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Authors: Irving Wallace

La Palabra (61 page)

Randall sintió un sobresalto ante la lastimera desesperación que reflejaba la aturdida voz del holandés; la desesperación de uno que teme perder al otro. Ahora, Randall se preguntaba qué tan cierto sería lo que clamaba el bibliotecario al decir que conocía algo del Nuevo Testamento Internacional que lo desacreditaría. Bogardus tenía que estar fraguando una mentira; cualquier cosa que atemorizara a los editores para que lo retuvieran y le entregaran el texto del nuevo descubrimiento. No había más remedio que desafiar al traidor.

—Hans… —le dijo Randall al holandés.

Bogardus, abstraído en su propia vileza frente a Plummer, apenas parecía recordar que no se hallaba solo.

—Hans, todavía no me ha dado una razón para que no lo denuncie yo ante los editores y lo despidan inmediatamente. Usted presume de que ha encontrado una incongruencia en uno de los pasajes de la nueva Biblia. Supongo que a eso se refiere al hablar de una imperfección. Si eso es cierto, ahora es el momento de sustentarlo o callar. Por mi parte, yo no creo que usted haya descubierto ni una maldita cosa que me pudiera impedir echarlo de aquí.

—¿No lo cree usted? —dijo Bogardus ferozmente.

Pero no agregó más.

Randall titubeó.

—Estoy esperando su respuesta.

Bogardus se relamió los labios y permaneció callado.

—Está bien —dijo Randall—, ahora estoy seguro… Usted no es sólo un traidor sino también un farsante, y voy a decirles que se deshagan de usted.

Dio la media vuelta y se dirigió hacia la puerta.

—Espere —gritó Bogardus de pronto, interponiéndose apresuradamente frente a Randall—. Puede decirles que me despidan, pero más le valdrá no detenerse ahí. No me importa que se enteren ellos. De todos modos es demasiado tarde. Dígales que vean el Papiro número 9, la cuarta línea de arriba hacia abajo. Nadie, excepto yo, se ha dado cuenta de lo que eso significa. Si le entrego esta información a Cedric, al mundo, sobrevendrá el fin de Resurrección Dos. Pero —hizo una pausa para tomar aire— les prometo que nunca la revelaré, si es que me entregan la Biblia de inmediato. De lo contrario, estarán completamente perdidos.

—Lo van a echar de aquí hoy mismo, Hans —dijo Randall.

—Dígales que vean el Papiro número 9, la cuarta línea. Ya lo averiguarán.

Randall lo apartó de su camino, abrió la puerta y salió.

Por supuesto que él lo averiguaría.

Una hora después lo había averiguado ya.

Randall estaba sentado a su escritorio, sosteniendo el auricular del teléfono entre el oído y el hombro. Aguardaba a que la operadora del conmutador de los talleres de Karl Hennig en Maguncia, localizara a George Wheeler.

Mientras esperaba, Randall revisó nuevamente los apuntes mecanografiados que sostenía en las manos. Esos apuntes representaban lo que él había logrado averiguar del «defecto fatal» que Bogardus atribuía al Papiro número 9, línea 4, del Evangelio según Santiago.

Había sido difícil obtener esa información. Por un lado, Randall no era un erudito. Por otro, él no tenía acceso a los fragmentos originales que estaban en la bóveda. Y por otro más, no sabía leer el arameo. Esta última razón se convirtió en un muro impenetrable cuando recordó que poseía un juego completo de las fotografías que Edlund había tomado de los papiros, el único juego de copias existente, y que se hallaba en los confines de su propio archivo de seguridad.

Había analizado la copia en papel brillante del acercamiento fotográfico del fragmento marcado con el número 9, y le había resultado completamente indescifrable e ininteligible, con sus rasgos ondulados, sus caracteres y sus puntos, como si fueran hormigas en un desfile imposible de distinguir claramente. Pero la copia fotográfica venía acompañada por una lista de los encabezados de los capítulos y los números de párrafos que marcaba dónde aparecía cada línea del arameo en las traducciones del Evangelio según Santiago. El Papiro número 9, línea 4, correspondía a Santiago 23:66 en la edición inglesa del Nuevo Testamento Internacional.

