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Authors: Frank M. Robinson

Tags: #Ciencia Ficción

La oscuridad más allá de las estrellas (41 page)

BOOK: La oscuridad más allá de las estrellas
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E
l Capitán no estaba solo. Banquo guardaba la escotilla que daba a sus alojamientos y pude ver a Escalus en su lugar de costumbre en el interior. Incluso vi de reojo al Capitán, gritando y gesticulando airadamente a alguien que se hallaba fuera de mi campo visual.

No había nada que quisiera tanto como regresar a mi compartimento y a los consoladores brazos de Agachadiza, a quien yo consolaría a mi vez. Tibaldo había «mostrado interés» por ella hacía mucho y lo lloraría durante mucho tiempo.

Esquivé a Banquo, sobresaltando con mi aparición al Capitán, que estaba discutiendo con un sudoroso Abel. Durante un momento, antes de que Banquo me agarrara por detrás, todo el mundo se quedó congelado en el sitio. El Capitán, interrumpido en medio de una frase, me dedicó una mirada hostil, sin terminar de creerse que alguien pudiera entrar sin pedirle permiso primero. Abel, que parecía angustiado, no apartaba los ojos de la cara del Capitán; lo había pillado al final de una discusión con el Capitán y la acababa de perder. Escalus, con mala cara, había enterrado la mano en su faldellín. Supuse que agarraba algún arma que tenía oculta.

Me había olvidado del único oficial al que habría podido acudir para que suplicara por la vida de los tres condenados. Pero aparentemente Abel había ido a rogar por la vida de Noé por su propia cuenta... y había fracasado.

Entonces Banquo me pasó un brazo por la cintura y otro alrededor de mi cuello, su sudoroso antebrazo resbalaba contra mi garganta.

—¡Tengo que ver al Capitán! —chillé en tono agudo—. Suéltame...

Banquo apretó más su presa y mis palabras se ahogaron en mi garganta. El Capitán hizo un gesto y me encontré libre para respirar y encontrar mi voz.

—Llegas tarde —dijo con sarcasmo. Hizo una señal hacia Abel—. Te esperaba antes que a
él
. —Su voz rebosaba de desdén.

Abel palideció. Me deleité momentáneamente en su humillación, y luego me avergoncé, al darme cuenta de cuánto valor le habría sido necesario para venir aquí y lo mucho que le costaría en influencia con el Capitán. Noé había sido su amigo y, hombre del Capitán o no, Abel había estado dispuesto a arriesgarlo todo.

El Capitán asintió hacia Abel.

—Puedes irte, pero quizá debamos volver a hablar en otro momento. —La amenaza era inconfundible.

Abel huyó, abandonando toda dignidad, y la aversión que había sentido hacia él se desvaneció en una oleada de compasión.

—¿Hay algo que tengas en mente, Gorrión?

La voz del Capitán estaba despojada de su habitual tono amistoso. Tanto Banquo como Escalus me miraban con semisonrisas y me percaté de que los tres esperaban que repitiera las mismas súplicas que Abel había hecho. Intenté ganar tiempo, tartamudeando azorado por entrar en los alojamientos del Capitán sin permiso. Me preguntaba furiosamente qué habría dicho Abel.

¿Habría suplicado por el regreso de los tres a la nave y luego por que les fuera perdonada la vida? Si era así, ¿cuál sería el fundamento de su petición? ¿Que eran inocentes? ¿Que Garza ahora era inofensivo? ¿Que Noé era un viejo con poca influencia entre la tripulación? ¿Que había malinterpretado los hechos en el caso de Tibaldo?

Abel había fracasado. Pero sin pararse siquiera a pensarlo, Zorzal me había dado el único enfoque que podía funcionar. Ni siquiera tendría que negar mis lazos de amistad con Noé y Tibaldo.

El Capitán alzó la mano para interrumpir mi torrente de disculpas.

—Estás perdonado, Gorrión; en el futuro, sigue el protocolo.

Se relajó en su hamaca y le hizo un gesto a Banquo para que se apartara y volviera a su puesto al lado de la escotilla. Dejó que algo del tono amistoso volviera a su voz, pero sus ojos oscuros eran lúgubres y calculadores. Sospechaba que habíamos representado esta escena muchas veces y que estaba repitiendo a Hamlet, o a Aarón o a dios sabe quién.

—Has venido por alguna razón, Gorrión. ¿De qué se trata?

Tenía problemas para impedir que me temblara la voz.

—Suministros, señor.

Frunció el ceño.

