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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

La promesa del ángel (43 page)

—En este momento no incrimino a nadie, pero, si en esta abadía se esconde un asesino, contad conmigo para descubrirlo. Ahora, hijos míos, vamos a celebrar nuestro último oficio de este funesto día y a proclamar nuestra indefectible consagración al Arcángel. ¡Vamos a cantar completas!

Los frailes intercambian miradas llenas de terror antes de encaminarse a la cripta de Nuestra Señora de los Treinta Cirios. Tras el oficio, cuando el silencio y la noche han caído, los monjes se dirigen hacia el dormitorio para tratar de dormir hasta vigilias pese al miedo que los oprime. Algunos van a velar a Antelmo y Romualdo en la cripta de San Martín. En cuanto al abad, regresa tranquilamente a su celda. Atiza el fuego de la chimenea, se sienta, se sirve un vaso de vino tinto y prepara un plan para desenmascarar al autor de los homicidios. Parece esperar a alguien, y en efecto, no tardan en sonar tres golpes en la puerta de madera.

—¡Pasad!

Una silueta encorvada y rechoncha, con el sayal mugriento y gastado, entra en la celda del abad e inmediatamente la impregna de un olor a estiércol. Cubre su cabeza una blanca cabellera hirsuta, sembrada de briznas de paja, y una tupida barba también canosa, sin peinar desde hace mucho tiempo. Su rostro castigado está lleno de costras rojas. Su mirada sombría permanece encerrada en sí misma, como una cripta condenada.

—¿Un vaso de vino, Osmundo? —pregunta el abad.

El antiguo enfermero dirige una mirada torva a la jarra de estaño y hace un gesto negativo.

—¿Dónde estabais anoche y anteanoche? —pregunta Almodius, sin invitarlo a sentarse.

Los ojos castaños del hermano laico reflejan un vacío abisal. Mira a su alrededor como un animal acorralado.

—¿Dónde estaba? ¿Dónde estaba? —repite, como si no comprendiera las palabras—. ¡Diantrecarambavaderretro, con mis caballos!

El tiempo, que ha alterado menos la carne de Almodius que sus constantes mortificaciones, ha podido con el hermano laico, quien ha caído poco a poco en la locura de la senilidad. El rostro, antes mofletudo, se le ha afilado, y lo tiene salpicado de costras a las que Osmundo consagra sus días, rascándose sin parar y comiéndose las placas de sangre coagulada. Ha olvidado el latín y se expresa en una mezcla de dialecto vikingo, lengua romance y neologismos. Los caballos, que le provocaban auténtico terror, ahora le despiertan una pasión exclusiva. Y esa devoción por los équidos ha sido lo que le ha salvado del hospicio de Avranches, adonde algunos hermanos querían enviarlo a terminar sus días, ya que sus despropósitos lo excluían de la comunidad. Osmundo ha abandonado por iniciativa propia el dormitorio, el refectorio y la iglesia para alimentarse de forraje y descansar con los caballos en el establo. Después de haber pasado una buena parte de su vida cultivando hierbas, ha olvidado toda su ciencia y se sustenta de heno. Pese a las burlas de los oblatos y de los novicios, que se meten con su permanente olor a excrementos, jamás se muestra violento y colabora con el herrero y los hermanos laicos encargados del establo de la abadía.

—¿Sabéis lo que sucedió anoche y anteanoche?

Osmundo, con la mirada extraviada, mueve la cabeza negativamente.

—Sin duda os acordáis de fray Antelmo y de fray Romualdo, aunque no frecuenten el establo.

El monje asiente con la cabeza sin mucha convicción.

—Pues bien, ayer por la mañana encontramos el cuerpo de Antelmo colgado en el campanario, y esta mañana el de Romualdo ahogado en la bahía.

Osmundo se santigua, pero permanece callado y no muestra ninguna sorpresa.

