queja:

—Me ha golpeado.

Varias personas me señalan con el dedo.

—Ha sido él.

El policía levanta al hombre.

—¡Deja ya de quejarte! No te pasa nada. Estás trompa, como siempre. Mejor que te vayas a casa. Todos tendríais que estar en casa.

Se vuelve a mí.

—A usted no lo conozco. Déjeme ver sus papeles.

Intento escapar, pero los que me rodean me lo impiden. El policía hurga en mis bolsillos, encuentra mi pasaporte. Lo examina detenidamente, dice a su compañero:

—El visado está caducado. Desde hace varios meses. Tendremos que llevárnoslo.

Me resisto, pero me ponen las esposas y me llevan a la calle. Me tambaleo, me cuesta andar, me sostienen casi hasta la comisaría. Allí me quitan las esposas, me acuestan en una cama y me dejan, cerrando la puerta tras ellos.

Al día siguiente por la mañana un oficial de policía me somete a interrogatorio. Es joven, tiene los cabellos rojizos y la cara cubierta de pecas.

Me dice:

—No tiene derecho a permanecer en nuestro país. Tiene que marcharse.

Le digo:

—No tengo dinero para el tren. No me queda nada de dinero.

—Voy a ponerme en comunicación con su embajada. Lo repatriarán.

Digo:

—No quiero marcharme. Tengo que encontrar a mi hermano.

El agente se encoge de hombros.

—Puede volver cuando quiera. Incluso puede instalarse aquí definitivamente, pero hay unas normas. En su embajada se las explicarán. En cuanto a su hermano, me ocuparé de hacer averiguaciones. ¿Tiene algún dato que pueda ayudarnos?

—Sí, tengo un manuscrito escrito de su puño y letra. Está sobre la mesa del salón del piso donde vivo, el que está sobre la librería.

—¿Y cómo ha llegado a sus manos ese manuscrito?

—Una persona lo dejó a mi nombre en la recepción del hotel.

Dice:

—Curioso, muy curioso.

Una mañana de noviembre me convocan al despacho del oficial. Me dice que lo siente, me tiende mi manuscrito.

—Tenga, se lo devuelvo. Es una cosa literaria y su hermano no pincha ni corta en el asunto.

Nos quedamos callados. La ventana está abierta. Llueve, hace frío. Por fin el oficial habla:

—En los archivos de la ciudad tampoco hemos encontrado nada que haga referencia a usted.

Digo:

—Naturalmente. La abuela no me mandó registrar. No fui nunca a la escuela. Pero sé que nací en la capital.

—Los archivos de la capital fueron totalmente destruidos por los bombardeos. Lo vendrán a buscar a las dos.

Lo ha dicho muy aprisa.

Escondo las manos debajo de la mesa porque me tiemblan.

—¿A las dos? ¿Hoy?

—Sí, lo siento. Es muy repentino. Se lo repito: usted puede volver cuando quiera. Puede volver con carácter definitivo. Hay muchos emigrados que lo han hecho. Actualmente nuestro país pertenece al mundo libre. Pronto ya no tendrá necesidad de visado.

Le digo:

—Para mí será demasiado tarde. Padezco una enfermedad del corazón. Si he vuelto ha sido porque quería morir aquí. En cuanto a mi hermano, a lo mejor ni siquiera ha existido.

El agente dice:

—Sí, eso quería decirle. Si sigue contando historias sobre su hermano, se figurarán que está loco.

—¿Usted también lo cree?

Mueve la cabeza.

—No, lo que yo creo es que confunde la realidad con la literatura. Con su literatura. También creo que ahora debe volver a su país, reflexionar un tiempo y volver aquí después. Definitivamente, tal vez. Es lo que le deseo, para su bien y para el mío.

—¿Lo dice por nuestras partidas de ajedrez?

—No sólo por esto.

Se levanta, me tiende la mano.

—No estaré aquí cuando usted se vaya. Me despido ahora. Vuelva a su celda.

Vuelvo a mi celda. Mi guardián me dice:

—Parece que se va hoy.

—Sí, eso parece.

Me acuesto en la cama, espero. A mediodía llega la librera con su potaje. Le digo que tengo que marcharme. Se echa a llorar. Saca un jersey del bolso y me dice:

—Le he hecho ese jersey. Póngaselo. Hace frío.

Me pongo el jersey, digo:

—Gracias. Todavía le debo dos meses de alquiler. Espero que la embajada se los pague.

Dice ella:

—¡No tiene importancia! Volverá, ¿verdad?

—Procuraré.

Se marcha llorando. Tiene que abrir la tienda.

Estamos sentados en la celda, mi guardián y yo. Dice:

—Se me hace extraño pensar que mañana ya no estará. Pero seguramente volverá. Entretanto, borro la pizarra.

Digo:

—No, no lo haga. No borre nada. Le pagaré lo que le debo cuando lleguen los de la embajada.

Dice:

—No, no era más que una diversión. Solía hacer trampa.

—¡Vaya, por eso me ganaba siempre!

—No se lo tome a mal, me resulta imposible no hacer trampa.

Aspira con la nariz, se suena.

—Mire, si tengo un niño le pondré el nombre de usted.

Le digo:

—Póngale mejor el nombre de mi hermano, Lucas. Yo estaría más contento.

Se queda pensativo.

—¿Lucas? Sí, el nombre está bien. Lo hablaré con mi mujer. Quizá no se oponga. De todos modos, ella no tiene palabra en el asunto. En casa mando yo.

—Estoy convencido.

Un policía viene a buscarme a la celda. Salimos al patio, el guardián y yo. Hay un hombre bien vestido, con sombrero, corbata, paraguas. Las losas del patio relucen bajo la lluvia.

El de la embajada dice:

—Nos espera un coche. Ya he pagado sus deudas.

Habla en una lengua que yo no debería comprender y que, sin embargo, comprendo. Indico a mi guardián.

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