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Authors: Francesc Miralles

La profecía 2013 (21 page)

BOOK: La profecía 2013
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8

En la zona prohibida de la montaña había restos de una actividad minera largamente abandonada. En lugar de bajar por la pendiente que conducía al cráter, Panaiotis señaló un sendero descendente que giraba a la izquierda de forma bastante abrupta.

—Según el mapa de montaña, este lugar debería caer por aquí.

Caminamos en precavido silencio mientras el taxista se detenía cada pocos pasos a medir el terreno con los ojos. Parecía querer comprobar si se correspondía con el mapa que tenía grabado en la mente.

Finalmente señaló una pequeña cuesta y exclamó:

—¡Eureka! Es allí.

Miré inquieto un agujero en la montaña de dimensiones demasiado modestas para ser llamado cueva. Se asemejaba más bien a una madriguera grande. Aun así, acompañé a Panaiotis hasta aquella boca de lobo —no superaba el medio metro de altura— sin hacer ningún comentario.

Blandiendo una de las linternas, metió la cabeza en su interior:

—Sin duda es la sima de Kynops —anunció triunfante—. Y parece profunda.

Tras decir esto, se colgó la cuerda al hombro y me indicó con la cabeza que le siguiera. Encendí mi linterna y me metí con él en la caverna, que ascendía en una suave pendiente de arenisca. Al final de ésta, el túnel bajaba casi verticalmente en dirección a las entrañas de la tierra.

La voz de cazalla de Panaiotis resonó extrañamente en la cueva:

—Paso de meterme ahí. Nada nos asegura que una vez abajo podamos volver a subir. Este terreno es muy resbaladizo.

—Entonces quédate tú arriba y sostén la cuerda —le pedí con una determinación que me sorprendió a mí mismo—. Bajaré hasta donde pueda.

El griego respondió a mi propuesta con un silencio apreciativo. Noté que no se lo esperaba. Luego se anudó la cuerda a la cintura y soltó el otro cabo en aquella ratonera. Tras pegarse a la pared de la roca y clavar las botas al suelo, dijo muy solemne:

—Ya puedes bajar, hijo. Pero hazlo con cuidado o me arrastrarás contigo al averno.

Con una mano en la cuerda y la otra en la linterna, empecé a deslizarme por aquel agujero de gusano. Era lo bastante ancho para bajar suavemente como por un tobogán, aunque el haz de la linterna sólo permitía ver un par de metros por delante.

Antes de agotar el largo de la cuerda que marcaba el límite de mi exploración, el aire empezó a enrarecerse. A duras penas podía respirar. Quizás porque el oxígeno no me llegaba al cerebro, tras dudar unos instantes decidí seguir unos metros más para ver adonde llevaba aquel túnel natural.

Un olor nauseabundo empezó a emerger entonces del fondo, como si la putrefacción de cien demonios se hubiera conservado en el corazón de la sima. A punto de vomitar allí mismo, me disponía a iniciar el ascenso cuando sentí que las fuerzas me abandonaban y, desasido de la cuerda, mi cuerpo se precipitaba hacia el fondo.

Cuando desperté, en la oscuridad más absoluta, no fui capaz de discernir si estaba vivo o muerto. Un dolor agudo en la espalda me indicó que me hallaba con vida, aunque tal vez por poco tiempo, ya que todo parecía indicar que aquello sería mi tumba.

La única buena noticia era que allí abajo había oxígeno. No era que pudiera respirar sin dificultad, pero el olor putrefacto que me había hecho perder el conocimiento había desaparecido. Supuse que debía de haber atravesado alguna bolsa de gas.

Palpé el suelo con las manos —era imposible saber a qué profundidad había caído— en busca de la linterna, pero tras varios minutos de exploración lo dejé por imposible. Probablemente se había atascado en el túnel o bien había rodado hacia más abajo, aunque parecía hallarme en un terreno plano.

Ante la perspectiva de exhalar en aquella sima el último suspiro, empecé a llamar a gritos a Panaiotis. Sin embargo, la única respuesta que obtuve fue mi propio eco.

Presa de la desesperación, volví a arrastrarme en la oscuridad como un insecto atrapado, mientras lanzaba las manos sobre la superficie tratando de dar con la linterna. Todos mis intentos fracasaron, pero obtuve un inesperado premio de consolación: de repente, mis dedos rozaron la cuerda.

Mientras volvía a llamar a Panaiotis sin respuesta —quise creer que el sonido no llegaba hasta allí abajo—, tiré de la cuerda y celebré con un alarido que estaba tensa. Aquello me unía esperanzadoramente a la salida de la cueva y a la vida misma.

Con la adrenalina disparada y todos los músculos en tensión, agarré el cabo con ambas manos y lo seguí hasta volver a entrar en el túnel ascendente por el que había caído.

Afortunadamente, la profundidad de aquella sima no había superado la longitud de la cuerda.

