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Authors: Greg Bear

La radio de Darwin (36 page)

BOOK: La radio de Darwin
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—¡Las están haciendo caer! —gritó Cross enfadada.

—Han destrozado el espacio de convenciones —dijo el secretario.

—Nadie esperaba una reacción semejante —añadió Stan Thorne, con los gruesos brazos cruzados sobre un vientre abundante.

—No —replicó Cross, con voz aflautada—. ¿Y por qué demonios no? Siempre he dicho que se trata de un tema visceral. Pues bien, ¡ahí está la respuesta visceral! ¡Es un maldito desastre!

—Ni siquiera plantearon sus peticiones —dijo una mujer delgada vestida con un traje verde.

—¿Qué demonios esperaban conseguir? —preguntó otra persona, que Kaye no podía ver.

—Dejarnos el mensaje bien claro —gruñó Cross—. Le han dado una patada en los huevos a los políticos. Quieren un remedio rápido, rápido, y que se acelere el procedimiento.

—Esto podría ser lo que necesitábamos —dijo un hombre menudo y delgado a quien Kaye reconoció: Lewis Jansen, el director de marketing de la división farmacéutica de Americol.

—Y que lo digas —exclamó Cross—. ¡Kaye Lang, acércate!

—Aquí —dijo Kaye, adelantándose.

—¡Bien! Frank, Sandra, quiero a Kaye en la tele en cuanto limpien las calles. ¿Quién es el más famoso aquí?

Una mujer mayor vestida con albornoz y que llevaba un maletín de aluminio, recitó de memoria los comentaristas de la televisión local y los colaboradores de otras cadenas.

—Lewis, ¿ha preparado tu gente alguna declaración?

—Mi gente se encuentra en otro hotel.

—¡Pues llámales! Hay que decirle a la gente que estamos trabajando todo lo rápido que podemos, no queremos apresurarnos demasiado con la vacuna para no causar daño a nadie... Mierda, contadles todo lo que hemos estado hablando en las conferencias. ¿Cuándo demonios aprenderá la gente a quedarse sentada y escuchar? ¿No funcionan los teléfonos?

Kaye se preguntó si Mitch se habría quedado atrapado en medio de los disturbios, si estaría bien.

Mark Augustine entró en el dormitorio, que empezaba a estar abarrotado de gente. El aire estaba cargado y caliente. Augustine saludó a Dicken con un gesto y sonrió cordialmente a Kaye. Parecía tranquilo y sereno, pero algo en su mirada traicionaba su camuflaje.

—¡Bien! —rugió Cross—. Ya estamos todos. Mark ¿qué ha pasado?

—Richard Bragg ha sido asesinado de un disparo, en Berkeley, hace un par de horas —dijo Augustine—. Había salido a pasear al perro. —Ladeó un poco la cabeza y frunció los labios con gesto amargo, dirigiéndose a Kaye.

—¿Bragg? —preguntó alguien.

—El imbécil de la patente —le contestó otra persona.

Cross se levantó de la cama.

—¿Está relacionado con las noticias sobre el bebé? —le preguntó a Augustine.

—Podría ser —dijo Augustine—. Alguien del hospital de Ciudad de México filtró la noticia. La prensa sacó un artículo diciendo que el bebé tenía graves malformaciones. A las seis de la mañana ya estaba en todas las cadenas.

Kaye se volvió hacia Dicken.

—Nació muerto —le dijo él.

Augustine indicó con el dedo hacia la ventana.

—Eso podría explicar la violencia. Se suponía que iba a tratarse de una manifestación pacífica.

—Pongámonos a ello, entonces —dijo Cross, en un tono más suave—. Tenemos trabajo que hacer.

Dicken parecía abatido mientras se dirigían hacia el ascensor. Habló a Kaye en voz baja.

—Olvidémonos de lo del zoo.

—¿De la discusión?

—Fue prematura. Éste no es el momento de arriesgar el cuello.

