Pero lo cierto es que no esperaba hacerlo mejor, y en vez de luchar contra el giro, se calmó y ejecutó su rutina antináuseas, relajándose hasta que alcanzó una pared y tuvo que prepararse para el impacto. No aterrizó cerca de uno de los asideros y tampoco se encontraba de la forma correcta para agarrarse a nada. Así que rebotó, pero esta vez voló con un poco más de estabilidad, y acabó en el techo muy cerca de la pared del fondo. Tardó menos tiempo que algunos en llegar al sitio donde los demás se congregaban, alineados a lo largo del suelo bajo la puerta central de la pared del fondo: la puerta enemiga.
Wiggin voló tranquilamente por los aires. Como tenía un garfio, durante las prácticas podía maniobrar en el aire de maneras que a los soldados les resultaba imposible; sin embargo, durante la batalla, el garfio sería inútil, así que los comandantes tenían que asegurarse de que sabían moverse sin el control extra que proporcionaba. Bean advirtió con alegría que "Wiggin no parecía utilizar el garfio para nada. Navegó de lado; luego agarró un asidero del suelo a unos diez pasos de la pared del fondo y se quedó colgando en el aire. Boca abajo.
Tras fijar su mirada en uno de ellos, Wiggin exigió:
—¿Por qué estás boca abajo, soldado?
Inmediatamente, algunos de los otros soldados empezaron a ponerse boca abajo como Wiggin.
—¡Atención! — ladró Wiggin. Todo movimiento cesó—. ¡Repreguntado por qué estás boca abajo!
A Bean le sorprendió que el soldado no respondiera, ¿Había olvidado lo que hizo el profesor de la lanzadera cuando venían de camino? ¿La desorientación deliberada? ¿O era algo que sólo hacía Dimak?
—¡Pregunto por qué todos vosotros tenéis los pies en el aire y la cabeza hacia el suelo!
Wiggin no miró a Bean en particular, y ésa era una pregunta que Bean no quería responder. No podía saber qué respuesta en concreto buscaba Wiggin, ¿así que por qué abrir la boca sólo para cerrarla?
Fue un chico llamado Shame (la abreviatura de Seamus) quien habló por fin.
—Señor, ésta es la dirección en la que entramos por la puerta.
Buen trabajo, pensó Bean. Mejor que algún estúpido argumento de que no había ni arriba ni abajo en gravedad cero.
—¿Y qué diferencia hay? ¿Qué diferencia hay con la gravedad del pasillo?; ¿Vamos a luchar en el pasillo? ¿Hay gravedad aquí?
No, señor, murmuraron todos.
—A partir de ahora, olvidaos de la gravedad cada vez que entréis por esa puerta. La gravedad se ha acabado, ha desparecido. ¿Me entendéis? Sea cual sea vuestra gravedad cuando entréis por la puerta, recordad: la puerta del enemigo es
abajo
. Arriba está vuestra propia puerta. El norte está por ahí —señaló hacia lo que había sido el techo—, el sur está por ahí, el este es eso, el oeste está… ¿por donde?
Ellos señalaron.
—Eso es lo que esperaba —dijo Wiggin—, El único proceso que habéis dominado es el de eliminación, y el único motivo que lo explica es porque podéis hacerlo en el baño.
Bean observó, divertido. Así que Wiggin suscribía la escuela de entrenamiento básico sois—tan—estúpidos—que—me—necesitáis—para—que—os—limpie—el—culo. Bueno, tal vez era necesario. Uno de los rituales del entrenamiento. Aburrido de muerte, pero… privilegio del comandante.
Wiggin miró a Bean, pero sus ojos siguieron moviéndose.
—¡Qué circo he visto ahí fuera! ¿Llamáis a eso formar filas? ¿Llamáis a eso volar? Muy bien, saltad todos y formad en el techo. ¡Ahora mismo! ¡Moveos!