El suelo resbaladizo y la pronunciada pendiente hacían que tuviera que luchar hasta el límite de mis fuerzas para subir cada metro. Sudaba y temblaba a partes iguales mientras los gases fétidos que me habían hecho caer al abismo volvían a envenenar el aire.

A punto de desfallecer definitivamente, de repente sentí que mi ascenso se volvía más fácil. Presa del mareo y de la confusión, necesité unos segundos para entender que Panaiotis estaba tirando de la cuerda para facilitar mi subida.

Me aferré a ella con más fuerza aún mientras trepaba clavando los pies en el suelo como un roedor inmundo. Un cálido resplandor al final del túnel me dio el último empuje. Minutos después llegué a la fuente de la luz entre gemidos de agotamiento.

—Bravo —dijo una voz desconocida—. Has llegado a Kynops.

9

Comprobé, estupefacto, que quien se iluminaba el rostro con la linterna no era Panaiotis, sino un hombre de larga cabellera rubia y facciones algo aniñadas. Tal como me había anunciado al salir del hoyo, había encontrado a Kynops.

Y lo más sorprendente era que, al recuperar el aliento, me di cuenta de que aquella cara me resultaba familiar. Necesité sólo unos segundos para recordar dónde lo había visto: en el barco de Samos a Patmos. Era el joven que escribía con pluma mientras sonaba la canción de John Downland. Visto de cerca, las arrugas bajo sus ojos revelaban que tenía más de treinta años.

—¿Dónde está Panaiotis? —pregunté aturdido.

—Lo he expulsado —respondió con voz serena—. Él no está autorizado a permanecer en la cueva sagrada.


¿Y
yo sí lo estoy?

—Tú te lo has ganado, puesto que has tenido que superar ciertas dificultades para llegar hasta aquí. Considéralo una iniciación. Ahora eres miembro de pleno derecho de Renacimiento.

De lo que me estaba contando, sólo entendí que aquel tipo estaba loco. Mientras no valorara su grado de peligrosidad, me convenía representar el papel de discípulo aplicado.

—¿También Elsa forma parte de Renacimiento? —pregunté sin saber de qué estaba hablando.

—No hay nadie con ese nombre entre los elegidos —respondió—. Ahora acompáñame, vas a conocer nuestro observatorio.

Al salir de la sima de Kynops, la radiación del sol —aunque el día estuviera nublado— me dejó tan ciego como en el interior de la cueva. Mi anfitrión esperó pacientemente a que me recuperara para reiniciar la marcha.

Luego me guió en dirección al cráter que había visto con Panaiotis desde lo alto del monte.

—No debes llamarme Kynops a partir de ahora —dijo en tono confidente—. Ése era sólo el nombre de tu búsqueda. Ahora que la has completado con éxito, puedes llamarme Hannes, que es mi nombre islandés.

Durante la bajada por intrincados caminos de montaña, me explicó que Renacimiento era una hermandad de doce miembros cuya finalidad era preparar el mundo para el Apocalipsis. Por eso habían instalado su observatorio en la isla de Patmos, donde el fin había sido revelado por primera vez al apóstol.

Como había oído decir de otros líderes sectarios, había algo en Hannes que inspiraba comodidad. Fuera el tono extremadamente cortés de su voz o los gestos suaves con los que acompañaba sus palabras, podía imaginar que era el tipo de personalidad que creaba adeptos.

Su melena rubia encuadraba un rostro noble y sereno que escondía, con toda probabilidad, delirios que yo aún era incapaz de imaginar.

Guiado por aquella carismática proximidad, antes de llegar al dichoso observatorio me atreví a hacer al líder de Renacimiento algunas preguntas directas.

—¿Por qué es tan importante la correspondencia entre Jung y Caravida?

—Forman parte de la Nueva Revelación —explicó con autoridad—, que es la hoja de ruta de Renacimiento. Nuestra Biblia, para utilizar un concepto cristiano.

—Si sólo
forman parte,
eso quiere decir que la Nueva Revelación cuenta con otros documentos —argumenté.

—Así es. De hecho, recoge un siglo de visiones: desde alquimistas a psicólogos, pasando por filósofos y científicos, entre todos configuran la profecía 2013.

—Es decir, todas aquellas predicciones que dan como fecha del fin del mundo el 2013 —recapitulé—. Si se trata de un siglo de visiones, entiendo que el cálculo alquímico de Caravida es el más antiguo.

—Juntamente con un sueño que tuvo el mismo Jung —añadió Hannes en referencia al episodio que yo conocía—. Ellos fueron los primeros en fijar el año del fin, que al mismo tiempo marca un nuevo inicio. Ésa es la buena noticia.

—Pero he oído decir que los mayas ya habían realizado una predicción similar —intervine.

—Ciertamente, pero eso supondría proyectarnos a una especie de Antiguo Testamento lleno de detalles vagos y ambigüedades. Y yo sólo estoy interesado en las predicciones modernas. Soy un hombre de mi tiempo.

—¿Me estás diciendo que Patmos es la cuna de un nuevo libro del Apocalipsis?