Mitch caminó por la calle llena de los restos de la manifestación, pisando trozos de cristal con las botas. Las barricadas de la policía, marcadas con cinta amarilla, bloqueaban el centro de convenciones y las entradas delanteras de los tres hoteles. Había coches volcados envueltos en cinta amarilla, como si se tratase de regalos. Los carteles y las pancartas cubrían el asfalto y las aceras. El aire todavía olía a gas lacrimógeno y a humo. Había policías vestidos con pantalones ceñidos de color verde oscuro y camisas caqui, y soldados de la Guardia Nacional con ropa de camuflaje, con las armas enfundadas, por toda la calle, y llegaban furgonetas con funcionarios públicos para inspeccionar los daños. La policía observaba a los escasos viandantes civiles a través de gafas de cristales oscuros, silenciosamente desafiantes.

Mitch había intentado regresar a su habitación en el Holiday Inn y varios funcionarios descontentos que colaboraban con la policía se lo habían impedido. Su equipaje, una maleta, seguía en la habitación, pero tenía la cartera consigo, y eso era lo único que realmente le importaba. Había dejado mensajes para Kaye y para Dicken, pero no había ningún lugar fijo al que pudiesen devolverle las llamadas.

El congreso parecía haber terminado. Los coches salían de los aparcamientos de los hoteles a docenas, y había largas colas de taxis esperando varias manzanas al sur a pasajeros que arrastraban maletas con ruedas.

Mitch no podía definir con exactitud la sensación que le producía todo aquello. Ira, ráfagas de adrenalina, una oleada amarga de exaltación animal ante los daños, los residuos típicos de haber estado tan cerca de una multitud violenta. Vergüenza, la fina capa de barniz social; después de escuchar lo de la muerte del bebé había sentido culpa por la posibilidad de haberse equivocado. En medio de todas esas emociones, lo que percibía con mayor intensidad era una desagradable sensación de encontrarse fuera de lugar. Soledad.

Después de esa mañana y ese mediodía, lo que más lamentaba era haberse perdido el desayuno con Kaye Lang.

Le había parecido que olía tan bien aquella noche. Sin perfume, con el pelo recién lavado, la fragancia de su piel, el olor a vino de su aliento, sutil y floral. Sus ojos algo adormilados, su aspecto al despedirse, cálida y cansada.

Podía imaginarse a sí mismo tendido junto a ella en la cama de la habitación del hotel con una claridad más propia de un recuerdo que de una fantasía. Memoria del futuro.

Buscó los billetes de avión en el bolsillo de la chaqueta, los llevaba siempre encima.

Dicken y Kaye constituían un cordón umbilical, un nuevo objetivo para su vida. Por algún motivo, dudaba que Dicken alentase el que esa conexión se mantuviese. No se trataba de que no le gustase Dicken; el cazador de virus parecía directo y muy agudo. A Mitch le gustaría trabajar con él y llegar a conocerle mejor. Sin embargo, no podía imaginar semejante situación. Puede que se tratase de instinto, más memoria del futuro.

Rivalidad.

Se sentó sobre un muro bajo de cemento frente al Serrano, sujetando la cartera con las dos manos. Trató de invocar la paciencia que había utilizado para permanecer tranquilo durante las largas y laboriosas excavaciones con posdoctorados conflictivos.

Con un sobresalto, vio a una mujer con traje azul salir del vestíbulo del Serrano.

La mujer se detuvo un momento en la zona sombreada, hablando con dos porteros y un policía. Era Kaye. Mitch cruzó la calle lentamente, pasando junto a un Toyota con todos los cristales rotos. Kaye le vio y le saludó con la mano.

Se reunieron en la plazoleta que estaba frente al hotel, Kaye tenía ojeras.

—Ha sido horrible —dijo.

—Lo he visto, estaba aquí fuera —dijo Mitch.

