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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

La sombra de Ender (13 page)

BOOK: La sombra de Ender
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Lo único que Bean tenía en mente aquel primer día en la Escuela de Batalla era sobrevivir. Nadie lo ayudaría: eso quedó claro en la pequeña charada que Dimak pronunció en la lanzadera. Le estaban preparando una encerrona para acorralarle… ¿qué? Rivales en el mejor de los casos, enemigos en el peor. De modo que era otra vez la calle. Bueno, mejor. Bean había sobrevivido en las calles. Y habría seguido sobreviviendo, aunque sor Carlotta no lo hubiera encontrado. Incluso Pablo… Bean lo habría conseguido aunque Pablo, el conserje, no lo hubiera encontrado en el lavabo del sitio limpio.

Así que vigiló. Escuchó. Tenía que aprender todo lo que los otros aprendieran, incluso mejor que ellos. Y además, tenía que aprender lo que los otros ignoraran: los trabajos del grupo, los sistemas de la Escuela de Batalla. Cómo se llevaban los maestros entre sí. En quién recaía el poder. Quién temía a quién. Cada grupo tenía sus jefes, sus pardillos, sus rebeldes, sus pelotas. Cada grupo tenía sus lazos fuertes y los débiles, amistades e hipocresías. Mentiras dentro de un círculo de mentiras, y éstas, a su vez, dentro de otro. Y Bean tenía que encontrarlas todas, tan pronto como le fuera posible, para averiguar cuáles eran los espacios en los que podría sobrevivir.

Los llevaron a los barracones, y les dieron camas, taquillas, pequeñas consolas portátiles que no eran más sofisticadas que la que había utilizado cuando estudiaba con sor Carlotta. Algunos de los niños empezaron a jugar inmediatamente con ellas, tratando de programarlas o de explorar los juegos que tenían dentro, pero Bean no mostró ningún interés. El sistema informático de la Escuela de Batalla no era una persona; dominarlo sería útil a la larga, pero en ese momento era irrelevante. Lo que Bean tenía que descubrir era todo lo que había fuera de los barracones de los novatos.

El lugar al que pronto fueron. Llegaron por la «mañana», según el horario espacial, cosa que, para malestar de muchos europeos y asiáticos, significaba la hora de Florida, ya que las primeras estaciones habían sido controladas desde allí. Para los chavales, que habían sido lanzados desde Europa, era por la tarde, y eso significaba que tendrían un serio problema de desorientación horaria. Dimak explicó que la cura para eso era realizar duros ejercicios físicos y luego echar una siestecita (no más de tres horas) a primeras horas de la tarde; después tendrían otra tanda de ejercicios físicos, más que suficientes para que esa noche cayeran en la cama agotados a la hora que se acostaban los otros estudiantes.

Formaron una fila en el pasillo.

—Verde marrón verde —dijo Dimak, y les mostró cómo aquellas líneas en las paredes del pasillo siempre los conducirían de regreso a los barracones. A Bean lo expulsaron varias veces de la fila, y acabó el último. No le importó; los empujones no hacían sangre ni dejaban magulladuras, y ser el último en la fila significaba que tenía el mejor lugar para observar.

Otros niños desfilaron por el pasillo, a veces solos, otras en parejas o tríos, la mayoría con uniformes de colores brillantes y de una gran variedad de diseños. Una vez pasaron ante un grupo entero vestido igual, y con cascos y extravagantes armas al cinto, corriendo a una velocidad que a Bean le pareció sospechosa. Son una banda, pensó. Y se dirigen a una pelea.

Resultaba imposible no advertir a los niños nuevos que recorrían el pasillo y los miraban asombrados. De inmediato, hubo burlas.

—¡Novatos!

—¡Carne fresca!

—¿Quién se ha hecho caca en el pasillo y no la ha limpiado?

—¡Incluso huelen a estúpido!

Pero eran puyas inofensivas, niños mayores que aseguraban su supremacía. No era nada más que eso. En realidad, no evidenciaban ninguna actitud hostil, sino más bien afectuosa. Recordaban cuando ellos fueron también novatos.

