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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

La promesa del ángel

 

Una joven arqueóloga se encuentra prisionera de un enigma en el que pasado y presente se unen extrañamente.

Una roca en la costa normanda azotada por las tempestades, un lugar de cultos primitivos celtas que fue santificado por los primeros cristianos: el Mont-Saint-Michel todavía no ha revelado todos sus secretos. A principios del s. XI, los constructores de catedrales erigieron en honor del arcángel san Miguel, guía de las almas al más allá, una gran abadía. Mil años más tarde, Johanna, una joven arqueóloga apasionada por la Edad Media y encargada de llevar a cabo excavaciones en la célebre abadía benedictina, se encuentra prisionera de un enigma en el que pasado y presente se unen de forma extraña. Muertes rituales, secretos milenarios, amores prohibidos del pasado que renacen impetuosos en el presente. La joven arqueóloga debe recorrer un camino de vuelta al ayer, que la sitúa ante una historia que ha perdurado en el tiempo esperando su desenlace final, mientras una voz en sus sueños le repite: Hay que cavar en la tierra para acceder al cielo.

Este thriller histórico combina con maestría la intriga con la historia/arqueología. Un buen retrato de las supersticiones y creencias de la Edad Media, el peso de la Iglesia y los abusos de poder. El misterio de la leyenda medieval, muertes rituales sin explicación, secretos milenarios y amores prohibidos de antaño que renacen con fuerza…

Rédéric Lenoir y Violette Cabesos

La promesa del ángel

ePUB v1.0

libra_861010
19.09.12

Título original:
La promesse de l'ange

Frédéric Lenoir & Violette Cabesos, 2004.

Traducción: Teresa Clavel Lledo

Editor original: libra_861010 (v1.0)

ePub base v2.0

Hay que excavar la tierra para acceder al cielo

Capítulo 1

La pieza sinfónica de Beethoven había terminado con un estrépito de metales. El sonido de los instrumentos seguía retumbando en la cabeza de Johanna, obligándola a aguzar el oído para distinguir las notas de la obra siguiente. Furtivamente, la melodía tomó posesión del habitáculo del coche y su dulzura triste hizo que a Johanna se le formara un nudo en la garganta. La música era desgarradora y repetitiva como una melopea, una cantinela lenta, simple, obsesiva y fatal como la vida.

Pavana para una infanta difunta
, de Ravel, reconoció la joven.

Volvió la cabeza hacia la ventanilla para que el conductor no viera las lágrimas que se le saltaban de los ojos cada vez que escuchaba esa composición.

Pese al sol de septiembre, el paisaje que desfilaba ante ella adquirió una tonalidad lúgubre. La resaca de la música inundó los ojos de Johanna.

«Pierrot, hermano —pensó—, es tu canto, el canto de tu breve existencia, exenta de ira, llena de una ternura en la que ya apuntaba la tristeza…»

Al igual que Pierre, la infanta de Ravel no se rebelaba, se dejaba llevar soñando, al son de flautas que la recibían como pavesas angélicas, de violines graves, de cuerdas nostálgicas. La conclusión del compositor era desconcertante: tras un arrebato acariciador, sonaba como una aceptación, sin pelea, y el soplo de la música se extinguía delicadamente, casi apaciblemente, dejando al oyente en espera de una repetición del tema que no llegaba. Había terminado, pero a Johanna le resultaba inevitable esperar, oír tintinear las notas ausentes como una esperanza de resurrección.

Apagó la radio para dominar su emoción.

—¡Anda! —dijo con voz vibrante—. Nos hemos pasado la bifurcación hacia Le Havre… Entonces, vamos hacia Caen y la baja Normandía… ¡Espero que no me lleves a Deauville! No tengo ningunas ganas de encontrarme con las masas parisinas.

—Lo sé —contestó con calma Francois—. No te preocupes, no vamos a Deauville… Confía en mí; no te sentirás decepcionada. Va a ser un fin de semana misterioso y romántico, como los que a ti te gustan.

—¿Cabourg? —insistió Johanna—. No serás tan vicioso como para llevarme a tu casa de Cabourg, ¿verdad?

Francois se sonrojó. Se sentía suficientemente culpable de su relación con Johanna para no tener la osadía de llevarla a su residencia de Cabourg, que pertenecía a Marianne, su esposa. Johanna se percató del malestar que había provocado su comentario.

—Perdona, Francois —dijo—, ha sido una torpeza. Es que, verás, no estoy nada celosa de tu mujer y tus hijos, pero siento una gran curiosidad por tu entorno más cercano. ¡Acabas de pasar un mes de vacaciones con ellos y no me cuentas nada!

—Yo también siento mucha curiosidad por tu entorno más cercano, Johanna —repuso Francois, que no tenía ningunas ganas de hablar de su familia—, e incluso por el más lejano. Pero, al contrario que tú, yo sí estoy celoso.

—¿Ah, sí? —dijo ella, fingiendo sorpresa.

—Pues sí. Otro hombre ocupa permanentemente todos tus pensamientos, todos tus actos…

Johanna frunció el entrecejo.

—Este verano no te has ido de vacaciones para quedarte con él —prosiguió Francois—. Bueno, con él… En realidad, más bien con su fantasma, porque a él no paras de buscarlo, pero hasta el momento no se ha dejado ver.