—Vamos a acelerar todo el proceso. Voy a grabar unas entrevistas para televisión y luego volveremos al Este, a Washington. Debe llevarse a cabo una investigación.

—¿Todo ha sido por lo del primer bebé?

Kaye asintió.

—Conseguimos información detallada hace una hora. El INS controlaba a una mujer que tuvo la gripe de Herodes el año pasado. Abortó una hija intermedia y se quedó embarazada un mes más tarde. Dio a luz con un mes de antelación y el bebé murió. Defectos graves. Ciclopía, aparentemente.

—Dios —dijo Mitch.

—Augustine y Cross... Bueno, no puedo hablar de ello. Pero parece que vamos a tener que rehacer todos los planes, tal vez incluso se lleven a cabo pruebas con humanos antes de lo previsto. El Congreso está pidiendo sangre a gritos, buscando culpables en todas partes. Es un gran lío, Mitch.

—Entiendo. ¿Qué podemos hacer?

—¿Nosotros? —Kaye sacudió la cabeza—. Lo que hablamos en el zoo ya no tiene sentido.

—¿Por qué no? —preguntó Mitch, tragando saliva.

—Dicken ha cambiado de opinión —dijo Kaye.

—¿Cambiado en qué sentido?

—Se siente fatal. Cree que nos hemos equivocado completamente.

Mitch ladeó la cabeza, frunciendo el ceño.

—Yo no lo veo así.

—Puede que se trate más de política que de ciencia —comentó Kaye.

—¿Y qué pasa con la ciencia? ¿Vamos a dejar que un nacimiento prematuro, que un bebé malformado...?

—¿Nos aplaste? —finalizó Kaye en su lugar—. Probablemente. No lo sé. —Miró a un lado y a otro de la calle.

—¿Se espera que nazcan otros bebés? —preguntó Mitch.

—No en varios meses —dijo Kaye—. La mayoría de los padres han optado por el aborto.

—No lo sabía.

—No se ha comentado mucho. Las agencias implicadas no revelan los nombres. Habría mucha oposición, ya puedes imaginarlo.

—¿Cómo te sientes tú?

Kaye se tocó el corazón y luego el estómago.

—Como si me hubieran dado un puñetazo en el estómago. Necesito tiempo para volver a pensar las cosas, para trabajar algo más. Se lo pedí, pero Dicken no me dio tu número de teléfono.

Mitch sonrió con complicidad.

—¿Qué pasa? —preguntó Kaye, ligeramente irritada.

—Nada.

—Éste es el número de mi casa en Baltimore —le dijo, ofreciéndole una tarjeta—. Llámame dentro de un par de días.

Le puso la mano sobre el hombro y le dio un apretón suave, luego se volvió y regresó al hotel. Por encima del hombro, le grito:

—¡Lo digo de verdad! Llámame.

45. Instituto Nacional de la Salud, Bethesda

Kaye partió precipitadamente del aeropuerto de Baltimore en un Pontiac marrón anodino, sin matrícula oficial. Acababa de pasar tres horas en los estudios de televisión y seis en el avión, y sentía la piel como si le hubiesen aplicado barniz.

Dos agentes del Servicio Secreto la acompañaban en educado silencio, uno en la parte delantera y otro en el asiento de atrás. Kaye iba sentada detrás. Entre ella y el agente se sentaba Farrah Tighe, su recién asignada asistente. Tighe era unos cuantos años más joven que Kaye, con el cabello rubio retirado hacia atrás, un rostro amplio y agradable, brillantes ojos azules y anchas caderas, que tropezaban con sus compañeros en ese espacio reducido.

—Tenemos cuatro horas hasta tu reunión con Mark Augustine —dijo Tighe.

Kaye asintió, con la mente en otra parte.

—Solicitaste una entrevista con dos de las madres residentes del INS. No estoy segura de si podremos fijarlo para hoy.

—Hazlo —contestó Kaye enérgicamente, y añadió—, por favor.

Tighe la contempló con seriedad.