Bean sabía cuál era la trampa y se abalanzó hacia la pared por la que acababan de entrar antes de que Wiggin terminara de hablar siquiera. La mayoría de los otros niños también comprendieron cuál era la prueba, pero bastantes de ellos se lanzaron en la dirección equivocada: hacia la dirección que Ender había llamado norte en vez de la que había identificado como
arriba
. Esa vez Bean llegó por casualidad cerca de un asidero, y lo agarró con sorprendente facilidad. Lo había hecho antes en las prácticas de su grupo de salto, pero era tan pequeño que, al contrario de los demás, era bastante posible que aterrizara en un sitio donde no hubiera ningún asidero a su alcance. Sin lugar a dudas, tener los brazos cortos era una pega en la sala de batalla. En tramos cortos podía apuntar hacia un asidero y llegar con cierta precisión, pero saltando de un lado a otro tenía pocas esperanzas de lograrlo. Así que le pareció bien que esta vez, al menos, no pareciera un zopenco. De hecho, al haberse lanzado el primero, llegó el primero también.
Bean se dio la vuelta y vio que los que habían metido la pata tenían que hacer el largo y embarazoso segundo salto para reunirse con el resto de la escuadra. Se sorprendió un poco de quiénes eran algunos de los patosos. No prestar atención los podía convertir a todos en payasos, pensó.
Wiggin lo observaba de nuevo, y esta vez con conocimiento de causa.
—¡Tú! — exclamó Wiggin, mientras lo señalaba—. ¿Dónde es abajo?
Pero ¿no acababan de verlo?
—Hacia la puerta enemiga.
—¿Nombre, chico?
Venga ya, ¿de verdad que Wiggin no sabía quién era el niño bajito con las mejores notas de toda la maldita escuela? Bueno, si vamos a jugar al sargento duro y al recluta patoso, será mejor que siga el guión.
—El nombre de este soldado es Bean, señor.
—¿Te llaman así por tu tamaño o por tu cerebro?
Algunos de los otros soldados se rieron. Pero no muchos. Ellos sí conocían la reputación de Bean. Para ellos ya no resultaba divertido que fuera tan pequeño: era embarazoso que un niño tan chico pudiera obtener notas perfectas en las pruebas donde había preguntas que ellos ni siquiera comprendían.
—Bien, Bean, tienes razón en dos cosas —Wiggin incluyó ahora a todo el grupo mientras se enzarzaba en una filípica sobre cómo atravesar la puerta con los pies por delante te convertía en un blanco mucho más pequeño para el enemigo. De este modo, le resultaba más difícil alcanzarte y congelarte—. ¿Qué sucede cuando te congelan?
—No puedes moverte —respondió alguien.
—Eso es lo que significa congelado—dijo Wiggin—. Pero ¿qué es lo que te ocurre?
En opinión de Bean, Wiggin no había planteado la pregunta con suficiente claridad, y no tenía sentido prolongar la agonía mientras los demás lo descubrían. Así que habló.
—Continúas en la dirección con la que empezaste. A la velocidad a la que ibas cuando te alcanzaron.
—Eso es —dijo Wiggin—. ¡Vosotros cinco, los del fondo, moveos!
Señaló a cinco soldados, quienes pasaron tanto rato mirándose unos a otros para asegurarse qué cinco eran que Wiggin tuvo tiempo de dispararles a todos, congelándolos en su sitio. Durante las prácticas, tardabas unos minutos en descongelarte, a menos que el comandante utilizara su gancho para descongelarlos antes.
—¡Los otros cinco, moveos!
Siete niños se movieron de inmediato: no hubo tiempo para contar. Wiggin les disparó tan rápido como a los de antes, pero como ya se habían lanzado, siguieron moviéndose a buen ritmo hacia las paredes a las que se dirigían.
Los primeros cinco flotaban en el aire cerca del lugar donde habían sido congelados.
