Los novatos estaban en el nivel del comedor, pero los niños mayores no, porque después de los comedores y las cocinas, sólo había aulas y puertas sin rótulos con placas para las palmas muy altas, por lo que, sin lugar a dudas, no habían sido diseñadas para los niños. Era probable que otros chicos las alcanzaran, pero ni siquiera saltando podría Bean tocar una. No importaba. Con saltar sólo conseguiría atraer la atención de algún adulto, que no dejaría de interrogarle hasta que averiguase por qué quería entrar en una sala a la que estaba denegado el acceso.
Por la fuerza de la costumbre (¿o por instinto quizás?) Bean consideró esas barreras solamente como obstáculos temporales. Sabía cómo escalar paredes en Rotterdam, cómo subirse a los tejados. Por bajito que fuera, siempre encontraba medios de llegar a donde quería. Esas puertas no le detendrían si decidía que necesitaba franquearlas. No tenía idea ahora mismo de cómo lo haría, pero estaba seguro de que encontraría un medio. Así que no se molestó. Se limitó a almacenar la información, y esperar que llegara el día en que se le ocurriera alguna forma de usarla.
Cada pocos metros había un poste para bajar a otro pasillo o una escalerilla para subir. Para bajar el poste del gimnasio, tuvo que tocar una placa. Pero no parecía haber placa ninguna en éstos, lo que tenía sentido. La mayoría de los postes y escalerillas simplemente te permitían pasar de una planta a otra… no, las llamaban cubiertas. Esto era la Flota Internacional, donde todo pretendía ser como en una nave. Solamente un poste conducía al gimnasio, porque precisaban controlar el acceso para que no se abarrotara de gente de improviso. En cuanto lo comprendió, Bean no tuvo que volver a pensar en ello. Subió por una escalerilla.
El piso superior tenía que ser el nivel de los barracones de los niños mayores. Las puertas estaban más espaciadas, y en cada una de ellas se leía una insignia. Había también dibujada la silueta de algún animal, con los colores de los uniformes (concretamente, eran los colores de sus franjas, aunque dudaba que los niños mayores tuvieran que palmear la pared para hallar el camino). No reconoció a algunos de ellos, pero sí a un par de aves, algunos gatos, un perro, un león. Los que solían usarse como símbolos en Rotterdam. No había palomas. Ni moscas. Sólo animales nobles, o animales famosos por su valor. Advirtió la silueta de un perro, pero más bien parecía una especie de animal de caza, con caderas muy delgadas. No era un chucho.
Así que allí era donde se reunían las bandas, y tenían símbolos de anímales, lo que significaba que probablemente se ponían nombres de animales para ser reconocidos. Banda Gato. O tal vez banda León. Y, con toda probabilidad, no se llamaban bandas. Bean descubriría pronto cómo se llamaban. Cerró los ojos y trató de recordar los colores e insignias del grupo que vio antes en el pasillo y se burló de él. Pudo ver la forma en su mente, pero no la encontró en ninguna de las puertas. No importaba: no merecía la pena recorrer todo el pasillo para buscarla, puesto que se arriesgaba demasiado a que lo pillaran.
Otra vez arriba. Más barracones, más aulas. ¿Cuántos niños se alojaban en cada barracón? Este lugar era más grande de lo que pensaba.
Sonó un suave timbre. Inmediatamente, varias puertas se abrieron y empezaron a salir niños al pasillo. Hora de cambiar de turno.
Al principio Bean se sintió más seguro entre los niños grandes, porque le parecía que podría perderse entre la multitud, como hacía siempre en Rotterdam. Pero esa costumbre no servía de nada aquí. No era un grupo de gente que paseaba al azar. Podían ser niños, pero también eran militares. Sabían dónde se suponía que debía estar cada uno, y Bean, con su uniforme de novato, estaba fuera de sitio. Una pareja de niños mayores lo detuvo casi al instante.
—No perteneces a esta cubierta —dijo uno. Justo en ese momento, unos cuantos más se detuvieron a mirar a Bean, como si fuera un objeto que una tormenta hubiese arrojado a la calle.
—Mira la altura de éste.
—El pobre tiene que oler el culo de todo el mundo, ¿eh?
—¡Sí!
—Estás fuera de tu zona, novatito.
Bean no abrió la boca; sólo los miraba mientras le hablaban. Eran niños y niñas.
—¿Cuáles son tus colores? — preguntó una chica.
Bean permaneció callado. La mejor excusa sería decir que no lo recordaba, así que no podría nombrarlos ahora.
—Es tan pequeño que podría pasar entre mis piernas sin rozar siquiera mis…
—Oh, cierra esa boca, Dink, es lo que dijiste cuando Ender…
—Sí, Ender, claro.
—¿No será éste el niño que…
—¿Era Ender tan pequeño cuando llegó?
—… según se dice, es otro Ender.
—Sí, como si éste fuera a reventar las estadísticas.
—No fue culpa de Ender que Bonzo no le dejara disparar su arma.