—Llévame a la clínica antes de nada.

—Tenemos dos entrevistas de televisión...

—Sáltatelas —dijo Kaye—. Quiero hablar con la señora Hamilton.

Kaye atravesó el largo pasillo que iba desde el aparcamiento hasta los ascensores del Edificio 10.

En el trayecto desde el aeropuerto hasta el campus del INS, Tighe le había resumido los acontecimientos del día anterior. A Richard Bragg le habían disparado siete veces en el torso y la cabeza cuando salía de su casa de Berkeley y había muerto en el acto. Habían arrestado a dos sospechosos, los dos hombres, los dos casados con mujeres embarazadas de bebés de la primera etapa de la Herodes. Los hombres habían sido arrestados a unas cuantas manzanas de distancia, borrachos, con el coche lleno de latas de cerveza vacías.

Al Servicio Secreto, siguiendo órdenes del presidente, se le había encargado proteger a miembros clave del Equipo Especial.

La madre del primer bebé de la segunda etapa que había llegado a término, nacido en Norteamérica, a la que se aludía como señora C, seguía en un hospital de Ciudad de México.

Había emigrado a México desde Lituania en 1996; había trabajado para una organización benéfica en Azerbaiyán entre 1990 y 1993. Actualmente estaba en tratamiento por la conmoción y por lo que los primeros informes médicos describían como un caso agudo de seborrea en el rostro.

El bebé muerto iba a ser enviado a Atlanta desde Ciudad de México, y llegaría al día siguiente por la mañana.

Luella Hamilton acababa de terminar un ligero almuerzo y estaba sentada en una silla junto a la ventana, contemplando un pequeño jardín y la esquina sin ventanas de otro edificio. Compartía habitación con otra madre que estaba en la planta baja, en una revisión. En esos momentos eran ocho las madres que formaban parte del estudio del Equipo Especial.

—Perdí el bebé —le dijo la señora Hamilton a Kaye en cuanto entró. Kaye rodeó la cama para abrazarla. Le devolvió el abrazo con manos y brazos fuertes, y emitió un débil gemido.

Tighe estaba junto a la puerta con los brazos cruzados.

—Una noche simplemente se deslizó fuera. —La señora Hamilton mantenía la mirada fija en la de Kaye—. Apenas lo sentí. Noté las piernas húmedas. Sólo sangré un poco. Me pusieron un monitor sobre el estómago y la alarma empezó a sonar. Me desperté y las enfermeras estaban allí y pusieron una pantalla de tela para que no pudiese ver lo que ocurría. No me la enseñaron. Vino un sacerdote, la reverenda Ackerley, de mi iglesia, estuvo acompañándome, ¿verdad que fue amable?

—Lo siento mucho —dijo Kaye.

—La reverenda me habló de esa otra mujer, en México, lo de su segundo bebé...

Kaye hizo un gesto de simpatía con la cabeza.

—Estoy tan asustada, Kaye.

—Lamento no haber estado aquí. Estaba en San Diego y no me enteré de que había abortado.

—Bueno, no es como si fuese mi médico, ¿verdad?

—He estado pensando mucho en usted. Y en las demás. —Kaye sonrió—. Pero sobre todo en usted.

—Ya, bueno, soy una mujer negra y grande, siempre destacamos. —La señora Hamilton no sonrió al decir aquello. Tenía expresión de cansancio y la piel con una tonalidad olivácea—. Hablé con mi marido por teléfono. Viene hoy y nos veremos, pero estaremos separados por un cristal. Me dijeron que podría irme después de que naciese el niño. Pero ahora dicen que quieren que me quede aquí. Dicen que voy a estar embarazada otra vez. Saben qué va a pasar. Mi niñito Jesús particular. ¿Cómo se las arreglará el mundo con millones de niños Jesús? —Empezó a llorar—. ¡No he estado con mi marido ni con ningún otro! ¡Lo juro!

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