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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

La promesa del ángel (2 page)

Francois desprendía una inteligencia y una ternura que la habían fascinado desde su primer encuentro, hacía dos años, en un agujero fangoso de Cluny. Francois era titulado por la Escuela Normal Superior y la Escuela Nacional de Administración, agregado de historia y subdirector de arqueología del Ministerio de Cultura.

Precedido de su pedigrí, había ido a Cluny para inspeccionar las excavaciones que, promovidas y financiadas por su departamento, se estaban llevando a cabo en un nuevo yacimiento. Ese no era su cometido. El suyo, que suscitaba envidia y presiones, consistía sobre todo en tomar la decisión, en nombre del ministro e instalado en un despacho parisino, de autorizar o denegar la apertura de yacimientos arqueológicos en emplazamientos de interés nacional. No obstante, le gustaba hacer escapadas para meterse entre las viejas piedras y hablar con los que trabajaban sobre el terreno. Aquel día deambulaba solo por los pobres vestigios del monasterio borgoñón. Paul, el director del yacimiento, no estaba, y había sido Johanna quien había salido de la cavidad, con sus colegas, para recibir al eminente representante del Estado. Recordó lo mucho que la había impresionado por su estatura, su traje impecable y su función oficial. Avergonzada de su ropa manchada de barro, se quedó parada delante de él con timidez, como si fuese un trabajador del metro en lugar de una arqueóloga medievalista. Pero Francois le había tendido la mano y había estrechado la suya con firmeza y suavidad, observándola con sus ojos ambarinos, de mirada agradable y franca. Ella se había relajado y, mientras le hacía los honores, habían hablado largamente de su pasión absoluta, de la sal de su vida: el arte románico, que también entusiasmaba al alto funcionario. Sin embargo, Francois había tardado más de un año en conquistar a Johanna, aunque la resistencia no había sido tanto cosa de la joven, que inmediatamente se había sentido atraída por él, como de sí mismo: pese a su encanto, no era un seductor, y todavía menos un buitre, y le aterraba la idea de perturbar su situación matrimonial. No se trataba de moral burguesa, sino de un amor profundo y sincero por su mujer, a quien se negaba a hacer sufrir. Esa atadura, lejos de desanimar a Johanna, la había tranquilizado; en aquella época estaba recuperándose con cierta dificultad de una aventura tumultuosa con otro arqueólogo y deseaba mantener una relación tranquila con un hombre. Si compartir a ese hombre con otra mujer era el precio que debía pagar por un amor apacible que no interfiriera en lo que daba sentido a su vida, su trabajo, lo aceptaba. Poco a poco, con paciencia y tacto, había conseguido convencer a Francois de que, pese a lo que sentía por él, nunca pondría en peligro su matrimonio; desde hacía diez meses eran amantes, y sus encuentros tenían lugar en el más absoluto de los secretos. Johanna vivía armoniosamente las leyes del triángulo amoroso, pues la intermitencia de su relación con Francois le permitía seguir consagrándose a sus excavaciones, lo más importante para ella.

Cuando abrió los ojos, vio un cartel y se quedó pálida de golpe. Se apresuró a ponerse las gafas para asegurarse de que la vista no la había engañado: en efecto, no estaba soñando…

—¡Hombre, vuelves a estar aquí! —exclamó Francois—. Ya estamos llegando. ¿Has dormido bien?

Johanna permaneció en silencio. Estaba pálida, aunque se esforzaba en disimular su turbación, su angustia.

—¿Qué pasa? ¿La siesta te ha dejado sin lengua? —preguntó él—. Has visto los carteles, así que ahora ya sabes adónde vamos.

Johanna lo sabía perfectamente. Incapaz de pronunciar una palabra, miró con atención un punto imaginario del parabrisas con los dedos crispados sobre las piernas.

