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Authors: Greg Bear

La radio de Darwin (39 page)

BOOK: La radio de Darwin
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—Eso han sido disparos. No se moverá de aquí aunque tenga que sujetarla personalmente. Maldita sea, ¡se suponía que Tighe no debía dejarla sola!

En ese momento, Tighe llegó corriendo hasta donde se encontraban. Tenía el rostro enrojecido de ira. Ella y Benson intercambiaron rápidos y bruscos susurros, y a continuación Tighe se situó junto a Kaye. Benson echó a correr hacia los grupos dispersos de manifestantes. Kaye continuó caminando, pero más despacio.

—Deténgase ahora mismo, señora Lang —dijo Tighe.

—¡Le han disparado a alguien!

—¡Benson se ocupará de eso! —insistió Tighe, interponiéndose entre ella y la multitud.

Kaye miró por encima de los hombros de Tighe. Había hombres y mujeres tapándose la cara con las manos, llorando. Vio carteles y pancartas tirados por el suelo. La muchedumbre se arremolinaba en completa confusión.

Los soldados de la Guardia Nacional, con ropas de camuflaje y los rifles automáticos preparados, se posicionaron entre los edificios de ladrillo a lo largo de la calle más cercana.

Un coche de la policía del campus pasó sobre el césped y entre dos altos robles. Vio otros hombres trajeados, algunos hablando por medio de teléfonos móviles y walkie talkies.

En ese momento se fijó en el hombre solo que estaba en medio, con los brazos extendidos como si intentase volar. Junto a él, una mujer yacía inmóvil sobre la hierba. Benson le dio una patada a un objeto oscuro que estaba tirado en la hierba: una pistola. El guarda de seguridad sacó su propia pistola y apartó con agresividad al hombre volador.

Benson se arrodilló junto a la mujer, comprobó el pulso en su cuello y alzó la vista, mirando alrededor, con rostro que lo decía todo. Luego miró hacia Kaye y vocalizó silenciosa y enfáticamente: «Vuelva atrás.»

—No era mi bebé —gritó el hombre volador. Delgado, blanco, con el pelo rubio corto y rizado, de veintimuchos, llevaba una camiseta negra y vaqueros negros colgándole de las caderas. Balanceaba la cabeza adelante y atrás, como si estuviese rodeado de moscas—. Ella me obligó a venir aquí. Ella me obligó. ¡No era mi bebé!

El hombre volador se apartó del guarda, agitándose como una marioneta.

—¡No puedo aguantar más esta mierda! ¡NO MÁS MIERDA!

Kaye contempló a la mujer herida. Incluso a veinte metros podía ver la sangre manchando su blusa alrededor del estómago, los ojos ciegos mirando al cielo con una especie de vacía esperanza.

Kaye olvidó a Tighe, a Benson, al hombre volador, a los soldados, a los guardas de seguridad y a la multitud.

Lo único que veía era la mujer.

49. Baltimore

Cross entró en el comedor para ejecutivos de Americol apoyándose sobre un par de muletas. Su joven enfermero apartó una silla y Cross se sentó con un suspiro de alivio.

En la habitación sólo estaban Cross, Kaye, Laura Nilson y Robert Jackson.

—¿Cómo ocurrió, Marge? —preguntó Jackson.

—Nadie me disparó —comentó con ligereza—. Me caí en la bañera. Siempre he sido mi peor enemiga. Soy muy torpe. ¿Qué tenemos, Laura?

Nilson, a quien Kaye no había visto desde la desastrosa conferencia de prensa sobre la vacuna, vestía un elegante y severo traje de tres piezas.

—La sorpresa de la semana es la RU—486 —dijo—. Las mujeres la están utilizando... a montones. Los franceses se han adelantado con una solución. Hemos hablado con ellos, pero dicen que presentarán la oferta directamente a la OMS y al Equipo Especial, que su esfuerzo es de tipo humanitario y que no están interesados en ninguna relación de negocios.

Marge le pidió vino a la camarera y se secó la frente con la servilleta antes de extendérsela sobre las rodillas.

—Qué generoso por su parte —murmuró—. Proporcionarán suministro para todas las necesidades mundiales y sin costes adicionales de I+D. ¿Funciona, Robert?

Jackson abrió una agenda electrónica y buscó entre sus notas utilizando un punzón.

—El Equipo Especial tiene informes no confirmados de que la RU—486 aborta el óvulo implantado de la segunda fase. Todavía no han dicho una palabra sobre el de la primera fase. Es algo anecdótico. Investigación callejera.

—Las drogas abortivas nunca han sido de mi agrado —dijo Cross, dirigiéndose a la camarera—. Tomaré la ensalada de maíz, con la vinagreta aparte, y café.

Kaye pidió un sándwich, aunque no tenía nada de hambre. Podía sentir cómo se avecinaba la tormenta... una desagradable conciencia personal de que estaba de un humor muy peligroso. Todavía se encontraba conmocionada por haber contemplado, dos días antes, el incidente del INS.

—Laura, pareces disgustada —dijo Cross, dirigiéndole una mirada a Kaye. Iba a dejar las quejas de Kaye para el final.