—Es una tragedia para todos nosotros… y un misterio inexplicable, pues esas dos muertes, debido a una inquietante coincidencia, reproducen unos acontecimientos que se desarrollaron aquí hace mucho tiempo. Los reproducen con toda exactitud, puesto que mañana celebraremos la Ascensión.

Almodius escruta el rostro impasible del fraile.

—¿Sabéis a qué me refiero? —insiste.

Osmundo persiste en guardar silencio. Se limita a bajar la cabeza hacia el suelo de tierra batida.

—Estoy seguro de que lo sabéis. Y el azar ha querido que Antelmo y Romualdo fueran precisamente los últimos supervivientes de los jueces que oficiaron, hace cuarenta años, en el proceso de aquella mujer. Los hermanos Martín y Drocus abandonaron este mundo hace tiempo, así como el obispo Rolando de Aubigny, el duque Ricardo y el abad Thierry. Los únicos que quedaban con vida eran Antelmo y Romualdo. Es sorprendente, ¿no os parece? Aparte de mí, que me limité a declarar como testigo, no queda en estos momentos ningún superviviente de ese tribunal. ¿Qué opináis?

—Pero… ¿de qué, padre?

Almodius frunce las cejas, salpicadas de canas. Se siente dominar por la cólera. Parece vano interrogar a ese viejo senil, pero el abad continúa convencido de que Osmundo oculta algo y de que está menos loco de lo que parece.

—¿No veis que todo esto tiene el aspecto de una odiosa venganza, viejo majadero? —le espeta, golpeando la mesa con ambos puños—. ¡Un primer crimen mediante el aire, el día del aniversario del primer suplicio de Moira, y un segundo homicidio mediante el agua, y las dos víctimas fueron jueces de la hereje! ¿No os parece raro? Vos erais entonces amigo de fray Román y ahora sois, aparte de mí, el último actor de aquella lejana historia.

—¡Los caballos! ¡Yo estaba con los caballos! —grita el pobre monje.

—Mentís, estoy seguro de que mentís y de que no chocheáis tanto como os gustaría hacerme creer. Vuestra estratagema tal vez funcione con los cándidos de este monasterio, a los que engañáis igual que los engañasteis hace cuarenta años haciendo hablar a Auberto por boca de Román, pero conmigo no valen vuestras pérfidas trapacerías, ¿me oís?

Por primera vez, los ojos de Osmundo cobran vida y, por espacio de un instante, son presa del desasosiego.

Este hecho no escapa a la observación de Almodius, que se calma y reanuda su monólogo en un tono sorprendentemente conciliador, el tono de un guerrero que arroja las armas porque le han arrebatado la victoria.

—Durante todos estos años he aprendido mucho sobre mis semejantes y sobre mí mismo —confiesa—. He sondeado a mi pesar el fondo del alma humana, y ningún mortal volverá a engañarme. Por fin estoy en mi verdadero lugar, el lugar que merecía y que me usurparon durante tres décadas, y no dejaré que nadie lo amenace. A lo largo de tres decenios de batallas, he vencido el miedo, la felonía, la ingratitud, la negligencia, el caos, he vencido al propio duque Guillermo. El sangriento recuerdo de una muerta no va a asustarme ahora. Aunque lo neguéis, estoy seguro de que sois vos quien intenta vengar a Moira y lanzar el anatema sobre la abadía. Y no me cabe duda de que yo mismo figuro en vuestra siniestra lista de represalias, que, lógicamente, debe incluir dos crímenes más, mediante la tierra y mediante el fuego. Incluso creo que me habéis reservado el fuego, la hoguera final, la apoteosis. Lo único que no entiendo de momento, aunque lo sabré muy pronto, es por qué habéis esperado cuarenta años.

Almodius ríe condescendientemente; luego se levanta con energía y va a abrir la puerta. Dos imponentes hermanos laicos se encuentran apostados a la puerta. Osmundo los mira con espanto. A una seña del abad, entran y atan a Osmundo a una silla. El antiguo enfermero no se debate. Los dos jayanes conducen al pobre Osmundo hasta la chimenea y le quitan las sandalias.