Algunos de los novatos que iban en fila delante de Bean se sintieron ofendidos y respondieron con algunos insultos patéticos y vagos, lo cual sólo causó más abucheos y burlas por parte de los otros niños. Bean había visto a chavales más grandes y mayores que odiaban a los más jóvenes porque les hacían la competencia a la hora de buscar comida, y los expulsaban, sin importarles que eso pudiera provocar la muerte de los pequeños. A él le habían propinado golpes de verdad, con el único objeto de hacerle daño. Había visto crueldad, explotación, saña, asesinato. Estos otros niños no reconocían el amor cuando lo veían.

Lo que Bean quería saber era cómo estaba organizada esa banda, quién la dirigía, cómo lo elegían, para qué servía la banda. El hecho de que tuvieran su propio uniforme significaba que ostentaban un estatus oficial. Así que eso implicaba que los adultos estaban al mando: era justo lo contrario de la forma en que se organizaban las bandas en Rotterdam, donde los adultos trataban de disolverlas, donde los periódicos las calificaban de conspiraciones criminales en vez de patéticas ligas por la supervivencia.

Eso era, realmente, la clave. Todo lo que los niños hacían aquí estaba conformado por los adultos. En Rotterdam, los adultos eran hostiles, despreocupados o, como Helga con su comedor de caridad, en el fondo carecían de poder. Así que los niños podían moldear su propia sociedad sin interferencias. Todo se basaba en la supervivencia, en conseguir suficiente comida sin que te matasen, te lastimaran o acabaras enfermando. Aquí había cocineros y doctores, ropas y camas. El poder no radicaba en tener acceso a la comida, sino en lograr la aprobación de los adultos.

Eso era lo que significaban aquellos uniformes. Los adultos los elegían, y los niños los llevaban porque los adultos hacían que, de algún modo, mereciera la pena.

Por tanto, la clave de todo estaba en comprender a los maestros.

Todo esto pasó por la mente de Bean, no a modo de discurso, sino como una comprensión clara y casi inmediata de que aquel grupo no poseía autoridad alguna, comparado con el poder de los profesores, antes de que los niños de uniforme lo alcanzaran. Cuando vieron a Bean, tan diminuto comparado con los demás, se echaron a reír, abuchearon, silbaron.

—¡Ese no vale ni para mojón!

—¡Es increíble! ¡Si
anda
y todo!

—¿Dónde está el nene de su mamá?

—Pero ¿es
humano
?

Bean no les hizo ningún caso. Pero pudo sentir cómo disfrutaban los otros niños de la fila. Habían sido humillados en la lanzadera; ahora le tocaba a Bean sufrir las burlas. Les encantó. Y también a Bean, porque eso significaba que no lo veían como un rival. Al burlarse de él, los soldados que pasaban lo ponían un poco más a salvo de…

¿De qué? ¿Cuál era el peligro aquí?

Pues habría peligro. Eso lo sabía. Siempre había peligro. Y como los profesores concentraban todo el poder, el peligro vendría de ellos. Pero Dimak había empezado por volver a los otros niños contra él. Así que los propios niños eran las armas elegidas. Bean tenía que llegar a conocer a los otros niños, no porque ellos fueran a ser un problema, sino porque sus debilidades y sus deseos podían ser utilizados por los profesores contra él. Y, para protegerse, Bean tendría que trabajar para minar el dominio que ejercían sobre los otros niños. La clave estaba en subvertir la influencia de los maestros. Y, sin embargo, ése era el mayor peligro… que lo pillaran haciéndolo.

Subieron por los asideros acolchados de una pared, luego se deslizaron por un poste abajo; era la primera vez que Bean lo hacía con un palo liso. En Rotterdam, siempre se deslizaba por cañerías, postes de tráfico y semáforos. Acabaron en una sección de la Escuela de Batalla con mayor gravedad. Bean no se dio cuenta de lo livianos que debían estar en el nivel de los barracones hasta que notó lo pesado que se sentía en el gimnasio.

