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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

LA PUERTA DEL CAOS - TOMO II: La usurpadora (34 page)

Se arrebujó en la capa, se ciñó en torno al rostro la capucha y avanzó por el puente de piedra. Era más ancho de lo que parecía, pero tuvo mucho cuidado de no mirar por el borde al mar que rugía a decenas —quizás incluso a cientos— de metros por debajo mientras echaba a andar hacia el macizo. El Castillo se fue haciendo más grande, y observó sus cuatro torres, que dominaban el cielo por encima de la impresionante muralla negra. No se veía ningún movimiento, ninguna señal de que su presencia hubiera sido advertida. Tal vez, pensó Strann, el Círculo no tenía intenciones de perder el tiempo parlamentando y sería derribado por una certera flecha mientras avanzaba hacia la explanada de hierba. O quizá lo fuera mediante algo más contundente: un único rayo de energía para que Ygorla recibiera el mensaje rotundo de que su emisario no era bien recibido. No sabía cuáles eran los poderes del Círculo, ni si eran capaces de hacer algo así, pero el corazón le latía acelerado y apretó el paso, sintiéndose vulnerable y bastante asustado.

No llegó ninguna flecha ni ningún rayo de energía. Alcanzó el final del puente y allí, a menos de treinta metros, se alzaban las puertas del Castillo. Strann se detuvo para recuperar el aliento, pero sólo un instante. Por paradójico que pareciera, sabía que se sentiría más seguro al abrigo de aquellas enormes murallas y, por lo tanto, fuera del alcance de cualquier arquero que pudiera estar escondido en los baluartes.

Se acercó a la impresionante fachada; y cuando estaba a veinte pasos de ella, oyó el profundo crujido de la madera sobre la piedra y las puertas comenzaron a abrirse. Strann se paró; a pesar del intenso frío, el sudor empezó a perlarle el rostro, mientras iba apareciendo a la vista un oscuro arco. No distinguía nada en sus sombras y aunque alcanzaba a vislumbrar el patio justo más allá del arco, la nieve que caía borraba los detalles.
Yandros
—pensó con desesperación Strann—,
si puedes oírme y ayudarme, te lo suplico: ¡hazlo ahora!

Avanzó. Diez pasos, quince, veinte; ya estaba pasando bajo el arco, y todavía no había ningún desafío, ninguna amenaza, nada. Ahora veía el patio con más claridad; cubierto de nieve y con una fuente seca profusamente adornada en el centro, parecía estar totalmente vacío. Strann aminoró el paso al llegar al otro extremo del arco. No le apetecía salir, tenía miedo a mostrarse; pero ¿de qué tenía miedo? Allí no había nadie. Sólo el patio vacío, hileras de ventanas sin luz y, más allá de la fuente silenciosa, un corto tramo de escalones anchos que llevaban a unas puertas de doble hoja, cerradas y presumiblemente atrancadas.

Strann no había esperado aquello. En el mejor de los casos había supuesto una cautelosa hostilidad; en el peor, la agresión sin contemplaciones, pero para, aquello no había hecho ningún preparativo. Alguien, pensó mientras apretaba los dientes que amenazaban con empezar a castañetear, estaba jugando con él. Muy bien, se uniría al juego. Pasaría junto a la fuente, subiría los escalones y llamaría a las puertas atrancadas y gritaría hasta que no tuvieran más remedio que hacerle caso.