—¿No te encuentras bien? —preguntó Francois, preocupado, volviéndose hacia ella—. ¡Estás más blanca que el papel! Dime algo…

—No es nada —dijo ella, haciendo un tremendo esfuerzo—. Tanto viaje ha acabado por marearme: el tren desde Mâcon, luego el coche… No debería haberme dormido, me siento como si me hubieran dado una paliza.

Francois abrió la guantera y le tendió unos pañuelos perfumados a su compañera.

—Toma, mi amor, pásate uno por la cara y verás como te encuentras mejor. Menos mal que ya hemos llegado y nos espera una encantadora habitación en el hotel. ¡Mira, mira! —dijo entusiasmado.

Al doblar un recodo, una silueta increíble se recortó, a la luz crepuscular, sobre un campo de flores violeta. El coche recorrió unos kilómetros y la pirámide de piedra se acercó. Francois se quedó mudo de admiración; Johanna, de miedo. La tierra desapareció de pronto de la base del tótem gigantesco y dejó paso al agua ondulante. Unos segundos más tarde, el coche se adentró en el dique.

—«Castillo de hadas erigido en el mar, sombra gris que se alza sobre el cielo brumoso… —recitó el conductor—. El ocaso teñía de rojo la inmensidad de los arenales, teñía de rojo la desmesurada bahía; tan solo la abadía escarpada que surgía al fondo, alejada de la tierra como un caserón fantástico, sorprendente como un palacio de ensueño, increíblemente extraña y hermosa, permanecía casi negra a la luz púrpura del sol poniente.» Mau-passant, por supuesto… En esta gran marea equinoccial, te presentó al
Mons Sancti Michaelis de Periculo Maris
, el «Mont-Saint-Michel a merced del mar».

Una media hora más tarde, Johanna estaba sentada al borde de una cama de matrimonio. De rodillas ante ella, Francois le estrechaba las caderas y le besaba el cuello. Ella se echó hacia atrás. El techo era de un blanco sin sorpresas. Él le desabrochó la blusa y dejó sus pechos al aire. Las manos de Johanna se refugiaron en el torso de Francois, en esa piel que tanto la turbaba, una epidermis tostada, mate y sin vello, fina. Una piel generosa, un poco grasa y sedosa, lustrada por un enjambre de caricias. ¡El blanco del techo era tan frío, tan liso! Pero poco a poco empezaban a aparecer imágenes. Johanna miró a Francois para no verlas, se aferró a sus cabellos, a sus labios, y aspiró sus hombros. Le encantaba el olor de su sudor…, dulce, caliente…, su piel tostada olía como el pan de antes. Pegó el rostro al cuello de Francois, vibró como un gato y aspiró un recuerdo de merienda de infancia. Su cuerpo era ancho y grande, deliciosamente corpulento, firme a la vez que suave y envolvente. El cuerpo de ella había reconocido la emoción familiar e irresistible. Él la estaba llamando, pero su mirada observaba la bóveda blanca, por donde una silueta humana se desplazaba. Una forma oscura, de contornos vaporosos. Johanna cerró los ojos cuando él la penetró. Él le hablaba, pero ella no lo oía. Otras palabras martilleaban su cabeza, una frase le trazaba surcos dolorosos en la frente, la nuca, el cuello, mezclando el goce de su carne y el sufrimiento de su mente. Piedras oscuras invadían el techo, una escalera ascendía por la nada. Sus ojos subieron los peldaños y se toparon con un perfil negro que se volvió lentamente… El grito de Francois volvió a unirle la cabeza al cuerpo. Con la mirada perdida, lo vio todavía dentro de ella. Luego, Francois se apartó.

—Johanna… —dijo mientras recobraba el aliento— Johanna… —repitió, estrechándola entre sus brazos—. ¿Has llegado? Te he sentido un poco lejos… ¿No ha ido bien?

—Sí, Francois, claro que sí —respondió ella, acurrucándose contra él—. Han sido imaginaciones tuyas, no pasa nada, te lo juro… No me sueltes, abrázame fuerte.