—Aquí la gravedad es algo superior que la de la Tierra —informó Dimak—. Tenéis que pasar al menos media hora al día aquí, o vuestros huesos empezarán a disolverse. Y tenéis que pasar el tiempo ejercitándolos, para manteneros en forma. Y ésa es la clave: poder soportar el ejercicio, no ganar masa. Sois demasiado pequeños para que vuestros cuerpos soporten ese tipo de entrenamiento, y aquí se nota. Energía, eso es lo que queremos.

Para los niños, las palabras estaban casi desprovistas de significado, pero el entrenador se apresuró a aclararlo. Corrieron sobre cintas sin fin, pedalearon en bicicleta, subieron escaleras, hicieron abdominales, flexiones, dorsales, pero nada de pesas. El equipo de pesas que había era para uso exclusivo de los profesores.

—En esta escuela se os controlan las pulsaciones —dijo el entrenador— Si no hacéis que vuestras pulsaciones aumenten a los cinco minutos de llegada y no mantenéis ese mismo ritmo durante los siguientes veinticinco minutos, se anotará en vuestro historial y yo lo veré en mi cuadro de control.

—Yo también recibiré un informe —comunicó Dimak—. Y os pondrán en la lista negra para que todo el mundo vea que habéis sido perezosos.

Lista negra. Así que ésa era la herramienta que utilizaban: avergonzarlos delante de los demás. Qué estupidez. Como si a Bean le importara.

Lo que le interesaba era el monitor de control. ¿Cómo podían controlar los latidos de sus corazones y saber lo que estaban haciendo, de forma automática desde el momento en que llegaban? Casi había formulado la pregunta cuando advirtió la única respuesta posible: el uniforme. Dentro de las ropas. Seguro que había algún sistema de sensores. Probablemente les proporcionaba muchos más datos que el ritmo cardíaco. Para empezar, sin duda localizarían a cada niño dondequiera que estuviesen en la estación, todo el tiempo. Debía de haber cientos y cientos de niños aquí, y habría también ordenadores que informaban de sus paraderos, sus pulsaciones y quién sabía qué otra información. ¿Puede que, en alguna parte, hubiese una habitación donde los profesores observaban cada paso que daban?

O tal vez no estaba en la ropa. Después de todo, habían tenido que pulsar con la palma antes de entrar aquí, supuestamente para identificarse. Así que tal vez esa sala disponía de unos sensores especiales.

Era hora de averiguarlo. Bean levantó la mano.

—Señor—dijo.

—¿Sí? — El entrenador hizo como que se sorprendía al ver el tamaño de Bean, y una sonrisa asomó a la comisura de sus labios. Miró a Dimak. El capitán no sonrió ni mostró ninguna indicación de que comprendía lo que pensaba el entrenador.

—¿El monitor de nuestros corazones está en la ropa que llevábamos? Si nos quitamos alguna parte del uniforme mientras nos ejercitamos, ¿se…?

—No estáis autorizados a quitaros el uniforme en el gimnasio —dijo el entrenador—. La habitación se mantiene fría para que no necesitéis quitaros la ropa. Se os vigilará en todo momento.

No era realmente una respuesta, pero le dijo lo que necesitaba saber. El control dependía de las ropas. Tal vez había un identificador en el tejido y al mostrar la palma, avisaban a los sensores del gimnasio qué chico llevaba la ropa. Tenía sentido.

Así pues, lo más probable es que las ropas fueran anónimas desde que te ponías un conjunto limpio hasta que empleabas la palma de la mano en alguna parte. Entonces, tal vez fuera posible pasar inadvertido sin tener que estar desnudo, lo cual era una deducción importante. Bean supuso que ir desnudo resultaría sospechoso por aquí.