Impulsado por una súbita subida de adrenalina que le dio una osada seguridad en sí mismo, atravesó el patio, dejó atrás la fuente y se acercó a los escalones. Por los Siete Infiernos, no había hecho aquel monstruoso viaje sólo para…

El pensamiento se cortó en seco; las puertas de doble hoja se abrieron de par en par, y Strann dio un salto sobresaltado. Se vio luz cuando siete hombres con antorchas salieron del interior, y detrás de ellos apareció una docena más, cada uno de ellos con la insignia de adepto del Círculo y blandiendo una espada. Se desplegaron, formando un arco amenazador en lo alto de la escalera; los portaantorchas flanqueaban la puerta, y sus teas ardían con extraña firmeza a pesar de la nieve que caía. Luego, otras tres figuras salieron del Castillo y se detuvieron en el umbral. La luz parpadeante de las antorchas arrojó sus sombras sobre la nieve, y una voz que Strann reconoció y que resonó firmemente entre los altos muros dijo:

—¡Acércate e identifícate!

Strann no se movió, no dijo nada. No era capaz: sólo podía mirar, con el corazón angustiosamente encogido y convertido en una piedra en su pecho, al trío que se enfrentaba a él en lo alto de la escalera.

Los conocía a todos, y en sus peores pesadillas jamás había llegado a imaginar que se enfrentaría a una terrible prueba de oprobio como aquélla. Shaill Falada, la Matriarca, que en tiempos había sido su mecenas; pero vestida ahora con traje ceremonial, imponente y severa. Calvi Alacar… Oh, dioses, el hermano menor del asesinado Blis, ahora Alto Margrave por derecho, convertido de joven despreocupado en hombre iracundo con ojos que miraban desafiantes y helados. Y entre ellos, sin más indicio de su rango que una sencilla insignia en el hombro derecho y una fina diadema de bronce en la frente, el Sumo Iniciado, Tirand Lin. No era el invitado a una boda que había conocido en la Isla de Verano, ni siquiera era el hermano de Karuth que mostraba su desaprobación ante el trovador oportunista, sino alguien con el rostro pétreo, implacable, que ostentaba un aura de inmenso y peligroso poder.

A Strann le falló su habilidad de bardo, el discurso que tenía pensado se borró de su mente. En algún lugar, una voz interior le gritaba, le decía que no fuera estúpido; aquello era una charada, una demostración para intimidar a alguien que creían que era el siervo fiel de Ygorla, y lo único que tenía que hacer era contárselo, explicarles…

—Estamos esperando, enviado. —La voz de Tirand se abrió paso entre el tumulto mental de Strann. Aferrado a la capucha de su capa, desesperado porque no vieran todavía su cara, por fin recuperó el control del habla.

—Sumo Iniciado… —Vio que la Matriarca fruncía el entrecejo sorprendida, y comprendió que había reconocido su voz, aunque todavía no supiera exactamente a quién pertenecía. Dioses, no podía endulzar aquello con buenas palabras; no había tiempo, no funcionaría, no era capaz…

Yandros, ayúdame
, pensó Strann por segunda vez y se deshizo de toda precaución.

—Sumo Iniciado —dijo—, no soy la marioneta de la usurpadora, por mucho que las apariencias digan lo contrario. Me envió aquí para que os hiciera creer que desea pactar con el Círculo; pero en lugar de eso he venido para pedir vuestra protección, ¡y vuestra ayuda para destruirla! Señor, debéis creerme.

La voz de la Matriarca lo interrumpió.

—Quítate la capucha —ordenó con brusquedad—. Déjanos ver qué clase de criatura eres.

Strann vaciló un instante; luego, dándose cuenta de que no podía retrasar más aquello, se descubrió el rostro echando atrás la capucha. La Matriarca exhaló aire sorprendida, y la expresión de Tirand se transformó en hielo.

—Te conozco…, he visto tu cara en algún otro sitio antes…

Shaill le cogió el brazo.

—¡Es Strann! ¡Strann, el
Narrador de Historias
! ¿No te acuerdas, Tirand, en la boda de Blis?

—Dioses…, tienes razón. Es él… o una imitación muy hábil.

Strann sintió que le ardían las mejillas.

—No soy ningún simulacro, Sumo Iniciado, ni ningún demonio. Soy tan humano como cualquiera de los que están aquí presentes.

El labio de Tirand se curvó.