Francois lo hizo con una ternura infinita, feliz de estar allí con ella. Rememoró el día que se conocieron, la primera vez que la había visto con sus zapatones embarrados, sus téjanos descoloridos, del mismo azul que sus ojos, enmarcados por unas pequeñas gafas, su barbilla orgullosa, su frente alta manchada de tierra, sus encantadoras pecas en la nariz, su cabellera castaña, larga, atada en la nuca y tocada con una gorra de visera. El oficio de arqueólogo, duro, elitista y una pizca misógino, contaba con muy pocas mujeres, y ninguna tan guapa como ella, se había dicho Francois.

Su sorpresa se había transformado en ardiente atracción cuando, con la mirada encendida, Johanna había hablado del arte románico. Esa espléndida chica de treinta y tres años, que había ingresado en el Centro Nacional de Investigación Científica tras haber presentado una tesis sobre Cluny a los veintiocho y que relataba emocionadísima la aparición de la bóveda de cañón y del arco de medio punto, tenía algo excepcional. De la joven emanaba una intensa pasión por su arte que lo había fascinado en el acto. Después, había sentido miedo, un miedo cerval de estar enamorado de ella y de las consecuencias desastrosas que eso provocaría en su familia, que era su asidero en la vida, la que daba sentido a esta, su fuente de energía. Había luchado contra sus sentimientos tanto para protegerse a sí mismo como para salvaguardar a Marianne, pero Johanna había sido más fuerte. Cada vez que se veían, lo asaltaba tal deseo —un deseo que jamás había sentido antes, ni siquiera por su mujer—, un apetito —carnal e intelectual— tan vivo que había acabado por darse por vencido. Vivía mal las leyes del triángulo amoroso, pero la clandestinidad de su relación con Johanna le permitía preservar a su familia, y eso era lo más importante.

Salieron del hotel y, a modo de aperitivo, Francois llevó a su compañera a dar un paseo por las murallas de la guerra de los Cien Años. Johanna se había quitado los pantalones ajustados y la fina blusa para ponerse un vestido corto de seda y unos zapatos rojos, pero, pese a la ligereza de su atuendo, la ansiedad le oprimía el cuerpo como un corsé de hierro.

—Estás guapísima —le susurró Francois—. Igual de cautivadora que este lugar… Por cierto, no te he dejado tiempo para que me digas qué te parece mi sorpresa. Supongo que debes de conocer el Monte como la palma de tu mano, pero esta vez sucumbiremos juntos a su encanto.

Johanna se obligó a respirar hondo antes de responder:

—Ahora me toca a mí sorprenderte. En realidad, me centré muy pronto en Cluny y Vézelay y como Mont-Saint-Michel no era un monasterio cluniacense, la verdad es que estoy muy lejos de conocerlo como la palma de mi mano.

Francois puso cara de asombro, pero enseguida dejó ver que estaba encantado.

—¡Es increíble que no te hayas interesado nunca por el Monte! Y maravilloso, porque así podré iniciarte en su mitología. Me fascina desde que era pequeño, y para mí es un tema inagotable.

Johanna, con el corazón en un puño, observaba las olas grises que corroían los contrafuertes del dique, devoraban los aparcamientos, lamían las atalayas.

—La bahía, por ejemplo: las mareas alcanzaban una velocidad prodigiosa. ¡Un metro por segundo y quince metros de amplitud! Digo «alcanzaban» porque en el año 1000 era una isla; no había ni dique ni esos pólderes que la han enarenado parcialmente. Menos mal que van a limpiar todo eso y a destruir ese ridículo brazo que lo une al continente. Si todo va bien, muy pronto habrá que venir de nuevo andando, como todo buen peregrino. Maldito reino del coche… Habrá que dejar la carreta con motor allí, ¿lo ves?, y pasar en barca, o a pie por una pasarela de pilotes.

Johanna no dijo nada. Francois interpretó ese silencio como una docta desaprobación.