—¿Suministros? Los asuntos de la nave pueden esperar...

Negué con la cabeza.

—No lo creo, señor.

Sabía la verdadera razón de mi presencia allí y probablemente se preguntaba qué enfoque intentaría. Estaba seguro de que asumiría que mis ruegos estarían basados en la amistad o la humanidad. Pero lo había sorprendido y ahora tenía curiosidad.

—Explícate.

—Vamos a la Oscuridad —dije, y recité nuestras existencias de agua, elementos básicos para procesar alimentos y, lo más importante, los suministros vitales de oligoelementos que había a bordo... elementos que nos sería difícil reemplazar si los aterrizajes se limitaban a uno por generación o incluso menos. Me detuve cuando vi que empezaba a aburrirse.

—¿Adónde quieres llegar, Gorrión?

Hice de tripas corazón y me la jugué.

—No podemos permitirnos perder su masa, señor. O sus oligoelementos. —Una vez que volvieran a estar a bordo, ya me preocuparía de salvar sus vidas.

Había perdido el hilo de lo que realmente tenía en mente.

—¿Qué masa?

—La de Garza. Y la de Noé. Y la de Tibaldo.

Cruzó los brazos y se reclinó en la hamaca, intetando interpretar la expresión de mi cara.

—Noé era un buen amigo tuyo —dijo demasiado casualmente—. ¿Tengo razón, Gorrión?

Aparenté indiferencia.

—Jugábamos al ajedrez. Normalmente ganaba él. Habló del motín conmigo. Me negué a unirme. Pero ya sabe todo eso, señor.

Sabía que me habían abordado. También sabía que había rechazado el motín, o como mínimo, les había dado largas para ganar tiempo.

—¿Y Tibaldo?

—Era un buen líder de equipo —dije con cautela—. Pero... la verdad es que tenía mucho respeto por su juicio en la superficie.

—¿Y Garza? —El Capitán se mostraba incrédulo—. ¿Quieres salvar al hombre que intentó matarte?

Volví a hacerme el indiferente.

—Ochenta y cinco kilos de masa, distribución estándar de elementos. —Inspiré profundamente y jugué la última carta que tenía—. Dejarlo atrás podría... poner en peligro a la
Astron
. —Como Zorzal había dicho, ni siquiera el Capitán podía hacer eso.

Su expresión me aterrorizó, pero me mantuve impávido con una expresión idiota de devoción al deber.

Tras unos instantes interminables, se volvió y flotó hasta la portilla y su vista del Exterior.

—Envía un equipo abajo y que los traiga —dijo con tono severo.

Ya estaba fuera de la escotilla antes de que terminara la frase.

M
i equipo de descenso consistía en Ofelia, Cuervo y Abel, junto con Somormujo y Mercucio de Mantenimiento para actuar como porteadores. Ambos hacía que Banquo pareciera pequeño.

Noé y los demás habían sido abandonados en Aquinas II en la misma área donde aterrizó el equipo original de Ofelia. Las condiciones no eran mejores que en esa ocasión y nuestra lanzadera tuvo que luchar por llegar sana y salva a la superficie. Una vez más nos posamos cerca del río de metano y los precipicios que los rodeaban. Mercucio nos aseguró que los habíamos abandonado ahí, pero cuando encendimos las luces de aterrizaje, no había señales de ellos. Cualquier rastro que hubieran dejado habría sido cubierto por la nieve de metano.

Después de aterrizar, nos llevó tiempo preparar el trineo y cargar los suministros de soporte vital. Agua de reserva, oxígeno de reserva, más suministros médicos de emergencia por si Abel los necesitaba antes de que pudiéramos llevar a los tres tripulantes de vuelta a la lanzadera. Los tanques de aire llenos durarían cuatro horas, y según mis cálculos, habían pasado algo más de tres horas desde que hablé con Ofelia. Se nos acababa el tiempo.

—Estamos perdiendo el tiempo —murmuró Ofelia.

Me tocaba a mí hablar en tono seco.

—Cállate.

Cargamos el rover con los trineos y los suministros, y luego nos apretujamos dentro. Nos quedamos sentados un momento en silencio, un diminuto oasis de humanidad en un mundo alienígena, en busca de tres compañeros condenados a muerte y abandonados aquí. Sólo que ninguno de nosotros tenía idea de dónde estarían.

Entonces lo supe.

Somormujo estaba a los controles y le di un golpecito ligero en el hombre.

—Conduce hasta el barranco —le dije al micrófono.