—Pero es un farol, eso es todo lo que digo.
—¿Este es ese del que hablaban? ¿Uno como Ender? ¿Con puntuaciones máximas?
—Llevadlo al nivel de los novatos.
—Ven conmigo —ordenó la niña, tomándolo firmemente de la mano.
Bean la siguió sin ofrecer resistencia.
—Me llamo Petra Arkanian —dijo.
Bean no dijo nada.
—Vamos, puede que parezcas pequeño y asustado, pero no te dejan entrar aquí si eres sordo o estúpido.
Bean se encogió de hombros.
—Dime tu nombre antes de que te rompa los deditos.
—Bean.
—Eso no es un nombre, es una comida asquerosa.
Él no dijo nada.
—Oye, que yo no me chupo el dedo —dijo ella—. Eso de la mudez es una tapadera. Subiste aquí arriba a propósito.
Él permaneció en silencio, pero le reconcomió que la niña le hubiera descubierto con tanta facilidad.
—En esta escuela se valora mucho la inteligencia y la iniciativa. Es natural que quisieras explorar. Es lo que ellos esperan. Lo más probable es que sepan que lo estás haciendo. Por tanto, no tiene sentido ocultarlo. ¿Qué van a hacer, ponerte puntos en la lista negra?
Así que eso era lo que los niños mayores pensaban de la lista negra.
—Ese silencio testarudo tan sólo molestará a la gente. Yo de ti, lo olvidaría. Tal vez funcionara con mamá y papá, pero aquí sólo hace que parezcas ridículo y cabezota porque si se trata de algo importante vas a hablar de todas formas, así que ¿por qué no hablar?
—Muy bien—accedió Bean.
Ahora que él dio marcha atrás, ella no se ensañó con el tema. La charla había servido, así que se había acabado.
—¿Colores? — preguntó.
—Verde marrón verde.
—Esos colores de los novatos parece que los hayan sacado de un lavabo sucio, ¿no crees?
Desde luego, no era más que otra niña estúpida a quien le parecía divertido burlarse de los novatos.
—Es como si los diseñaran para que los niños mayores se rían de los más pequeños.
O tal vez no lo era. Tal vez estaba hablando nada más. Era una charlatana. No había muchos charlatanes en las calles. No entre los niños, al menos. Pero sí muchos entre los borrachos.
—El sistema es una lata. Parece que quieran que actuemos como niños pequeños. No es que eso vaya a molestarte. Demonios, ya estás haciendo el numerito del niñito tonto y perdido.
—Ahora no —dijo él.
—Recuerda esto. No importa lo que hagas, los maestros lo saben y ya tienen alguna teoría estúpida sobre lo que eso significa para tu personalidad o lo que sea.
Siempre
encuentran un medio de usarlo contra ti, si quieren, así que será mejor que no lo intentes. Sin duda ya aparece en tu informe que te diste un paseíto cuando tenías que estar en la cama, y eso probablemente les dice que «cuando te sientes inseguro, buscas estar solo y exploras los límites de tu nuevo entorno»…
Puso una voz curiosa en la última parte.
Y tal vez tenía muchas más voces con las que alardear, pero Bean no iba a quedarse a comprobarlo. Al parecer, era de esas personas que se hacen cargo de otras y no tenía a nadie a quien dedicarse hasta que él apareció.
Estaba bien ser el protegido de sor Carlotta, ya que ella podía sacarle de las calles y meterlo en la Escuela de Batalla. Pero ¿qué tenía que ofrecerle esta Petra Arkanian?
Bean se deslizó por un poste, se detuvo ante la primera abertura, se internó en el pasillo, corrió hasta la siguiente escalera, y subió dos cubiertas antes de salir a otro pasillo y echar a correr. Puede que ella tuviera razón en lo que decía, pero algo estaba claro: no iba a permitir que lo llevara de la manita hasta la franja verde marrón verde. Lo último que le faltaba si iba a plantar cara en este sitio, era que una niña mayor le llevara de la mano.
Bean estaba cuatro cubiertas por encima del nivel de los comedores donde tendría que encontrarse. Había niños moviéndose, pero no tan cerca corno en la cubierta de abajo.
La mayoría de las puertas carecían de marcas, pero unas cuantas estaban abiertas, y también un gran arco que desembocaba en una sala de juegos.
Bean había visto juegos de ordenador en algunos de los bares de Rotterdam, pero sólo desde lejos, a través de puertas y entre las piernas de los hombres y las mujeres que entraban y salían en su interminable búsqueda del olvido. Nunca había visto a ningún niño jugando con un ordenador, excepto en los vids de los escaparates. Aquí era real; unos cuantos jugadores echaban una partidita rápida entre clase y clase, de modo que destacaban los sonidos de cada juego. Unos cuantos niños jugaban solos, y otros cuatro jugaban un juego espacial a cuatro bandas con una pantalla holográfica. Bean se mantuvo lo suficientemente apartado para no interferir en su campo de visión y los observó mientras jugaban. Cada uno de ellos controlaba un escuadrón de cuatro naves diminutas, con el objetivo de aniquilar a las otras flotas o capturar (pero no destruir) a las lentas naves nodriza de los otros jugadores. Prestó atención a lo que decían los cuatro niños, y de este modo aprendió las reglas y la terminología.
