Se deslizó por el borde de la estrella. Tenía razón, era un cubo. La luz que había en la habitación era demasiado tenue para poder ver bien lo que hacían las otras escuadras, pero creyó adivinar que se desplegaban. Al parecer, no habían tenido tiempo de aventajarse, en esa ocasión. Informó rápidamente de esto a Ducheval, quien se lo repitió a Ender mientras Bean actuaba. Sin duda, Ender empezaría a sacar al resto de la escuadra de inmediato, antes de que se agotara el tiempo.
Bean se lanzó directo desde el techo. Sobre él, su pelotón aseguraba el otro extremo de la cuerda, para que se soltara adecuadamente y se detuviera con brusquedad.
A Bean le disgustó el golpe que sintió en el estómago cuando el cable se tensó, pero tenía algo de emocionante ese aumento de velocidad. Sin embargo, de repente se movió hacia el sur. Pudo ver los distantes destellos del enemigo disparándole. Sólo soldados de una mitad de la zona enemiga disparaban.
Cuando el cable alcanzó el siguiente borde del cubo, su velocidad aumentó otra vez y se elevó en un arco que, por un momento, pareció que iba a hacerle rozar contra el techo. Entonces el último borde se ancló, pasó tras la estrella y fue recogido diestramente por su pelotón. Bean agitó brazos y piernas para comprobar que no les había ocurrido nada. Podía imaginar lo que estaría pensando el enemigo sobre sus mágicas maniobras en el aire. Lo que importaba era que Ender no había atravesado la puerta. El tiempo debía de haberse agotado ya.
Ender entró solo. Bean lo informó lo más rápidamente posible.
—Hay poca luz, pero la suficiente para no poder seguir a la gente fácilmente por las luces de sus trajes. Las peores condiciones visuales posibles. Todo es espacio abierto desde esta estrella al lado enemigo de a sala. Alrededor de su puerta tienen ocho estrellas formando un cuadrado. No veo a nadie excepto a los que se asoman tras las cajas. Están allí a la expectativa.
En la distancia, oyeron al enemigo burlarse.
—¡Eh! ¡Tenemos hambre, venid a darnos de comer! ¡Tenéis el culo marrón! ¡Tenéis el culo Dragón!
Bean continuó su informe, pero no tenía ni idea de si Ender le escuchaba.
—Me dispararon desde sólo la mitad de su espacio. Lo que significa que los dos comandantes no se han puesto de acuerdo y que ninguno tiene el mando supremo.
—En una guerra de verdad —declaró Ender—, cualquier comandante con cerebro se retiraría y salvaría a su ejército.
—Qué demonios —dijo Bean—. Es sólo un juego.
—Dejó de ser un juego cuando se cargaron las normas. Aquello no iba bien, pensó Bean. ¿De cuánto tiempo disponías para que su escuadra atravesara las puertas?
—Entonces cárgatelas tú también.
Miró a Ender a los ojos, exigiendo que despertara, que prestara atención, que
actuara
.
La mirada inexpresiva se borró del rostro de Ender. Sonrió. Fue magnífico ver eso.
—Muy bien. Por qué no. Veamos cómo reaccionan a una formación.
Ender empezó a llamar al resto de la escuadra para que atravesara la puerta. Iban a estar un poco apretujados en lo alto de aquella estrella, pero no había ninguna elección.
Resultó que el plan de Ender era utilizar otra de las ideas estúpidas de Bean, una de las que le había visto practicar con su pelotón. Una formación en pantalla de soldados congelados, controlados por el pelotón de Bean, que permaneció sin congelar detrás de ellos. Tras haberle dicho a Bean lo que quería que hiciera, Ender se unió a la formación como soldado y dejó que Bean lo organizara todo.
—Es tu espectáculo —dijo.
Bean no esperaba que Ender fuera a hacer una cosa así, pero tenía sentido. Lo que Ender quería era no librar esta batalla y permitirse ser parte de una pantalla de soldados congelados, dejar la batalla a otro era lo más parecido a hacerse a un lado.
Bean se puso a trabajar de inmediato, construyendo la pantalla en cuatro partes, cada una de un batallón. Los batallones A, B y C se alinearon en columnas de cuatro por tres, los brazos entrelazados con hombres que tenían al lado, la fila superior de tres con los pies bajo los brazos de los cuatro soldados de abajo. Cuando todos estuvieron bien sujetos, Bean y su pelotón los congelaron. Entonces cada uno los hombres de Bean se agarró a una sección de la pantalla y, procurando moverse muy despacio para que a causa de la inercia la pantalla no quedase fuera de control, salieron de la estrella y bajaron lentamente hasta situarse debajo de ella. Entonces todo el pelotón de Bean se unió de nuevo en una sola pantalla.
—¿Cuándo habéis ensayado esto? — preguntó Dumper, el jefe del batallón E.
—Nunca lo hemos hecho antes —respondió sinceramente Bean—. Hemos hecho maniobras y enlaces con pantallas de un solo hombre, pero ¿con siete? Es una novedad para nosotros.
Dumper se echo a reír.
—Y allí está Ender, agarrado a la pantalla como todo el mundo. Eso es confianza, Bean, viejo amigo.