—Un terremoto tras otro —dijo Nilson—. Al menos yo no he tenido que experimentar lo mismo que Kaye.

—Horrible —asintió Cross—. Es un barril lleno de gusanos. ¿Y de qué tipo de gusanos se trata?

—Hemos pedido nuestras propias encuestas. Perfiles psicológicos, culturales, en todos los niveles sociales. Me estoy gastando hasta el último penique que me concediste, Marge.

—Es un seguro —dijo Cross.

—Da miedo —dijo Jackson simultáneamente.

—Sí, bien, podría comprarte a ti otra máquina Perkin-Elmer, eso es todo —dijo Nilson a la defensiva—. El sesenta por ciento de los hombres casados o con pareja que han sido encuestados no se creen lo que dicen los informes. Creen que es necesario que las mujeres tengan relaciones sexuales para que se queden embarazadas por segunda vez. Chocamos contra un muro de resistencia en ese punto, no lo admiten, incluso entre las mujeres. El cuarenta por ciento de las mujeres casadas o con pareja de algún tipo afirman que abortarían cualquier feto de la Herodes.

—Eso es lo que le dicen a un encuestador —murmuró Cross.

—Sin duda serían muchas las que tomarían una salida fácil. La RU—486 se ha probado y comprobado. Podría convertirse en el remedio casero de las desesperadas.

—Eso no es prevención —dijo Jackson, incómodo.

—De las que no utilizarían una píldora abortiva, más de la mitad cree que el gobierno intenta imponer abortos en masa a la nación, y puede que al mundo —continuó Nilson—. El que escogió el nombre de Herodes realmente sentenció el asunto.

—Augustine lo eligió —dijo Cross.

—Marge, nos dirigimos hacia un desastre social de primer orden: la ignorancia mezclada con el sexo y con la muerte de bebés. Si montones de mujeres con el SHEVA se abstienen de mantener relaciones sexuales con sus parejas y se quedan embarazadas de todas formas... Nuestros psicólogos y sociólogos afirman que veremos más violencia doméstica, así como una enorme escalada de abortos, incluso de embarazos normales.

—Hay otras posibilidades —dijo Kaye—. He visto los resultados.

—Sigue —la animó Cross.

—Los casos de principios de los noventa en el Cáucaso. Masacres.

—También he estudiado esa posibilidad —dijo Nilson eficientemente, revisando las notas de su cuaderno—. Realmente no sabemos demasiado, ni siquiera ahora. Hubo SHEVA en la población local...

Kaye la interrumpió.

—Se trata de algo mucho más complicado de lo que suponemos —dijo, fallándole la voz—. No nos enfrentamos a un perfil de enfermedad. Lo que vemos es una transmisión lateral de instrucciones genómicas orientadas a una fase de transición.

—¿Puedes repetirlo? No lo entiendo —dijo Nilson.

—El SHEVA no es un agente de enfermedad.

—Estupideces —dijo Jackson, estupefacto. Marge le hizo un gesto de advertencia con la mano.

—Seguimos levantando muros en torno a este tema. No puedo seguir apoyándolo, Marge. El Equipo Especial ha negado esta posibilidad desde el principio.

—No sé qué es lo que ha sido negado —dijo Cross—. Resume, Kaye.

—Vemos un virus, aún siendo uno que procede de nuestro propio genoma, y asumimos que se trata de una enfermedad. Lo observamos todo en términos de enfermedad.

—Nunca he conocido un virus que no causara problemas, Kaye —dijo Jackson, con la mirada entornada. Si estaba intentando avisarla de que estaba caminando sobre hielo frágil, no iba a funcionar.

—Tenemos la verdad delante de los ojos, pero no encaja en nuestras primitivas percepciones acerca de cómo funciona la naturaleza.

—¿Primitivas? —dijo Jackson—. Díselo a la viruela.

—Si esto hubiese aparecido dentro de treinta años —insistió Kaye—, puede que estuviésemos preparados... pero todavía actuamos como niños ignorantes. Niños a los que nunca les han explicado los hechos de la vida.

—¿Qué nos estamos perdiendo? —preguntó Cross con paciencia.

Jackson tamborileó con los dedos sobre la mesa.

—Ya se ha discutido.

—¿El qué? —preguntó Cross.

—No en ningún foro serio —replicó Kaye.

—¿El qué, por favor?

—Kaye está a punto de decirnos que el SHEVA es parte de una reordenación biológica. Los transposones saltando de un lado a otro y afectando al fenotipo. Es el rumor que circula entre los internos que han leído los artículos de Kaye.

—¿Y eso significa?

Jackson hizo una mueca.

—Déjame anticiparme. Si dejamos que los nuevos bebés nazcan, todos van a ser superhumanos de enormes cabezas. Prodigios de cabello rubio, mirada fija y habilidades telepáticas. Nos asesinarán y se apoderarán del planeta.

Kaye contempló a Jackson aturdida y casi a punto de llorar. Él le sonrió en parte para disculparse y en parte por la satisfacción de haber evitado cualquier posible debate.

—Es una pérdida de tiempo —dijo—. Y no tenemos tiempo que perder.