El juego terminó por desgaste, no por astucia: el último niño simplemente fue menos estúpido en el control de sus naves. Bean observó mientras iniciaban otra partida. Nadie introdujo ninguna moneda. Los juegos eran gratis.
Bean vio otra partida. Fue tan rápida como la primera, ya que cada niño manejaba sus naves con torpeza y cada vez se olvidaban de que uno de ellos no participaba de un modo activo. Era como si para ellos sus fuerzas fuesen una nave en funcionamiento y tres reservas.
Tal vez era lo único que permitían los controles. Bean se acercó. No, era posible fijar el curso de una nave, pasar a controlar otra, y otra, luego regresar a la primera nave para cambiar su curso en cualquier momento.
¿Cómo lograron entrar estos niños en la Escuela de Batalla si no podían pensar en otra cosa? Bean nunca había jugado antes con un ordenador, pero inmediatamente se percató de que cualquier jugador competente podría ganar con suma rapidez en esta competición.
—Eh, enano, ¿quieres jugar?
Uno de ellos había advertido su presencia. Naturalmente, los otros también.
—Sí —respondió Bean.
—Chúpate esa —dijo el que le invitó—. ¿Quién te crees que eres, Ender Wiggin?
Se rieron y los cuatro abandonaron el juego, dirigiéndose a la siguiente clase. La sala se quedó vacía. Hora de clase.
Ender Wiggin. Los niños del pasillo también hablaron de él. Había algo en Bean que les recordaba a Ender Wiggin. Unas veces se mostraban admirados, mientras que otras pensaban en él con resentimiento. Este Ender debía de haber derrotado a los otros niños en algún juego de ordenador o algo así. Y se encontraba en lo alto de las estadísticas, eso era lo que había dicho alguien. ¿En las estadísticas de qué?
Los niños que tenían el mismo uniforme y corrían como una banda, se dirigían a una pelea… ése era el acto más importante de la vida aquí. Había un juego nuclear al que todos jugaban. Vivían en barracones según a qué equipo pertenecieran. Los progresos de cada niño se anotaban, de forma que todos los demás los conocían. Y fuera cual fuese el juego, los adultos lo dirigían.
De modo que así era la vida aquí. Y ese Ender Wiggin, fuera quien fuese, estaba en lo más alto de todo, con las puntuaciones máximas.
Bean se parecía a él.
Eso hizo que se sintiera un tanto orgulloso, sí, pero también le molestó. Era más seguro pasar inadvertido. Pero como este otro niño había actuado con distinción, todo el mundo que veía a Bean pensaba en Ender, lo cual hacía que Bean fuera memorable. Eso limitaría su libertad de forma considerable. No había manera de desaparecer en la Escuela de Batalla; la situación era muy distinta de la de las calles de Rotterdam, atestadas de gente.
Bueno, ¿a quién le importaba? Ahora no podían hacerle daño, no realmente. No importaba lo que pasara, mientras estuviera aquí en la Escuela de Batalla, nunca pasaría hambre. Siempre tendría donde refugiarse. Había conseguido llegar al cielo. Todo lo que tenía que hacer era el mínimo requerido para que no lo enviaran pronto a casa. ¿A quién le importaba si la gente reparaba en él o no? No había ninguna diferencia. Que se preocuparan por sus puntuaciones. Bean ya había ganado la batalla por la supervivencia, y después de eso, cualquier otra competición estaba de más.
Pero sabía que eso no era cierto; sí que le importaba la competición. No bastaba con sobrevivir. Nunca había bastado. Más allá de su necesidad de comida estaba su necesidad de orden, de descubrir cómo funcionaba el mundo, de comprender cómo era todo lo que lo rodeaba. Cuando se moría de hambre, por supuesto que empleó lo que había aprendido para introducirse en la banda de Poke y conseguir para ellos suficiente comida para que sobrara algo y le dieran una parte. Pero incluso cuando Aquiles los convirtió a todos en una familia y tuvieron comida todos los días, Bean se había mantenido alerta, tratando de comprender los cambios, la dinámica del grupo. Incluso con sor Carlotta había invertido muchos esfuerzos en tratar de comprender por qué y cómo tenía ella el poder para hacer lo que hacía por él, y la razón fundamental por la que lo había escogido. Tenía que saberlo. Tenía que obtener la imagen de toda la información que almacenaba en su mente.
En la Escuela de Batalla también. Podría haber regresado a los barracones y echado una siesta. En cambio, se arriesgó a meterse en problemas para averiguar cosas que, sin duda, habría aprendido en el curso normal de los acontecimientos.
¿Porqué había subido aquí? ¿Qué estaba buscando?