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Authors: Irving Wallace

La Palabra (16 page)

Darlene lucía una sonrisa alegre.

—Roy, éste es mi jefe, el señor Steven Randall… Mmmm, éste es Roy Ingram, un amigo mío de Kansas City.

Randall le estrechó la mano.

—Sí, la señorita Nicholson me ha hablado de usted.

Roy Ingram trató de ocultar su nerviosismo.

—Mucho gusto en conocerle, señor. Darlene me escribió acerca de su empleo con usted, y me dijo que le acompañaría en este viaje de trabajo a Europa. Yo… yo pensé que pasaría a decir… a desearle a Darlene un buen viaje.

—Muy galante de su parte —dijo Randall—, venir desde Kansas sólo para desearle un buen viaje.

Ingram se sonrojó y tartamudeando dijo:

—Bueno, yo… yo tenía algunos negocios en Nueva York, además, pero sí, gracias.

—Los dejaré solos —dijo Randall—. Será mejor que regrese a la fiesta.

Una vez de vuelta en el salón privado, Randall recordó cuándo había oído de ese tal Roy Ingram por primera vez. Había sido la noche del día en que había conocido a Darlene Nicholson. Ella era una de las varias muchachas que había enviado la agencia de colocaciones como solicitantes para ocupar la plaza vacante de secretaria. Randall había estado trabajando en su oficina y con el timbre había llamado a Wanda para que recogiera unos papeles. Wanda había entrado y, a través de la puerta abierta, Randall había visto a Darlene sentada frente al escritorio de Wanda, con sus largas piernas cruzadas.

—¿Quién es ella? —había preguntado Randall.

—Una de las chicas que solicitan el empleo. La he estado entrevistando. No sirve.

—Tal vez no esté solicitando el puesto adecuado. Hágala pasar, Wanda, y nada de bromas, por favor. Y acuérdese de cerrar la puerta.

Después de eso, había sido casi demasiado fácil. Se llamaba Darlene y había salido de Kansas City hacía dos meses porque ahí su inclinación creativa se estaba asfixiando. Ella siempre había ambicionado estar en la televisión neoyorquina. Había habido promesas y prospectos, pero ninguna actuación, y ya casi no tenía dinero. Así que había pensado que tal vez le gustaría trabajar en una empresa famosa que manejara a gente famosa, porque podría ser divertido. A Randall le gustaron su soltura, sus pechos y sus largas piernas. Él le había servido una copa y había mencionado los nombres de unos cuantos clientes y amigos. Le había dicho que estaba muy impresionado por su personalidad e intelecto para dejarla desperdiciar sus talentos en las pesadas faenas de oficina. Él encontraría algo mejor para ella. Y, a propósito, ¿estaba libre para cenar con él esa noche?

Después de cenar, ella se había ido con él a su apartamento. Fue entonces cuando él inquirió si ella tenía novio fijo. Ella había admitido tener un novio en Kansas City, un tal Roy, pero había roto con él antes de partir hacia Nueva York porque el muchacho era demasiado inmaduro y soso.

—¿Te gustaría tener a alguien fijo aquí? —le había preguntado él.

—Depende.

—¿Alguien que se hiciera cargo de ti? —había insistido él.

—Si me gusta el tipo, ¿por qué no?

—¿Te gusto yo?

Ella había pasado la noche con él y al día siguiente se mudó al apartamento. Él siempre pensó que era un buen trato. Darlene había deseado el ocio y el lujo y la gente glamorosa y los ambientes caros, y todo esto lo tuvo. Randall había necesitado una compañía femenina con un cuerpo juvenil y sin riesgo de involucrarse emocionalmente, y todo esto lo tuvo. Sin duda, era una buena ganga para ambos. Sin embargo, ahora que la había visto con su fiel novio, tan joven como ella, sintió una angustia de culpabilidad.

Pocos minutos más tarde, Darlene se reunió con Randall en el salón privado donde la fiesta estaba ahora, si acaso, más estrepitosa. Ella se veía todavía satisfecha y aún traía ese tonto ramillete de gardenias.