—Mirad a esos supuestos soldados. Su comandante les ordenó que se movieran, y miradlos ahora. No sólo están congelados, sino que están congelados aquí mismo, donde pueden ponerse en medio. Mientras que los demás, porque se movieron cuando se les ordenó, están congelados ahí abajo, entorpeciendo el movimiento enemigo, bloqueando su visión. Imagino que unos cinco de vosotros habréis comprendido el argumento.
Todos lo comprendemos, Wiggin, pensó Bean. No es que traigan a nadie estúpido a la Escuela de Batalla. No puedes decir que no te haya escogido a la mejor escuadra posible.
—Y sin duda Bean es uno de ellos. ¿Verdad, Bean?
Bean apenas podía creer que Wiggin lo señalara otra vez.
Me está utilizando para avergonzar a los demás sólo porque soy pequeño. El pequeñajo sabe las respuestas, así que por qué vosotros no, grandullones.
Pero claro, Wiggin no se da cuenta todavía. Cree que tiene una escuadra de novatos incompetentes y rechazados. No ha tenido una oportunidad de ver que cuenta con un grupo selecto. Así que piensa que soy el más ridículo de tan triste patulea. Ha descubierto que no soy idiota, pero sigue dando por hecho que los otros lo son.
Wiggin mantenía los ojos fijos en él. Ah, sí, le había formulado una pregunta.
—Verdad, señor —dijo Bean.
—Entonces, ¿cuál es el argumento?
Debía escupirle de vuelta exactamente lo que les acababa de decir.
—Cuando se os ordene moveos, moveos rápido, para que si os congelan rebotéis por ahí en vez de entorpecer las operaciones de nuestra escuadra.
—Excelente. Al menos tengo un soldado que se entera de las cosas.
Bean se sentía disgustado. ¿Éste era el comandante que se suponía que iba a convertir a la Dragón en una escuadra legendaria? Se suponía que Wiggin iba a ser el alfa y omega de la Escuela de Batalla, y está jugando a convertirme en el chivo expiatorio. Wiggin ni siquiera se ha interesado por nuestras notas, no ha discutido de sus soldados con los profesores. Si lo hubiera hecho, ya sabría que soy el niño más listo de la escuela. Todos los demás lo saben. Por eso se miran cortados unos a otros. Wiggin está revelando su propia ignorancia.
Bean se percató de que Wiggin parecía advertir el disgusto de sus propios soldados. Fue sólo un parpadeo, pero finalmente Wiggin quizás se había dado cuenta de que su plan para divertirse a costa del mas débil se volvía en contra suya. Porque por fin continuó con el entrenamiento. Les enseñó a arrodillarse en el aire (incluso disparándose a las piernas para inmovilizarlas) y luego a disparar entre las rodillas mientras caían hacia el enemigo, de forma que las piernas se convertían en un escudo que absorbía el fuego y les permitía disparar al descubierto durante períodos de tiempo más largos. Una buena táctica, y Bean finalmente empezó a pensar que Wiggin tal vez no sería un comandante desastroso después de todo. Podía sentir que los otros respetaban por fin a su nuevo comandante.
Cuando comprendieron eso, Wiggin se descongeló a sí mismo y a los soldados que había congelado en la demostración.
—Bien —dijo—, ¿donde está la puerta enemiga?
—¡Abajo! — respondieron todos.
—¿Y cuál es nuestra posición de ataque?
Oh, vaya, pensó Bean, como si todos pudiéramos dar una explicación al unísono. La única manera de responder era demostrarlo, así que Bean se separó de la pared, lanzándose hacía el otro lado mientras disparaba por entre las rodillas. No lo hizo a la perfección (experimentó un poco de rotación en la caída) pero en conjunto, no estuvo mal para ser su primer intento de maniobra.
En ese momento, oyó que Wiggin gritaba a los demás:
—¿Es que Bean es el único que sabe cómo hacerlo?