Puesto que a él no se le había permitido retener la copia que había leído de la Biblia, Randall había tratado de averiguar quién podría tener otra a mano. Los editores estaban fuera de la ciudad y el doctor Knight había destruido su propia fotocopia. Entonces, Randall recordó que el doctor Knight había utilizado las galeradas que se encontraban dentro del portafolio del doctor Jeffries.

Randall localizó a Jeffries en su oficina, y el teólogo británico había colaborado con mucho gusto. Umm, Santiago 23:66, umm, veamos. Randall había obtenido la línea traducida. «Y Nuestro Señor, al huir de Roma con sus discípulos, hubo de caminar aquella noche a través de los abundantes campos del Lago Fucino, que había sido desaguado por órdenes de Claudio César y cultivado y labrado por los romanos.»

Simple, directo, inocente.

¿Dónde estaba el defecto fatal que Bogardus había señalado?

Los judíos habían sido expulsados de Roma en el año 49 antes de Jesucristo, Jesús se encontraba entre ellos y era el año en que había muerto, el último año de Su vida, según Santiago. ¿Qué estaba mal en todo eso?

Sin decir qué era lo que buscaba, Randall había asignado a Elwin Alexander y a Jessica Taylor para averiguar lo que pudieran acerca del Emperador Claudio, la expulsión de los judíos de Roma en el año 49 A. D., y esas hectáreas de tierra cultivada que una vez habían constituido el Lago Fucino cerca de Roma. Sus investigadores habían escudriñado los escritos de los antiguos historiadores… Tácito, Suetonio, Dion Casio y el grupo que había escrito la
Historia Augusta
, así como los de los historiadores modernos, anteriores y posteriores a Gibbon. En poco tiempo, el equipo publicitario de Randall había vuelto con fotocopias del material que había encontrado.

Randall hojeó el material desesperadamente, y de pronto una fecha lo dejó estupefacto. En pocos segundos reconoció el tal defecto fatal al cual se refería Bogardus.

El Fucino había sido un lago cercado de tierra en las proximidades de Roma. No tenía salida. Regularmente, cuando la temporada de lluvias llegaba a la antigua Roma, las aguas del Lago Fucino crecían, se desbordaban e inundaban la campiña. El Emperador Claudio había ordenado a sus ingenieros que desaguaran el lago para siempre, y ellos desarrollaron un proyecto que se convirtió en una tarea formidable. Tendrían que excavar un túnel de cinco kilómetros de longitud desde el Lago Fucino, a través de las rocas de una montaña adyacente, hasta el Río Ciris. Claudio había dirigido a treinta mil obreros que trabajaron en el proyecto durante más de una década, excavando y construyendo el túnel. Cuando terminaron, Claudio soltó las aguas del Lago Fucino a través del túnel, desaguando y secando el lago por completo, y convirtiéndolo en un lecho de tierra cultivable.

Jesús había caminado sobre las tierras de cultivo que anteriormente habían estado bajo el Lago Fucino en el año 49 antes de Jesucristo. Ésa era la versión de Santiago.

Claudio César había ordenado desaguar el Lago Fucino y convertirlo en tierras de cultivo en el año 52 A. D. Ésa era la versión de los historiadores romanos.

Ahí estaba el error, el defecto descubierto por Bogardus.

Jesús, al huir, en el año 49 A. D., había cruzado un lago seco, a pesar del hecho irrefutable de que el lago todavía existía en aquel año y que no sería desaguado sino hasta tres años después de la muerte del Señor.