—Me libré de Roy —dijo ella—. ¿Sentiste celos?

«Niña estúpida», pensó él.

—¿Qué quería? —preguntó Randall.

—Quería que no me fuera contigo en este viaje. Quería que regresara con él a Kansas City. Quiere que nos casemos.

—¿Qué le dijiste tú?

—Le dije que quería ir contigo en este viaje. ¿No estás complacido, mi vida?

Su sentimiento de culpa había crecido. A la larga, él nada tenía que ofrecerle. Sin embargo, ella estaba rechazando a alguien permanente y decente a cambio del convenio que tenían. No estaba bien, aunque tampoco estaba mal. Después de todo, introducir el pene dentro de una joven que así lo deseaba, difícilmente era un acto de corrupción. Y si hubiese alguna corrupción, sería en virtud de usar su imagen como figura paterna, lo mismo que su riqueza y su poder, para sacar ventaja de la debilidad neurótica de Darlene. A ella le correspondía alguien de su propia edad, que se hiciera cargo de sus necesidades y le diera tres hijos y una nueva lavadora y secadora automática de por vida. A ella le correspondía estar con alguien como Roy Ingram, pero prefería una fiesta de despedida en el S. S.
France
. Bueno, el asunto funcionaba para ella y funcionaba para él, así que al diablo con la moralidad.

—Vamos, Darlene —dijo él—, el champaña va por cuenta de la casa.

Eso era lo que podía recordar del primer día a bordo. Luego, el segundo día; un día en el mar.

Recostado sobre la cama del camarote, Randall tomó el segundo programa y lo hojeó.

EVENTS DU JOUR

SÁBADO, JUNIO 8

De 7:30 A 9:30
DESAYUNO

Comedor Chambord

10:00 GIMNASIA
en la piscina, Cubierta «D», con el instructor

Echó a un lado el programa y revivió lo que pudo del segundo día.

Wheeler y Naomí Dunn, que tenían alcobas separadas en la lujosa Suite Normandie en la Cubierta Superior, bajaron y se reunieron con Randall y Darlene cuando éstos estaban terminando su ligero desayuno. Después de ofrecer a Wheeler y Naomí que comenzaría a trabajar con ellos dentro de una hora, Randall había llevado a Darlene a una animada excursión alrededor de la Cubierta Veranda, y luego había hecho una apuesta de diez dólares por cada uno sobre la distancia que el buque recorrería entre el mediodía de hoy y el de mañana. Con el ascensor habían bajado a la Cubierta «D», él se había puesto un traje de baño y ella el bikini más pequeño que él jamás había visto. Habían ido a nadar durante treinta minutos. Después de eso, Darlene se había ido a un paseo por el barco o a ver una película o a aprender el tiro al pichón de barro. Ella no tenía interés en el trabajo de él, ni en las conversaciones serias, ni en la lectura. Estaba satisfecha con cualquier actividad que fuera física; eso y conocer gente famosa, si es que podía encontrarla.

Randall se abrió paso hacia un pequeño y recluido privado, el Salón Mónaco, a un lado de la Biblioteca. Allí estaba Wheeler, sin chaqueta, la corbata aflojada, esperando sentado a una mesa de juego con Naomí Dunn, que estaba sacando apuntes y papeles de un portafolios de piel de cocodrilo.

Sentándose con ellos, Randall se olvidó pronto del moderno palacio flotante que lo rodeaba. Gradualmente comenzó a remontarse hacia el pasado, a través de los corredores de muchas centurias, a una época salvaje; una época antigua, primitiva, turbulenta… hacia la Palestina de principios del siglo primero, donde los judíos sufrían la ocupación romana.

Fue George L. Wheeler, que desenvolvía y cortaba uno de los cigarros habanos que había comprado a bordo, quien había comenzado el informe.