—Exacto —respondió entusiasmado—, y las cartas de Gerona son sólo el preámbulo. La Nueva Revelación se escribe a sí misma aquí, cada día. No podría ser en otro lugar.

—Lástima que algunos ya no podrán asistir a la profecía 2013 —dije recordando los fiambres que alguien había ido sembrando en el camino a Patmos.

Hannes me miró intrigado, como si no acabara de entender de qué le hablaba. Sin embargo, puesto que un Mesías no puede mostrar su ignorancia, finalmente dijo:

—Bueno, ya se sabe: la revolución devora a sus hijos.

10

Hacia media tarde llegamos al observatorio de Renacimiento, que resultó ser un complejo de módulos prefabricados en el centro de un cráter. Era el que había visto desde lo alto del Penoupa. Estaban pintados del mismo naranja que el terreno, motivo por el que me habían pasado desapercibidos.

Aquel campamento improvisado me recordó a las imágenes que había visto del Campo Base del Everest. Al disponer de una amplia superficie plana, supuse que permitía el aterrizaje de helicópteros. Una ventaja nada desdeñable, dado lo recóndito del lugar.

A cierta distancia del complejo, en una ladera distinguí el brillo de las placas solares que debían de alimentarlo de electricidad. Hannes parecía complacido de que yo hubiera detectado aquella fuente limpia de energía.

—Somos totalmente autosuficientes —explicó—. Nos abastecemos de agua, calor y electricidad sin necesidad de contaminar, por eso puede que el observatorio te parezca algo oscuro por la noche. Pero al final todos se acostumbran a la luz tenue.

—De hecho, debería volver a Chora —repuse preparando mi retirada, aunque era demasiado tarde para rehacer el camino—. Tengo una noche pagada de hotel.

Hannes rió como si yo lo hubiera dicho en broma.

—Este te gustará más —dijo a modo de despedida—. Te espero esta noche para cenar.

Acto seguido desapareció por uno de los módulos, que eran simples cubículos de material plástico. Una fornida pelirroja salió poco después del mismo módulo y se dirigió hacia mí en tono diligente.

—Te acompañaré a tu habitación. Bienvenido a Renacimiento.

Estuve descansando un par de horas sobre un colchón a ras de suelo, mientras del exterior me llegaba el sonido de una organizada actividad. Desconocía cómo era el resto del complejo, pero el interior de aquel módulo no tenía nada que envidiar a un caro hotel minimalista.

Además de la cama, contaba con una mesita cúbica cuyas paredes emitían una suave luz. Al fondo había una mesa con una pantalla de plasma con Internet. Un pequeño plato de ducha con su propio depósito de agua completaba el habitáculo.

Tras el encuentro con Kynops, que había resultado ser un islandés llamado Hannes, aún entendía menos la finalidad de todo aquello. Estaba claro que utilizaba Patmos como plataforma de un moderno Apocalipsis y, por los medios desplegados en aquel trozo de desierto, era plausible que se tratara efectivamente de un millonario. Y lo veía capaz de pagar una fortuna por un manuscrito para aquella Nueva Revelación.

Sin embargo, se me escapaba cuál era la relación de Renacimiento, un movimiento milenarista, con todas aquellas muertes. En apariencia el observatorio era sólo una comunidad ecologista con una idea algo rígida sobre la fecha del fin del mundo. Aparte de eso, parecía un lugar pacífico.

De haber encendido el monitor de plasma para consultar las noticias de la última semana, como estuve a punto de hacer, hubiera huido inmediatamente de allí. Pero finalmente decidí salir a pasear mientras esperaba la hora de la cena.

Caminé hasta una colina cercana para observar cómo el velo dorado del atardecer se derramaba sobre el campamento. A cierta distancia de donde yo me hallaba, un grupo mixto de personas parecían practicar Tai Chi mientras la noche ganaba la batalla al día.

Bajo la luz de las estrellas, el observatorio parecía una colonia lunar.

Supuse que cada miembro de Renacimiento debía de decorar personalmente el módulo que ocupaba, y el de Hannes era de estilo psicodélico. Lo que desde fuera era un simple cubo naranja, por dentro resultó ser una extraña amalgama de iconos religiosos y símbolos esotéricos en medio de un mobiliario kitsch propio de la década de 1960.

El líder de la hermandad me recibió sentado en una butaca giratoria de sky. A su lado, una enorme esfera emitía una débil luz anaranjada. Del techo colgaban varios móviles coloristas que rotaban y se entrecruzaban como si recibieran algún tipo de empuje.

Hannes me indicó que me sentara en un incómodo asiento con forma de mano. Entre los dos había una mesa con sarnosas —empanadas vegetales al estilo indio— y una botella abierta de vino tinto.

Puesto que ni yo mismo sabía lo que hacía allí, rompí el silencio de mi anfitrión con un comentario carente de todo interés.

—Supongo que debe de ser estimulante para un islandés vivir en una isla griega.

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