Nilson le dirigió a Kaye una mirada de prudente simpatía. Marge alzó la cabeza y miró al techo.

—¿Hará alguien el favor de contarme de qué va esto?

—De una auténtica estupidez —murmuró Jackson para sí mismo, colocándose la servilleta.

El camarero les trajo la comida.

Nilson colocó su mano sobre la de Kaye.

—Perdónanos, Kaye. Robert puede ser muy contundente.

—Es mi propia confusión lo que me afecta, no las groserías defensivas de Robert —contestó Kaye—. Marge, me han educado en los preceptos de la biología moderna. Me he encontrado con rigidez en la interpretación de datos, pero he crecido en medio del más increíble fermento que se pueda imaginar. A un lado los sólidos cimientos de la biología moderna, construidos cuidadosamente, bloque a bloque... —Gesticuló, imitando la construcción—. Y aquí el oleaje denominado genética. Estamos trazando los planos industriales de las células vivas. Descubrimos que la naturaleza no es sólo sorprendente, sino también increíblemente poco ortodoxa. A la naturaleza le tiene sin cuidado lo que nosotros pensemos o cuáles sean nuestros paradigmas.

—Todo eso está muy bien —dijo Jackson—, pero la ciencia es la forma en que organizamos nuestro trabajo y evitamos perder el tiempo.

—Robert, estamos hablando —dijo Cross.

—No puedo disculparme por algo que mi instinto me dice que es cierto —insistió Kaye—. Prefiero perderlo todo antes que mentir.

—Admirable —observó Jackson—. «Y sin embargo, se mueve», ¿no es así, querida Kaye?

—Robert, no seas gilipollas —dijo Nilson.

—Estoy en minoría, señoras —contestó Jackson, apartando la silla, molesto.

Dejó la servilleta sobre el plato, pero no se marchó. En vez de eso, cruzó los brazos y ladeó la cabeza, animando, o retando, a Kaye a continuar.

—Nos estamos comportando como niños que ni siquiera supiesen cómo se hacen los bebés —dijo Kaye—. Estamos siendo testigos de un tipo diferente de embarazo. No es nada nuevo... ha sucedido en muchas ocasiones con anterioridad. Se trata de evolución, pero dirigida, a corto plazo, inmediata, no gradual, y no tengo ni idea de qué tipo de niños producirá —añadió Kaye—. Pero no serán monstruos y no se comerán a sus padres.

Jackson levantó la mano en alto, como un niño en clase.

—Si estamos en manos de algún tipo de maestro artesano que trabaja con celeridad, si es Dios quien se encarga de dirigir nuestra evolución en estos momentos, diría que tendríamos que contratar a algún tipo de abogado cósmico. Se trata de negligencia del peor tipo. El bebé C fue una completa chapuza.

—Eso fue el herpes —dijo Kaye.

—El herpes no actúa así —contestó Jackson—. Lo sabes tan bien como yo.

—El SHEVA hace que los fetos sean particularmente susceptibles a las invasiones víricas. Se trata de un error, un error natural.

—No tenemos ninguna prueba de eso. ¡Pruebas, señora Lang!

—El CCE... —empezó Kaye.

—El bebé C fue una monstruosidad de la segunda etapa de la Herodes, con herpes añadido, como complemento —dijo Jackson—. De verdad, señoras, es suficiente para mí. Todos estamos cansados. Yo, personalmente, estoy agotado. —Se levantó, saludó con una ligera inclinación y salió del comedor.

Marge picoteó su ensalada con el tenedor.

—Esto parece ser un problema conceptual. Convocaré una reunión. Escucharemos tus pruebas, con detalle —dijo—. Y le pediré a Robert que traiga a sus propios expertos.

—No creo que haya muchos expertos que estén dispuestos a apoyarme abiertamente —dijo Kaye—. Desde luego no en estos momentos. La atmósfera está muy cargada.

—Se trata de algo fundamental en lo que respecta a la percepción del público —dijo Nilson pensativa.

—¿Cómo? —preguntó Cross.

—Si algún grupo, credo o corporación decide que Kaye tiene razón, tendremos que afrontarlo.

Kaye se sintió repentinamente muy expuesta y vulnerable.

Cross pinchó un trocito de queso con el tenedor y lo examinó.

—Si la Herodes no es una enfermedad, no sé cómo vamos a manejar la situación. Estaremos en medio de un suceso natural y un público ignorante y aterrorizado. El resultado sería un horror político y una pesadilla comercial.

A Kaye se le secó la boca. No tenía respuesta para aquel punto de vista. Era la verdad.

—Si no hay expertos que te apoyen —comentó Cross pensativa, mordisqueando el queso—, ¿cómo defenderás tu posición?

—Presentaré los datos, la teoría —contestó Kaye.

—¿Tú sola? —preguntó Cross.

—Probablemente podría encontrar a algunos más.

—¿Cuántos?

—Cuatro o cinco.

Cross comió en silencio durante unos segundos.

—Jackson es un gilipollas, pero es brillante, es un experto reconocido, y son cientos los que compartirían su punto de vista.

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