—Steven, para comprender completamente y apreciar la importancia del descubrimiento del profesor Monti en Ostia Antica, usted tiene que darse cuenta de cuán verdaderamente poco hemos sabido acerca de Jesucristo hasta antes de este hallazgo. Claro, si usted acepta los cuatro evangelios como algo transmitido por Dios, como una revelación, y acepta todas y cada una de sus frases basado puramente en la fe, entonces usted estará naturalmente satisfecho pensando que sabe lo suficiente acerca de Jesús. Pero hace mucho tiempo que la mayoría de la gente se ha rehusado a aceptar eso… Ahora bien, a pesar de lo que el doctor Evans le dijo en la fiesta acerca de que la mayoría de los eruditos bíblicos siempre creyeron en la existencia de Jesús, ha habido menos confianza en esa probabilidad entre los racionalistas religiosos y los historiadores seculares. Y es comprensible. En el instante en que usted exija pruebas de una historia verificable de la vida de Jesús ubicada frente a Su ambiente real, se meterá en problemas. Ernesto Renán mordazmente nos recuerda que los hechos conocidos acerca de Jesús llenarían menos de una página. Muchos sabios creen que esos hechos verdaderos difícilmente integrarían siquiera una frase. Otros eruditos (Reimarus y Bauer en Alemania, Pierson y Naber en los Países Bajos) pensaron que ni siquiera una palabra se podía establecer como hecho contundente acerca de Jesús, porque insistían en que Él fue un mito. No obstante, en los últimos cien años se han escrito y publicado cuando menos setenta mil supuestas biografías de Jesús.

—Pero, ¿cómo puede ser? —preguntó Randall—. ¿En qué se basaron para escribir esas biografías? ¿En los cuatro evangelios?

—Exactamente —dijo Wheeler—. En los escritos de los cuatro discípulos… Mateo, Marcos, Lucas y Juan… Y en algunas cosas más. Ninguno de los cuatro evangelistas había vivido con Jesús, ni observado Su ministerio; ni siquiera lo habían visto en persona. Simplemente habían recopilado algunas tradiciones orales, así como escritos de la primera comunidad cristiana, y los habían transcrito sobre papiros, décadas después de la supuesta muerte de Cristo. Todo eso se asentó en el canon inmutable en el que habría de convertirse el Nuevo Testamento, entre los siglos III y IV.

George L. Wheeler dio una fumada a su habano, levantó papeles que Naomí había depositado frente a él y resumió:

—Si nosotros basáramos nuestros conocimientos acerca de la existencia de Jesucristo y de Su vida solamente en la evidencia cristiana, en la evidencia evangélica, ¿qué tendríamos? La historia del Nuevo Testamento cubre un lapso no mayor de cien años. De los veintisiete libros del Nuevo Testamento, sólo cuatro realmente consideran la vida de Jesús; y esos cuatro representan menos del cuarenta y cinco por ciento de todo el Nuevo Testamento. Pero, ¿qué tanto nos dicen de esa vida real? Bosquejan el primero y el doceavo años de la existencia de Jesús, y luego saltan a los últimos dos, y hasta ahí llegan. De hecho, no hay informes de nueve décimas partes de Su vida. Poco se nos dice de Su infancia o de Su adolescencia. No se nos dice con precisión cuándo nació, dónde estudió o cuál fue Su actividad. No se nos da una descripción física de Él. Fundamentados solamente en las fuentes cristianas, lo que sabemos de Jesús podría comprimirse en un solo párrafo… Naomí, léale a Steven lo que usted tiene.

Randall se giró hacia Naomí Dunn, cuyos rasgos no reflejaban emoción alguna. Sus ojos estaban concentrados en la hoja de papel que sostenía con ambas manos.