—Fray Osmundo —dice Almodius—, ese fuego con el que planeáis castigarme, os lo ofrezco yo a vos.

Los torturadores agarran a Osmundo cada uno de un tobillo y acercan los pies de este a las rojas brasas. El anciano monje intenta resistirse y se retuerce como un pobre gusano.

—Os lo pregunto de nuevo: fray Osmundo, ¿sois vos quien ha ahorcado a fray Antelmo y ahogado a fray Romualdo para vengar la muerte de la impía Moira?

—¡Soy inocente! —grita Osmundo—. ¡Yo no he sido!

—¡Mentira!

Los pies mugrientos entran en contacto con el lecho de ascuas. Alrededor de la carne se desprende un poco de humo y Osmundo profiere un grito prodigioso. Los hermanos laicos aflojan la presión.

Osmundo se retuerce bramando y la silla cae hacia atrás. El anciano se desmaya a causa del dolor. Entonces se oyen en la puerta unos golpes que sus gritos habían ahogado. Almodius mira a uno de los verdugos y este se apresura a abrir. El prior de la abadía surge de la oscuridad. Fray Juan apenas mira el cuerpo que parece recobrar la vida en el suelo de la celda. Parece aterrado.

—¡Padre, esto es una maldición! —le dice a Almodius—. ¡Un incendio, se ha producido un terrible incendio en la cabaña del constructor! ¡Eudes de Fezensac ha muerto!

Capítulo 13

—Son unas confesiones conmovedoras, ¿verdad? —dijo Johanna, levantando los ojos húmedos del cuaderno donde había copiado la carta de Román—. No pienso en otra cosa. Me sé las palabras casi de memoria, y tú eres el primero a quien se las digo, el primero al que le hablo de esto, después de Paul, claro. En cualquier caso, eres el único del Monte. Esto va a saberse, es inevitable, el manuscrito original está en manos de peritos, pero todavía tengo un poco de tiempo antes de que otros se adueñen de esta fabulosa historia —dijo, estrechando las hojas contra su pecho—. Todavía es mía, solo mía. Y tengo que encontrar lo que sea antes que ellos, tengo que penetrar su secreto, el de los dos, Román y Moira, el enigma de la montaña, ¿comprendes? ¿Por qué demonios cambió los planos de la abadía? ¿Por qué se marchó de Cluny? ¿Adonde fue? ¿Qué hizo? ¿Cuándo murió? La llave está en Cluny, pero estoy convencida de que la puerta está aquí… Volvió al Monte, estoy segura, lo percibo, las piedras lo saben, ¡tengo que hacerlas hablar!

—¡Ah, así que es eso lo que has ido a buscar a Cluny! Es atroz y maravilloso, en efecto, pero ¿de qué piedras hablas, Johanna? —intervino Simón Le Meur, levantándose para echar un tronco a la chimenea—. ¡Si apenas queda nada de la abadía románica! No esperarás encontrar en la capilla de San Martín otro cilindro de cobre con un pergamino donde el monje te cuente la continuación y el desenlace de la historia, ¿verdad? Y ya puestos, ¿por qué no con tu nombre en el manuscrito: «De parte de fray Román, siglo XI; destinatario: Johanna, siglo XXI»? Vamos, sé realista y agradece el regalo que la vida acaba de hacerte. Ya es increíble que ese texto haya llegado hasta ti a través de los siglos y los lugares; no pidas más de la cuenta.

Johanna lamentó haber compartido el testamento de Román con Simón. Había confiado en él y él ya empezaba a comportarse como un ingrato.