El anacronismo dentro del Evangelio según Santiago estaba ahí, visible a todos. Posiblemente nadie lo notaría jamás, de la misma manera como nadie lo había detectado hasta ahora, excepción hecha de un bibliotecario holandés. No obstante, si se recalcara, si fuera transmitido a todo el mundo, el público se sentiría inquieto, tal como Randall se sentía en este momento.

Debía existir una explicación de esta falla.

Todavía esperando en la línea para hablar con George Wheeler en Maguncia, Randall pensaba que el editor no tendría dificultad para resolver el problema. Una vez solucionado eso, Bogardus podría ser despedido de inmediato y Resurrección Dos estaría finalmente a salvo del
dominee
De Vroome.

La telefonista alemana que operaba el conmutador de Hennig habló nuevamente.

—Herr Wheeler ha sido notificado. En seguida viene al teléfono.

Se escucharon varios golpecillos secos, seguidos por la atronadora voz de Wheeler que estalló en el oído de Randall.

—¡Hola! ¿Quién habla… Steven Randall?

—Sí, George, tuve que…

—Me sacaron de una junta muy importante, diciendo que era una llamada urgente. ¿Qué demonios sucede que no pueda esperar hasta que yo regrese?

A pesar del disgusto de Wheeler, Randall insistió:

—No, no puede esperar, George. Es muy importante. Tenemos un problema aquí.

—Si tiene que ver con la publicidad…

—Tiene que ver con todo el proyecto, con la propia Biblia. Le daré la información rápidamente. Me entrevisté con Maertin de Vroome anoche.

—¿Qué? ¿Vio a De Vroome?

—Así es. Me mandó buscar. A mí me entró la curiosidad y lo fui a ver.

—Situación peligrosa. ¿Qué quería?

—Le daré los detalles cuando nos veamos. Lo más importante…

—Steven, mire, mañana podremos hablar de eso —Wheeler parecía sentirse acosado y nervioso—. Tengo que regresar a la junta con los otros editores y con Hennig. Algo ha surgido, una emergencia. Lo veré después…

—Creo que ya estoy enterado de la emergencia —interrumpió Randall—. Acaban ustedes de saber que Plummer y De Vroome están tratando de chantajear a Hennig. Tienen pruebas de que Hennig fue un incinerador de libros nazi en 1933.

Se escuchó una exhalación de sorpresa desde Maguncia.

—¿Cómo lo supo usted? —preguntó Wheeler.

—Por De Vroome.

—¡Ese hijo de puta!

—¿Y qué piensan hacer? —inquirió Randall.

—Todavía no estamos seguros. De Vroome tiene en su poder negativos y algunas impresiones, pero las fotografías pueden mentir. En este caso, la fotografía no representa la verdad. Karl Hennig era en aquel entonces tan sólo un muchacho que apenas comenzaba la preparatoria y para él era sólo una diversión callejera, así que se unió al alboroto. ¿Qué muchacho no quisiera lanzar sus libros de texto al fuego? Tampoco era nazi. No pertenecía a la juventud hitleriana, ni nada semejante. Pero si la fotografía se diera conocer y se distorsionara sensacionalísticamente… bueno, usted es publicista… usted sabe…

—Se vería muy mal. Lo sé. Afectaría las ventas.

—Bueno, no se va a publicar —dijo Wheeler llanamente—. Tenemos varios planes para acallarlos. Y una cosa sí es definitiva; no pagaremos el precio de De Vroome. No le anticiparemos nuestro secreto, a ningún precio.

—Por eso le estoy llamando, George. Me he tropezado con una situación similar de chantaje aquí en el «Krasnapolsky». Y quiero saber qué…

—¿Qué situación de chantaje? ¿Qué está sucediendo allí?

Brevemente, Randall le informó cómo, a través de su entrevista con De Vroome, había logrado conocer la identidad del traidor del proyecto.

—¿Quién es? —interrumpió Wheeler.

—Nuestro bibliotecario. Hans Bogardus. Lo interrogué hace una hora. Ya confesó. Es él quien ha estado pasando nuestros…

—¡Está despedido! —ladró Wheeler—. Se lo dijo usted, ¿o no?