Sin afrontar la mirada de Randall, dijo:

—De los evangelistas, esto es lo que tenemos en una ficha —Naomí comenzó a leer monótonamente en voz alta—: «Jesús nació, poco antes de terminar el reinado de Herodes el Grande, en Nazaret o en Belén. Posiblemente fue llevado a Egipto para protegerlo. Probablemente pasó Su infancia en un pueblo de Galilea llamado Nazaret. Sólo se dedican doce palabras a Su infancia, y ellas consignan que creció, fortaleció Su espíritu y se colmó de sabiduría. Aproximadamente a los doce años de edad, fue a Jerusalén y se reunió con los doctores en el templo. Después de eso, hay un vacío. Ninguna información adicional hasta que Jesús tiene alrededor de treinta y dos años. Entonces nos enteramos de que fue bautizado por Juan el Bautista, quien había sido enviado por Dios con el propósito de preparar a la gente para la aparición del Mesías. Después del bautismo, Jesús se aleja al desierto para meditar durante cuarenta días.»

—Ese retiro al desierto —interrumpió Randall—, ¿lo registraron todos los evangelistas?

—San Marcos, San Mateo y San Lucas lo consignan —respondió Naomí—, pero San Juan no. —Ella volvió a concentrarse en su ficha y continuó leyendo—. «Cuando salió del desierto, Jesús regresó a Galilea para ejercer Su ministerio. Hizo dos viajes a Cafarnaún y sus alrededores, y en un tercer recorrido cruzó el Mar de Galilea para predicar en Gadara y Nazaret. Más tarde, viajó hacia el Norte, para predicar en Tiro y Sidón. Finalmente, regresó a Jerusalén. Luego se retiró a un lugar cercano, pero permaneció en contacto con Sus discípulos. En la noche de Pascua entró a Jerusalén por última vez. Les volcó sus mesas a los cambiadores de dinero en el templo, y allí dio Sus enseñanzas. Se refugió en el Monte de los Olivos. Cenó, con Sus doce discípulos, en casa de un amigo. En el huerto de Getsemaní fue arrestado, y luego declarado culpable de blasfemia por el Consejo del Sanedrín. Fue enjuiciado frente a Poncio Pilatos, el gobernador romano, y sentenciado a muerte. Fue crucificado en el monte de Gólgota.»

Naomí hizo a un lado su hoja de papel y miró a Wheeler.

—Ésa es la historia evangélica de Jesús, el hombre; sin las parábolas, ni los milagros, ni las especulaciones. Eso es todo lo que cientos de millones de cristianos han podido saber acerca de Jesús, como ser humano, durante casi dos milenios.

—Debo admitir que en realidad fue muy poco para sobre eso construir una Iglesia, y que a duras penas demostraría que Jesús era de hecho el Hijo de Dios —dijo Randall, perturbado.

—O muy poco para conservar durante tanto tiempo a millones de creyentes —dijo Wheeler—. Y recientemente, a partir de la arremetida de los racionalistas y la llegada de la era científica, eso ya no resulta suficiente para mantener satisfechos a los fieles.

—Sin embargo, hubieron escritos no cristianos acerca de Cristo —recalcó Randall—. Josefo fue uno de ellos, al igual que algunos escribanos romanos.

—Ah, Steven, pero no son suficientes ni concluyentes. La evidencia cristiana es relativamente detallada, si se la compara con la evidencia no cristiana. Nuestra evidencia romana habla de la existencia de los cristianos, pero no da ninguna descripción de Cristo. No obstante, podemos asumir con seguridad que si la cristiandad fue reconocida por sus enemigos, debe haber existido un Cristo. De hecho, tenemos dos fuentes judías que hablan de Cristo —Wheeler depositó la colilla de su habano sobre un cenicero—. Usted menciona a Flavio Josefo, el historiador judío que se autonombraba sacerdote y que se convirtió en romano, y cuya vida abarcó del año 37 A. D. al 100 A. D. Si pudiéramos confiar en sus manuscritos existentes, tendríamos la confirmación definitiva de los evangelios. Josefo terminó de escribir su
Historia antigua de los judíos
en el año 93 A. D., y aparentemente mencionó a Cristo en dos de sus pasajes… Naomí, ¿los tiene usted a mano?

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