Todos se ejercitaron y el entrenador les dijo cuáles no alcanzaban el promedio adecuado, y cuáles se esforzaban demasiado y se fatigarían demasiado pronto. Bean rápidamente supo qué ritmo tenía que llevar, y luego se olvidó. Ahora que lo sabía, se acordaría por reflejo.

Luego llegó la hora de comer. Estaban solos en el comedor: como eran novatos ese día seguían otro horario. La comida era buena y abundante. Bean se sorprendió cuando algunos de los niños miraron sus platos y se quejaron de lo frugales que eran. ¡Pero si era un banquete! Bean no pudo terminar su plato. A quienes se quejaban se les informó que las cantidades variaban en función de las necesidades alimenticias de cada uno; cuando un niño empujaba con la palma la placa del comedor, la ración que le correspondía aparecía en un ordenador.

Así que no comes sin poner la palma. Era importante saberlo.

Bean pronto descubrió que su tamaño iba a recibir atención oficial. Cuando llevó su bandeja a medio terminar a la unidad de eliminación, un nítido electrónico hizo que el nutricionista de guardia se le acercara.

—Es tu primer día, así que no vamos a ser rígidos al respecto. Pero tus porciones están científicamente calibradas para cubrir tus necesidades alimenticias, y en el futuro terminarás hasta la última migaja que se sirva.

Bean lo miró sin decir nada. Ya había tomado su decisión. Si su programa de ejercicios hacía que sintiera más hambre, entonces comería más. Pero si esperaban que se atiborrara, lo tenían claro. Sería sencillo tirar la comida sobrante en las bandejas de los que se quejaban. Ellos se alegrarían, y Bean comería sólo lo que su cuerpo quisiera. Recordaba muy bien el hambre, pero había vivido muchos meses con sor Carlotta, y sabía confiar en su propio apetito. Durante un tiempo, dejó que ella le diera de comer más de lo que necesitaba. El resultado había sido una sensación de hastío, malestar cuando trataba de dormir y dificultades para permanecer despierto. Volvió a comer sólo lo que su cuerpo quería, dejando que su hambre lo guiara, lo cual le mantuvo alerta y despierto. Era el único nutricionista en que confiaba. Que los que se quejaban se volvieran torpes.

Dimak se levantó en cuanto varios niños hubieron terminado de comer.

—Cuando acabéis, volved a los barracones. Si pensáis que podéis encontrarlos. Si tenéis alguna duda, esperadme y yo llevaré de regreso al último grupo.

Los pasillos estaban vacíos cuando Bean salió. Los otros niños tocaron la pared y su franja verde marrón verde se iluminó. Bean los vio marchar. Uno de ellos se volvió:

—¿No vas a venir?

Bean no dijo nada. No había nada que decir. Obviamente, iba a quedarse quieto. Era una pregunta estúpida. El niño se dio la vuelta y se perdió corriendo pasillo abajo, hacia los barracones.

Bean tiró por el camino opuesto. No había franjas en la pared. Sabía que ése era el mejor momento para explorar. Si lo pillaban fuera de la zona donde tenía que estar, creerían que se había perdido.

El corredor se elevaba por delante y por detrás de él. Le parecía que siempre iba cuesta arriba, y cuando miró atrás, había que volver cuesta arriba por el camino que había seguido. Qué extraño. Pero Dimak ya había explicado que la estación era una enorme rueda, la cual giraba en el espacio de tal modo que la fuerza centrífuga sustituía la gravedad. Eso significaba que el pasillo principal de cada nivel era un gran círculo, por lo que siempre volvías a donde empezabas, y «abajo» era siempre hacia fuera del círculo. Bean trató de imaginárselo. Al principio lo mareó pensar que se encontraba de lado mientras caminaba, pero luego cambió mentalmente la orientación, de forma que concibió la estación como la rueda de un carro, con él en el fondo, no importaba cómo girara. Eso ponía boca abajo a la gente que estaba por encima de él, pero no le importaba. Dondequiera que estuviese, era abajo, y de ese modo abajo permanecía abajo y arriba permanecía arriba.

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