—No, espere, George…

—Vaya usted y dígaselo ahora mismo. Dígale que el doctor Diechhardt y George Wheeler lo han autorizado. Haga que suban Heldering y sus guardias para que echen de una patada en el culo a ese hijo de puta de Bogardus.

—No es tan sencillo, George. Por eso le he llamado.

—¿Qué quiere usted decir?

—Bogardus está tratando de extorsionarnos. Afirma haber descubierto una evidencia que desafía la autenticidad del Evangelio según Santiago. Me ha dicho que le entregará esa evidencia a su novio. Cedric Plummer… sí, así es… y nos reventarán hasta el cielo si intentamos despedirlo.

—¿De qué demonios está usted hablando, Steven? ¿Cuál evidencia?

Randall tomó su hoja de apuntes y leyó el pasaje de Santiago y la investigación acerca del Lago Fucino.

—¡Eso es ridículo! —explotó Wheeler—. Nosotros tenemos a los mejores expertos del mundo… expertos en el proceso de datación por medio del carbono 14, en la crítica textual, en el arameo, en la historia antigua, hebrea y romana. Han sido años de trabajo. Cada palabra, frase y oración de Santiago, han sido analizadas bajo lente de aumento, escudriñadas por los ojos más agudos y las mentes más alertas del mundo. Y todos, unánimemente, sin excepción alguna, lo han aprobado y autentificado. Así que, ¿quién le va a prestar atención a un bibliotecario puto que anda chillando que encontró un error?

—George, tal vez no le presten atención a un bibliotecario puto, a una nulidad, pero el mundo entero escucharía al
dominee
Maertin de Vroome, si es que se entera.

—Bueno, pues no se enterará, porque no hay nada de qué enterarse. No hay tal error. El descubrimiento de Monti es auténtico. Nuestra Biblia es infalible.

—Entonces, ¿cómo explicaremos que nuestro Nuevo Testamento presenta a Jesús atravesando un lago seco en Roma, tres años antes de que fuera desaguado?

—Estoy seguro de que ya sea Bogardus o usted lo captaron mal, que han enredado el asunto. De eso no hay duda. —Hizo una pausa—. Está bien, está bien, sólo para tranquilizarlo a usted, léame de nuevo ese pasaje… despacio. Espere, déjeme sacar mi pluma y tomar un pedazo de papel. Está bien, léame ese disparate.

Randall se lo leyó despacio, y cuando terminó dijo:

—Eso es todo, George.

—Gracias. Se lo mostraré a los demás. Pero ya verá que no es nada. Puede usted olvidarse del asunto. Proceda como de costumbre. Nosotros tenemos que resolver nuestro problema aquí.

—Está bien —dijo Randall, sintiéndose más seguro—. Entonces despediré a Hans Bogardus y haré que el inspector Heldering lo acompañe hasta la puerta del hotel.

Hubo el más corto de los silencios al otro lado de la línea.

—Con respecto a Bogardus, sí, por supuesto que tendremos que deshacernos de él. Pero, pensándolo bien, Steven, tal vez sería mejor que lo hiciéramos nosotros mismos. Quiero decir, un empleado como Bogardus no es responsabilidad de usted. Las contrataciones y las cesaciones son labor nuestra. Al doctor Deichhardt le gusta ser muy correcto en asuntos como éste. Estos alemanes, usted sabe. Le diré qué. Olvídese de Bogardus por hoy y usted haga su trabajo. Mañana, cuando estemos todos de vuelta en la oficina, haremos lo que nos corresponde. Yo creo que eso es lo mejor. Ahora, más vale que regrese yo con Hennig para atender nuestro problema inmediato. Ah, y a propósito, Steven, gracias por su vigilancia. Ha tapado el escape que había en Amsterdam. Merece usted una gratificación. Y con respecto a ese… lago… cómo se llame… Fucino, olvídelo.

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