—No lo entiendes —dijo con voz sorda—. Yo no aguardo nada, pero lo espero todo. Es absolutamente imprescindible que averigüe qué le sucedió, por eso elaboro todas las teorías posibles. No tengo más remedio que inventar, que recurrir a la memoria de las piedras, puesto que la de los hombres lo ha borrado todo. No queda nada de los costumarios de la abadía, que se quemaron en 1944 en Saint-Lô, y en la biblioteca de Avranches solo hay textos religiosos. Me paso allí todo el tiempo libre que tengo, pero ni siquiera he encontrado la anécdota de Auberto hablando por boca de Román, y eso es algo que los monjes deberían haber consignado en las recopilaciones de milagros. He encontrado información sobre el famoso Almodius, pero nada sobre Román, absolutamente nada en ninguna parte, así que me veo reducida a tocar las piedras que quizá él tocó, en cualquier caso que amaba, confiando en que me cuenten su historia.

—¿Te has fijado en que Román tiene un nombre que se presta de maravilla a la ficción? Y además, se ajusta a su oficio de constructor.
[1]

—Muy gracioso —dijo ella, levantándose también—. Te recuerdo que antes del siglo XIX todas las construcciones medievales eran calificadas de «góticas» sin distinción. El arte románico no fue bautizado así hasta 1818, por un arqueólogo normando, Charles Duhérissier de Gerville, en referencia a la lengua romance que utilizaba el pueblo en la Edad Media, la
rustica romana lingua
, que era la variante hablada del latín. En Normandía, al igual que en todo el norte de la antigua Galia, era simplemente francés. Por lo demás, fray Román era culto, como todos los monjes, y no se expresaba en lengua romance sino en latín, tanto por escrito como oralmente. En cuanto al género literario al que aludes, no existía en la época de este hombre, ya que fue inventado en el siglo XII para hacer soñar y para festejar el amor cortés de la caballería, el ideal místico del amor a la mujer, diferente del ideal religioso del amor a Dios…

Simón se acercó a ella con mirada ardiente.

—¡Ah, no, señora profesora! —dijo—. Yo diría que fue ese monje quien, sin saberlo, inventó el género novelesco. Porque, ¿qué es su relato sino el elogio de una mujer, el culto al amor perdido visto como un absoluto, teñido de tragedia y del sueño de un mundo mejor? Tiene todos los elementos, y es eso lo que constituye la belleza del texto —añadió, cogiendo a Johanna por la cintura—. Perdona por haberte ofendido. Es que yo soy un romántico empedernido y no veo ese relato como un testimonio histórico, sino como un cuento mágico comparable a los que me contaba mi madre cuando era pequeño. La veracidad de lo que cuenta Román no tiene ninguna importancia; a mí me da igual que esa historia sea auténtica o no. Lo único importante es su fabulosa belleza, que me lleva por los caminos de la fantasía. Y el hecho de no saber cómo sigue no me frustra, pues eso permite todas las posibilidades, es un cielo abierto e ilimitado, ¿comprendes?

Johanna le sonrió: era irresistible.

—Comprendo que seas un tranquilo soñador a quien le interesan las historias, mientras que yo intento descifrar la Historia. No tenemos la misma profesión, eso es todo.

—¿Sabes que en la tienda —dijo Simón, animándose como un crío— muchas veces me invento aventuras fantásticas para los objetos que vendo? No miento sobre su pertenencia al pasado; simplemente adorno un poco ese pasado. A la gente le encanta comprar no solo un objeto, sino la historia de ese objeto. Me invento tempestades, naufragios, vueltas al mundo, tesoros… Los clientes saben de sobra que lo que cuento no es verdad, pero les gusta escucharme, viajan…

—Simón, te has equivocado de oficio, deberías haber sido novelista.

—Bueno, la verdad es que he empezado a escribir una novela. Tal vez un día te lea unas páginas.

—¿Una novela de amor?

—Por supuesto —respondió él, rozándole una oreja—, aunque por desgracia jamás tendrá la fuerza mítica de la fábula de fray Román.

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