Al comprender a quién se refería Francois, Johanna rompió a reír y le acarició la mano.

—¡Menudo rival! ¿Estás celoso de Hugo de Semur, abad de la abadía de Cluny, que murió en 1109? Pues, por si lo has olvidado, te recuerdo que mi vida gira alrededor de él gracias a ti.

—Sí, ya, pero si llego a saber que iba a acapararte de este modo… Porque, aunque tu enamorado murió en el siglo XII, su esqueleto blanquecino te fascina más que el mío.

—Quiero dejar claro que solo llevo en Cluny dos años —contestó Johanna— y que no desfallezco. Estoy segura de que la tumba está ahí y la encontraré, aunque tenga que consagrar toda mi vida a buscarla…, lo que no me impide apreciar también tu cuerpo…

—¡Qué exageración! ¡Toda tu vida en Cluny, rodeada de muertos en ese agujero! Acabarás en el mismo estado que tu venerado Hugo.

Johanna soltó la mano de Francois.

—¡Tú sigue burlándote! ¿Y si acabáramos por dar con ese mausoleo? —dijo ella, con la mirada intensamente azul—. ¿Te das cuenta del impacto que tendría el hallazgo? También para ti, lo sabes de sobra. Una tumba perdida desde hace cientos de años, de la que nadie puede decir dónde está, ni siquiera si todavía existe, la tumba del abad que dirigía el monasterio en el momento de su apogeo, una especie de rey, ¡un Tutankamón medieval! ¿Te puedes imaginar los tesoros que debe de contener su sepultura? Su descubrimiento podría enseñarnos tantas cosas sobre ese período…

—¡Ya estamos! ¡Ahora la chica se cree que es Howard Cárter en el Valle de los Reyes y sueña con la gloria!

—La gloria me tiene totalmente sin cuidado, igual que a Cárter —repuso ella en un tono cortante—. Además, no soy la directora del yacimiento, sino la ayudante, así que no seré yo la descubridora de la tumba, si es que algún día la encontramos… Y la verdad es que me trae al fresco, lo único que yo quiero es excavar, excavar y excavar.

—Justo lo que yo decía. Un día de estos te metamorfosearás en topo.

Johanna se quedó pensativa. El oficio de arqueólogo no era para ella una pasión, sino algo que formaba parte de su propia naturaleza. Estuviera donde estuviese, no podía evitar escuchar el mensaje de las piedras trabajadas por el hombre. Y las piedras le hablaban. Los fragmentos de pared, aunque estuvieran enterrados, le contaban historias mágicas que ella intentaba incansablemente resucitar contra la tierra que las recubría de olvido. Ese tipo de vida, en el que lo prioritario no eran las relaciones afectivas con los vivos sino el amor por las cosas muertas, hacía sufrir a Francois.

—Francois… —dijo, besándole los dedos—, el topo te promete que se ocupará de ti, por lo menos este fin de semana. Te acariciará con un pincelito, como si fueras una piedra románica, y llevará mucho cuidado para no golpearte con el pico.

Él se inclinó y, para tratar de besarla, apartó la vista de la carretera.

—¡Cuidado! —exclamó Johanna.

Francois se incorporó a regañadientes.

Ella se echó a reír y contempló el paisaje. Estaban llegando a las afueras de Caen.

—Por cierto, Francois, ¿qué te has inventado para este fin de semana?

—No me he inventado nada —respondió él secamente—, porque mentirle a Marianne me repugna. Le he dicho que tenía que ver un futuro yacimiento, que se trataba de un asunto delicado y complejo, que iba a ver al administrador de Monumentos Históricos…, y, a pesar de que estás tú, es la verdad.

Johanna se quitó las gafas y mordisqueó una de las patillas con un mohín de recelo.

—Monumentos Históricos… A ver, a ver…, explícame eso.

En ese momento, Francois dejó Caen y la autopista a su derecha y se metió en una nacional en dirección a Saint-Lô, ciudad que también dejó a un lado para continuar hacia el sudoeste.

—No vamos a Normandía, por lo que veo —dedujo Johanna—. ¿A Bretaña? Monumentos Históricos… ¿A Saint-Malo?

Francois le dedicó la mejor de sus sonrisas.

—Una sorpresa es una sorpresa. No te enterarás hasta que lleguemos.

—Pues entonces dormiré un rato. El minero que no ha hecho vacaciones va a descansar… para estar en forma dentro de un rato.

—¡Voy a acelerar!

Johanna se acurrucó en el asiento y cerró los ojos. Se preguntaba cuál sería su destino. La contrariaba el hecho de que Francois siguiera mezclando trabajo y placer, pero sabía que ese acuerdo con su culpabilidad era el único medio para que continuaran viéndose. De repente, se sintió muy cansada… Quizá, después de todo, debería haberse tomado unas vacaciones, unas verdaderas vacaciones; le quedaban un montón de días de permiso. Pero sus amigos no estaban disponibles, y marcharse sola no le apetecía… Además, la tumba que presentía, pero que se resistía a todas sus investigaciones… Si se hubiera equivocado, si estuviera en otro sitio… ¡Otra vez pensando en el trabajo! No, este fin de semana no, ahora estaba con él, no en su zanja… Apoyó una mano en el muslo del conductor y se adormeció.

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