—Nos encargaremos de averiguar qué hay de cierto en eso.

Tras él, apenas como una sombra más oscura entre las sombras del interior, alguien se movió. Strann atisbo por un momento una cabellera pálida, pero entonces se vio distraído cuando el Sumo Iniciado le apuntó con un dedo y pronunció cinco ásperas sílabas. Un impacto de calor atravesó a Strann, que tuvo que morderse la lengua para no gritar. La sensación desapareció al cabo de un instante, y mientras permanecía aturdido por sus secuelas, Tirand asintió.

—Muy bien. —Miró a los adeptos armados que flanqueaban las puertas—. Parece ser que es humano después de todo. Atadlo y hacedlo entrar.

Dos fornidos espadachines dejaron el grupo y bajaron corriendo los escalones hasta Strann. Cuando le cogieron los brazos y comenzaron a empujarlo hacia las puertas, éste protestó irritado.

—Maldita sea, soltadme… ¡No ofreceré resistencia! ¡Ni siquiera voy armado! ¡Podéis comprobarlo!

Los adeptos no le hicieron caso, y cuando Tirand y sus acompañantes volvieron a entrar en el Castillo, fueron tras ellos, empujando a Strann entre ambos. El gran salón de la entrada estaba sin iluminar, en penumbra, y para su disgusto, Strann vio que se había reunido allí mucha más gente. Caras desconocidas, duras y hostiles, que lo miraban con silenciosa curiosidad a la que se añadía una buena dosis de desprecio. Cuando lo hicieron detenerse en medio del suelo de baldosas de piedra, creyó saber en cierta medida cómo debía de sentirse un condenado cuando lo conducían a la horca o al lugar de lapidación en la plaza del mercado.

Uno de sus captores sacó una cuerda corta y comenzó a atarle las muñecas a la espalda. Strann abrió la boca para quejarse, pero lo pensó mejor; por ahora, un consentimiento pasivo sería la opción más segura. Se preguntó tristemente si Karuth Piadar se encontraría entre la multitud que lo observaba; pero aunque miró los rostros a su alrededor, no vio señales de ella y no supo si sentirse desanimado o agradecido. Hubo un rostro, sin embargo, que sí le llamó la atención, por motivos que no pudo concretar: un hombre con el pelo blanco, con un rostro paradójicamente joven y ojos que en la tenue luz parecían casi de bronce. Su mirada era intensa, de una firmeza desconcertante, y con un estremecimiento intuitivo, Strann desvió rápidamente los ojos hacia otra parte.

El Sumo Iniciado se volvió. Escudriñó a Strann con un único vistazo que fue más elocuente que cualquier palabra de condena y dijo a los dos adeptos:

—Por el momento, encerradlo en una de las bodegas, hasta que hayamos decidido qué hacer con él.

—¡No! —gritó Strann—. ¡Sumo Iniciado, no lo entendéis! Tengo urgentes noticias…

—¿De esa maligna bruja que es vuestra señora? Sus edictos no nos interesan.

—¡No de Ygorla! Estoy intentando deciros que no soy su siervo. Soy tan enemigo suyo como lo sois vos, ¡aunque ella no lo sabe!

—Si de verdad esperas que creamos eso —replicó Tirand con desprecio—, debes de estar tan loco como ella.

Strann apretó los dientes en un esfuerzo porque su voz no sonara alterada.

—No estoy loco, señor, y no soy una marioneta de la usurpadora. —Se volvió para apelar a la Matriarca—. Señora, me conocéis bastante bien. ¿Tengo madera de traidor?

Shaill le devolvió la mirada.

—No lo sé, Strann —repuso con un tono de voz frío y distante—. Los hombres pueden ser empujados por todo tipo de motivaciones, y tú siempre fuiste un oportunista.

Strann se quedó boquiabierto, pero antes de que pudiera hablar, Tirand intervino.