Para cuando Bean llegó a la otra pared, el resto de la escuadra caía hacia él, gritando como si atacaran. Sólo Wiggin permaneció en el techo. Bean advirtió, divertido, que estaba orientado allí de la misma manera que en el pasillo: la cabeza al «norte», el antiguo «arriba». Puede que supiera la teoría, pero en la práctica resultaba difícil olvidarse de la gravedad. Bean se había encargado de orientarse de lado, la cabeza al oeste. Y los soldados que se le acercaban hicieron lo mismo, orientándose a partir de él. Si Wiggin se dio cuenta, no dijo nada.
—¡Ahora volved aquí, y atacadme todos!
Inmediatamente su traje refulgente se encendió con el fuego de cuarenta armas que le disparaban. Toda la escuadra convergía hacia él.
—Ay —gimió Wiggin cuando llegaron—. Me habéis dado.
La mayoría se echó a reír.
—Bien, ¿para qué sirven vuestras piernas, en combate?
Para nada, dijeron algunos niños.
—Bean no piensa así —dijo Wiggin.
Así que no va a dejarme en paz ni siquiera ahora. Bueno, ¿qué es lo quiere oír? Alguien murmuró «escudos», pero Wiggin no contestó así que debía de tener otra respuesta en mente.
—Son la mejor forma para impulsarnos en las paredes —dedujo Bean.
—Eso es.
—Venga ya, el impulso es movimiento, no combate —dijo Crazy Tom y unos cuantos se mostraron de acuerdo.
Oh, bueno, aquí empieza otra vez, pensó Bean. Crazy Tom va a enzarzase en una discusión estúpida con el comandante, quien se cabrea con él y…
Pero Wiggin no se molestó por la corrección que hizo Crazy Tom. Tan sólo lo corrigió a su vez, con amabilidad.
—No hay combate sin movimiento. Ahora bien, con las piernas congeladas así, ¿podéis impulsaros en las paredes?
Bean no tenía ni idea. Los demás tampoco.
—¿Bean? — preguntó Wiggin. Naturalmente.
—Nunca lo he intentado, pero tal vez si te vuelves hacia la pared y te doblas por la cintura…
—Sí, pero no. Observadme. Estoy de espaldas a la pared, con las piernas congeladas. Como estoy arrodillado, mis pies están contra la pared. Normalmente, cuando te impulsas tienes que hacerlo hacia abajo, así que todo tu cuerpo se tensa como un muelle
3
, ¿de acuerdo?
El grupo se rió. Por primera vez, Bean advirtió que quizás Wiggin no era tan tonto al lograr que todo el grupo se riera del pequeño. Tal vez sabía perfectamente que Bean era el más listo de todos, y se había referido a él como ejemplo para así poder controlar todo el resentimiento que los demás niños sentían hacía él. Wiggin pretendía, pues, que los demás niños pensaran que estaba bien reírse de Bean, despreciarlo aunque fuera listo.
Felicidades, Wiggin. Destruye la efectividad de tu mejor soldado, asegúrate de que no lo respeta nadie.
Sin embargo, era más importante aprender lo que enseñaba Wiggin que molestarse por el método que empleaba. Así que Bean prestó toda su atención mientras Wiggin demostraba cómo se podía despegar uno de la pared con las piernas inmovilizadas. Advirtió que Wiggin giraba deliberadamente. De esa forma sería más difícil disparar mientras volaba, pero también sería más difícil que un enemigo distante concentrara suficiente luz en ninguna parte de él para matarlo.
Puede que yo esté fastidiado, pero eso no significa que no pueda aprender.
Fue una práctica larga y agotadora, en la que ensayaron una y otra vez nuevas habilidades. Bean advirtió que Wiggin no estaba dispuesto a dejarles que aprendieran cada técnica por separado. Tenían que hacerlo todo a la vez, integrarlo en movimientos suaves y continuos. Como si bailáramos, pensó Bean. No aprendes a disparar y luego aprendes a lanzarte y luego a hacer un giro controlado: aprendes a lanzar—disparar—girar.