Le había contado a Noé lo de mi pequeño valle con su atronadora catarata de metano y lo exultante que me sentí al ser el único humano en el universo que la había visto. En Aquinas II, probablemente sería una de las pocas áreas en que se podía ver a más de uno o dos metros de tu cara. Y estaba seguro de que era uno de los pocos lugares que podían ser calificados de monumentales.

—Eso nos llevará media hora —dijo Cuervo, preocupado.

—Entonces tendremos que darnos prisa, ¿no?

Todo el mundo se calló y recorrimos los dos kilómetros en silencio. Encontramos el barranco, pero era imposible acercarse con el rover. Apilamos las bombonas de oxígeno encima del trineo y lo arrastramos hasta la boca del pequeño cañón; probablemente el centenar de metros más trabajosos que he recorrido jamás. La nieve de metano restallaba alrededor de mi casco y la visibilidad era tan mala que nos atamos unos a otros con cables, de forma que aunque perdiéramos el contacto visual siguiéramos físicamente unidos.

Para cuando conseguimos llegar a la entrada, estábamos agotados.

—Lo dejaremos justo dentro de la boca del barranco —dije—. Tendremos que llevar los tanques de oxígeno con nosotros.

Me había puesto al mando, pero para mi sorpresa nadie lo cuestionó.

Fue un cansado Mercucio el que preguntó:

—¿Cuánto queda?

—Unos cien metros más, puede que menos. Los encontraremos en una cornisa que da a un valle.

—¿Estás seguro? —preguntó Ofelia.

—No.

Unos instantes después estábamos caminando laboriosamente entre las paredes del barranco mientras los vientos aullaban sobre nuestras cabezas. Había menos nieve en el interior del barranco y era más fácil avanzar. Titubeé ante los dos ramales en que se dividía el barranco, incapaz de recordar si le había mencionado o no la división a Noé, y luego me dirigí a la izquierda, hacia el valle. Si habían elegido el otro ramal, tendríamos que desandar el camino. Recé por que tuviéramos tiempo para investigar ambos.

El viento cesó y nos abrimos paso a través del aguanieve con sólo alguna interjección ocasional que rompía el silencio de radio. En un momento determinado, me desaté el cable que me unía a los demás y corrí hacia un grupo de tres rocas enterradas bajo la nieve, cada una de ellas del tamaño y forma de un hombre agachado, en el centro del barranco. Rasqué frenética las capas de metano helado, sólo para descubrir una roca oscura y erosionada.

A los veinte minutos en el interior del barranco, las paredes del cañón se desvanecieron. Directamente enfrente estaba el valle. Una vez más el viento apartó la niebla y pude ver el río de metano que caía a plomo desde lo alto.

También vi tres figuras apiñadas juntas en la cornisa, que no se parecían en nada a tres rocas sino a tres tripulantes en traje espacial que se habían caído y quedado cubiertos por la ventisca.

Abel iba en cabeza y llegó a ellos primero, moviéndose notablemente rápido para ser un hombre viejo y cansado. Apartó la nieve que cubría los trajes, y luego se derrumbó a su lado. Esperé que nos informara por el micrófono, pero no dijo nada.

El resto de nosotros fuimos tan rápido como pudimos. El primer cuerpo que contemplé parecía el de Garza. Su viso estaba parcialmente empañado, pero podía ver sus ojos cerrados y su boca medio abierta.

Se había ahogado en su propio vómito.

Noé y Tibaldo habían elegido una forma más rápida de morir. Habían abierto sus visores para dejar entrar el frío y la atmósfera venenosa. Sus mejillas eran de hielo, sus ojos acero helado. Empecé a temblar y no pude detenerme. Nunca había visto a un muerto anteriormente, lo más cercano había sido Judá, cuando Cuervo y yo visitamos Reducción.

No podía centrar mis pensamientos. Me pregunté si a Noé le habría gustado el paisaje, o si la niebla se habría apartado para que pudiera ver el valle. O si finalmente Tibaldo se había dado cuenta de que los monstruos de su imaginación no podían compararse con los monstruos reales que había a bordo de la
Astron
.

Miré el indicador de tiempo de mi casco. Debería haber tenido aire para otros quince minutos más, como mínimo; respirando superficialmente y moviéndose poco, quizá para media hora.

Fue Abel el que comprobó sus indicadores. Su voz sonaba repleta de amargura en mis auriculares.

—Los enviaron con tanques semivacíos. Nadie podría haberlos alcanzado a tiempo.

Lo que significaba que durante el tiempo que estuve hablando con el Capitán, éste ya sabía que estaban muertos.

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