—Tienes razón, cariño, soy un mal guía, hago las cosas al revés. Hay que empezar por el principio, y eso exige subir los peldaños para remontarse en el tiempo. Ven.

Muy excitado, la cogió de la mano y la condujo por las callejuelas adoquinadas y las estrechas escaleras que atravesaban el pueblo. A ambos lados, los rótulos de hierro forjado de las innumerables tiendas para turistas imitaban, con más o menos acierto, los antiguos. Las viviendas, admirablemente restauradas, tenían entramados y nombres tan evocadores como «la casa de las Alcachofas», «residencia Tiphaine», «du Guesclin» o «casa de la Cerda huidiza». A medida que iban subiendo los peldaños de piedra, encontraban jardincillos y árboles más que centenarios, y así hasta el pináculo, donde la abadía, imponente y majestuosa, con la aguja de oro elevándose hacia el cielo, les hizo levantar la cabeza y abrir la boca.

—¡Ahí la tienes! —dijo Francois, tratando de recobrar el aliento—. Aquí es donde todo empezó, hace trece siglos. No entremos todavía, ¿te parece? Mejor más tarde, después de cenar… Ahora ven por aquí.

Prosiguieron su ascenso por otra escalera y llegaron, jadeando y con las pantorrillas doloridas, al pórtico de la iglesia abacial. El extraordinario y vertiginoso panorama, deliciosamente romántico, congregaba allí a numerosos visitantes, en especial parejas. El agua cubría la base del Monte, unido a la tierra por el funesto dique.

Las olas tocaban el cielo, cada vez menos azul, surcado de franjas rosa. Johanna se sentó sobre el parapeto, impresionada por el disco rojo del sol poniente. Francois se aclaró la garganta y apoyó las manos en los hombros de la joven mientras contemplaba el mar.

—Érase una vez, en los confines de un desierto de arena y agua poblado de brumas y de tormentas propicias al florecimiento de leyendas, una peña de granito llamada monte Tombe. La montaña, estatua de piedra proyectada hacia el cielo, era víctima del caos de la naturaleza desde que en el siglo VIII una tempestad demoníaca había engullido el bosque de Scissy, que la rodeaba y se extendía hasta Brocéliande. Desde entonces, dos veces al día, respondiendo a la llamada del sol y de la luna, las olas del mar se alzaban y, a la velocidad de un caballo al galope, rodeaban la peña con su espuma iracunda, aislándola del resto del mundo.

Johanna sonrió, al parecer más relajada. Francois no solo era un buen historiador, sino que poseía un talento como narrador que la hacía soñar.

—En la linde de las nubes celestes y las riberas terrestres —continuó su compañero—, entre el mundo de aquí abajo y el más allá, esa extraña «isla de los Muertos» había sido escogida como morada por un divino arcángel: san Miguel, primer personaje del reino de Dios después de Cristo, gran maestro de ceremonias del paso al otro mundo, se había aparecido en sueños al obispo de Avranches, llamado Auberto, para que le construyera un santuario en el monte Tombe. Tres veces había visto el prelado al Arcángel en sueños, y tras la tercera aparición, decidió ejecutar la orden del heraldo de Dios.

—¿Eso cuándo fue? —preguntó Johanna, atrapada por las palabras de Francois.

—También en el siglo VIII, mi amor. El 16 de octubre del año 709, Auberto consagró el oratorio dedicado a san Miguel, templo construido con las piedras de la montaña, en la ladera de la peña. A partir de ese momento, pese a los peligros que los acechaban…, arenas movedizas, mareas, tempestades, bandidos…, no cesaron de acudir peregrinos al santuario, custodiado por doce canónigos bretones que vivían de las limosnas de los cristianos, de los peces que el mar dejaba en las orillas, de los productos de la tierra y de un manantial milagroso que san Miguel había hecho brotar en la peña: la fuente de san Auberto, que sigue estando ahí abajo, mira…

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