Eso es desesperación, pensó Bean. Pero no sintió la necesidad de comentarlo en voz alta.
Cuando todo estuvo preparado, el batallón E se colocó en posición tras la pantalla y, siguiendo las órdenes de Bean, empujaron con toda la fuerza posible.
La pantalla voló hacia la puerta enemiga. El fuego enemigo, aunque era intenso, sólo alcanzaba a los soldados congelados que ocupaban las primeras posiciones. El batallón E y el pelotón de Bean siguieron avanzando, muy despacio, pero lo suficiente para que ningún disparo perdido los alcanzara. Y consiguieron devolver algún disparo, con lo que eliminaron a algunos soldados enemigos y los obligaron a permanecer a cubierto.
Cuando Bean calculó que no podrían llegar más lejos antes de que Grifo o Tigre lanzaran un ataque, dio la orden y su batallón se separó; haciendo que las cuatro secciones de la pantalla también se separaran y se movieran ligeramente, y el resultado fue que cayeron hacia las esquinas de las estrellas donde estaban congregados Grifos y Tigres. El batallón E acompañó a las pantallas, disparando como locos, tratando de compensar su reducido número.
A la cuenta de tres, los cuatro miembros del batallón de Bean que acompañaban a cada pantalla empujaron de nuevo; esta vez apuntando hacia el centro y abajo, de forma que se reunieron con Bean y Ducheval, impulsándose hacía la puerta enemiga.
Mantuvieron los cuerpos rígidos, sin disparar ni un tiro, y funcionó. Todos eran pequeños: iban claramente a la deriva, sin moverse para ningún propósito concreto. Los enemigos pensaron que eran soldados congelados, si llegaron a advertirlos. Unos cuantos fueron alcanzados parcialmente por disparos perdidos, pero ni siquiera bajo el fuego se movieron, y el enemigo pronto dejó de hacerles caso.
Cuando llegaron a la puerta enemiga, lentamente, sin decir palabra, Bean hizo que cada uno de los cuatro colocara el casco en su sitio en las esquinas de la puerta. Apretaron, igual que en el ritual del final del juego, y Bean empujó a Ducheval, haciendo que atravesara la puerta mientras Bean saltaba otra vez hacia arriba.
En ese momento se encendieron las luces de la sala de batalla. Todas las armas quedaron desconectadas. La batalla había terminado.
Grifos y Tigres tardaron un momento en advertir qué había pasado. Dragón sólo tenía unos pocos soldados que no estuvieran congelados o inutilizados, mientras que Grifo y Tigre estaban principalmente intactos, pues habían desarrollado estrategias conservadoras. Bean sabía que si alguno de ellos hubiera sido agresivo, la estrategia de Ender no habría funcionado. Pero al haber visto a Bean volar alrededor de la estrella, haciendo lo imposible, y luego su extraña maniobra de pantalla al acercarse tan despacio, se sintieron intimidados y no actuaron. La leyenda de Ender era tan grande que no se atrevieron a comprometer sus fuerzas por miedo a caer en una trampa. Sólo que… ésa era la trampa.
El mayor Anderson entró en la sala por la puerta de los profesores.
—Ender —gritó.
Ender estaba congelado: sólo pudo responder gruñendo con las mandíbulas apretadas. Era un sonido que los comandantes victoriosos rara vez tenían que hacer.
Mediante el gancho, Anderson voló hacia Ender y lo descongeló. Bean estaba a media sala de distancia, pero oyó las palabras de Ender, tan claro fue su discurso, tan silenciosa estaba la sala.
—He vuelto a derrotarlo, señor.
Los miembros del batallón de Bean lo miraron, preguntándose sin duda si estaba resentido porque Ender reclamaba el crédito por una victoria que había sido orquestada y ejecutada enteramente por Bean. Pero Bean comprendió lo que estaba diciendo Ender. No hablaba de la victoria sobre las escuadra Grifo y Tigre. Hablaba de una victoria sobre los profesores. Y esa victoria fue la decisión de entregar su escuadra a Bean y quitarse de en medio. Si pensaban someter a Ender a la prueba definitiva, haciéndole combatir a dos escuadras después una pelea personal por su supervivencia en los lavabos, los derrotó: había evitado la prueba.
Anderson también entendió lo que decía Ender.
—Tonterías, Ender —dijo. Hablaba en voz baja, pero la sala esta ba tan silenciosa que también pudieron oírse sus palabras—. Tu batalla fue contra Grifos y Tigres.
—¿Tan estúpido cree que soy? — dijo Ender.
Bien dicho, pensó Bean.
Anderson se dirigió a todo el grupo.
—Después de esa pequeña maniobra, las reglas serán revisadas para que todos los soldados enemigos estén congelados o inutilizados antes de que la puerta pueda abrirse.
—¿Reglas? — murmuró Ducheval mientras volvía a entrar. Bean le sonrió.
—Sólo podía funcionar una vez, de todas formas —dijo Ender.