—Shaill, no ganaremos nada viéndonos arrastrados a una discusión con basura como ésta. No estamos haciendo más que perder un tiempo que podría dedicarse a mejores cosas. —Volvió a dirigirse a los captores de Strann—. Llevadlo a las bodegas como he ordenado.

Horrorizado tanto por la respuesta de Shaill como por el ciego prejuicio de Tirand, Strann hizo un último intento desesperado de convencerlo.

—Sumo Iniciado…, por favor, ¡tan sólo escuchadme! Dadme la oportunidad de explicarme, de decir lo que tengo que decir.

—Más tarde tendrás la oportunidad de hablar, cuando seas interrogado —contestó Tirand como quitando importancia al asunto—. Hasta entonces, más te vale que frenes tu lengua.

—Pero ¡esto no puede esperar! —Dioses, pensó Strann, ¿es que nada haría ceder a aquel hombre tan tieso? Por lo que sabía, podían olvidarse de él y dejar que se pudriera en las bodegas del Castillo. ¡Debía conseguir que el Sumo Iniciado lo escuchara!

Tirand le dirigió una sonrisa bastante desagradable.

—Tendrá que esperar, amigo mío. —Antes de que Strann pudiera decir nada más, se volvió y se alejó, seguido de cerca por la Matriarca y el Alto Margrave. La multitud que observaba les abrió paso, y desaparecieron mientras los dos guardianes de Strann tiraban de él en dirección contraria.

Strann no podía hacer nada. Estiró el cuello hacia atrás mientras los adeptos lo sacaban de la sala para conducirlo por un estrecho corredor, pero Tirand ya estaba fuera del alcance de su voz y, además, era evidente que cualquier otra súplica sería tan inútil como la primera. Cerró brevemente los ojos, reprimiendo la mezcla de furia, frustración y culpa que sentía ante su fracaso. No tenía sentido despotricar, pues con ello no conseguiría nada. Debía esperar el momento propicio, esperar, pensar. Tenía que haber una salida a aquella apurada situación.

Delante de ellos, el corredor se veía cruzado por un arco, más allá del cual ascendía al piso superior una de las muchas escaleras de caracol secundarias del Castillo. Cuando atravesaban el arco, se oyeron pasos en la escalera y aparecieron dos mujeres en la última revuelta de ésta. Strann miró instintivamente en aquella dirección, y vio una cabellera castaña trenzada, unos ojos grises, un rostro conocido…

—¡Dama Karuth!

Karuth se había perdido el tumulto de la llegada del emisario, porque la mujer embarazada de un adepto de tercer grado había escogido aquella mañana para dar a luz, y el parto se había presentado difícil, por lo que había requerido su atención personal. Ahora todo estaba bien; la madre y el niño se encontraban perfectamente, y ella y la comadrona principal del Castillo iban camino del comedor para tomar un tardío pero bien merecido desayuno. Sorprendida por una voz que recordaba en parte y que con tanta urgencia pronunciaba su nombre, alzó la vista… y se detuvo tan en seco que la comadrona a duras penas evitó chocar con ella y hacerle caer rodando los últimos escalones.

—¿Strann?

Strann tragó saliva. Se daba perfecta cuenta, aunque fuera irrelevante, del terrible aspecto que debía de tener ante ella, mojado, sucio y con las manos atadas a la espalda como si fuera un campesino felón, y sintió que sus mejillas enrojecían de vergüenza cuando se encontró con su asombrada mirada. Karuth permaneció inmóvil un instante; luego se recuperó y se volvió furiosa hacia los dos adeptos.

—En nombre de todo lo que es sagrado, ¿qué está pasando?

Los hombres quedaron visiblemente intimidados ante la agresividad de su tono de voz. Ambos eran iniciados inferiores, y el grado de Karuth los impresionaba. Uno recuperó la suficiente confianza en sí mismo para hacer una reverencia y decir:

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