Anderson le tendió el gancho a Ender. En vez de descongelar a sus soldados uno a uno, y luego al enemigo, Ender introdujo la orden que los descongelaba a todos a la vez, y luego le devolvió el gancho a Anderson, quien lo tomó y se dirigió al centro, donde normalmente tenían lugar los rituales del final del juego.
—¡Eh! — gritó Ender—. ¿Qué será la próxima vez? ¿Mi escuadra en una jaula sin armas, contra todo el resto de la Escuela de Batalla? ¿Qué tal un poco de igualdad?
La mayoría de soldados se mostraron de acuerdo, y no todos procedían de la Escuadra Dragón. Pero Anderson no pareció prestar atención.
Fue William Bee, de la Escuadra Grifo, quien dijo lo que casi todos pensaban.
—Ender, sí tú estás en un bando de la batalla, no habrá igualdad, no importa cuáles sean las condiciones.
Los ejércitos expresaron su consentimiento, muchos de los soldados se rieron, y Talo Momoe, para no quedarse atrás, empezó a batir las palmas rítmicamente.
—¡Ender Wiggin! — gritó. Otros niños continuaron el cántico.
Pero Bean sabía la verdad. Sabía, en realidad, lo que sabía Ender. Que no importaba lo bueno que fuera un comandante, lo lleno de recursos, lo bien preparado que estuviera su ejército, lo excelentes que fueran sus lugartenientes, lo valiente y decisiva que fuera la pelea; la victoria casi siempre se la llevaba quien tenía más poder para causar daños. A veces David mata a Goliath, y la gente nunca lo olvida. Pero había un montón de gente pequeña a la que Goliath había aplastado antes. Nadie cantaba canciones sobre aquellas batallas, porque sabían era el resultado probable. No, era el resultado inevitable, excepto cuando había milagros.
Los insectores no sabrían ni les importaría lo legendario que fuera el comandante Ender para sus propios hombres. Las naves humanas no tenían ningún truco mágico como la estacha de Bean para deslumbrar a los insectores, para pillarlos desprevenidos. Ender lo sabía. Bean lo sabía. ¿Y si David no hubiera tenido una honda, un puñado de piedras, y tiempo para lanzarlas? ¿Deque le habría servido su buena puntería?
Era bueno, estaba bien que los soldados de las tres escuadras vitorearan a Ender. y entonaran su nombre cuando se dirigía a la puerta enemiga, donde le esperaban Bean y su pelotón. Pero en el fondo no significaba nada, excepto que todo el mundo depositaría demasiadas esperanzas en la habilidad de Ender. Aquello sólo haría aumentar su carga.
Yo llevaría parte de esa carga si pudiera, dijo Bean para sí. Como he hecho hoy, puedes entregármela y yo me encargaré de todo si puedo. No estás solo en esto.
Sólo que mientras lo pensaba, Bean supo que no era cierto. Si se podía hacer, Ender era quien tendría que hacerlo. Todos esos meses en que Bean se negó a ver a Ender, ocultándose de él, fueron porque no podía soportar el hecho de que Ender era lo que Bean sólo deseaba ser, la clase de persona en quien uno pone todas sus esperanzas, que puede disipar todos tus miedos, y no te abandona, no te traiciona.
Quiero ser el tipo de niño que tú eres, pensó Bean. Pero no quiero pasar por lo que tú has pasado para llegar hasta ahí.
Entonces, mientras Ender atravesaba la puerta y Bean lo seguía, recordó haberse puesto en la cola tras Poke o Sargento o Aquiles en las calles de Rotterdam, y casi se echó a reír mientras pensaba: yo tampoco quiero tener que pasar por lo que he pasado para llegar hasta aquí.
En el pasillo, Ender se marchó en vez de esperar a sus soldados. Pero no muy rápido, y pronto lo alcanzaron, lo rodearon, lo obligaron a detenerse. Sólo su silencio, su impasibilidad, impidió que dieran rienda suelta a su excitación.
—¿Práctica esta noche? — preguntó Crazy Tom.
Ender negó con la cabeza.
—¿Mañana por la mañana, entonces?
—No.
—Bueno, ¿cuándo?
—Nunca más, por lo que a mí respecta.
No todo el mundo lo había oído, pero los que sí lo hicieron empezaron a murmurar.
—Eh, eso no es justo —protestó un soldado del batallón B—. No es culpa nuestra que los profesores estén amañando el juego. No puedes dejar de enseñarnos cosas porque…
Ender asestó un golpe a la pared y le gritó al niño:
—¡Ya no me importa el juego!
Miró a los otros soldados, a los ojos, se negó a dejarlos fingir que no habían oído.
—¿Es que no lo comprendéis? El juego ha terminado.
Se marchó.
Algunos de los niños quisieron seguirlo, dieron unos cuantos pasos pero Hot Soup agarró a un par de ellos por el cuello de sus trajes refulgentes y dijo.
—Dejadlo en paz. ¿Acaso no veis que quiere estar solo?
Claro que quiere estar solo, pensó Bean. Ha matado a un niño, y aunque no sepa el resultado, es consciente de lo que estaba en juego. Los profesores estaban dispuestos a dejar que se enfrentara a la muerte sin ayuda. ¿Por qué querría seguir jugando con ellos? Bien por ti, Ender.