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Authors: Pat Murphy

La mujer que caía (28 page)

Estaba claro que Marcos jugaba a un juego llamado «acostarse con la gringa». Se lo dije en el autobús de regreso a Mérida:

—No conozco las reglas de tu juego. Y no suelo participar en un juego cuyas reglas desconozco.

—¿Crees que estoy jugando? Pues si es así, lo siento. —Permaneció un rato en silencio, mirando por la ventana. En cuanto llegamos a Mérida se puso de pie y se dirigió a la puerta—. Vamos. Te acompañaré a tu hotel. Nada de juegos.

Lo seguí, sin agregar nada.

La tarde languidecía y las sombras se cernían sobre Parque Hidalgo.

—¿Por qué no quieres acostarte conmigo? ¿De qué tienes miedo? —me preguntó mientras caminábamos.

Me encogí de hombros. Aunque buscaba a la anciana en las sombras y no la veía, no podía dejar de mirar.

—Tal vez no vuelva a verte —anunció Marcos—. Como no sabes lo que quieres, quizá no nos veamos más.

—Como quieras. —Yo miraba las sombras. Me parecía que había demasiadas, más que otras tardes. Las luces del Cine Fantástico apenas atravesaban la penumbra. Una anciana se dirigió a mí desde la plaza. Me sobresalté. Le di una moneda con la mano temblorosa. No sabía por qué me asustaba, no había sucedido nada. La mujer no me había amenazado. No había razón alguna para tener miedo.

Marcos me siguió por el vestíbulo del hotel y las escalinatas. Las sombras eran más intensas, y se amontonaban como el polvo en los rincones. El pasillo tenía el aire enrarecido y las sombras reptaban como ratas sobre los zócalos.

La habitación estaba a oscuras. Barbara no había regresado. Abrí la puerta pero no llegué a entrar, reacia a internarme en las sombras.

—Ya lo ves —me dijo—. Barbara no ha vuelto. Debe de estar pasando un buen rato en Tixkokob. Nosotros también podemos divertirnos. —Posó las manos sobre mis hombros y me acercó a él. Vi que las sombras se movían y dejé que me tomara entre sus brazos y me besara el cuello. Quería protección; quería consuelo.

A través de sus vaqueros y de mi fino vestido, sentí que su miembro se apretaba contra mí.

—Marcos —lo detuve—. Espera.

Su mano bajó hasta mis caderas, estrechándome contra su cuerpo.

—Sí que quieres —aseguró—. Lo pasaremos muy bien.

Me entró en volandas y cerró la puerta con un pie. Las sombras nos rodeaban y me aferré a él en busca de protección.

—Espera —le dije—. Barbara puede regresar.

—No —respondió—. Todavía no. No temas. Todo irá bien.

Su mano abandonó mi espalda, comenzó a soltar los botones de mi vestido y apartó el sostén de mi bikini. Me acarició con el pulgar la punta de los senos hasta que se erizaron bajo su presión. Mi respiración se hizo más agitada y las sombras parecieron retirarse.

—Sí, me gustas mucho —repitió, empujándome hacia la cama.

Acercó la boca a mis pechos y los besó con suavidad, y luego con más intensidad. Me estreché contra él. Me sentía cálida y las sombras estaban muy lejos. Mordisqueó el pezón con los dientes. Su otra mano se deslizó por el muslo y por debajo del vestido, hasta introducirse por dentro del bikini. Había desabotonado el vestido hasta la cintura y levantó el sostén para que pasara por alrededor de mi cuello. Frotaba entre sus dedos mis turgentes pezones. Su otra mano me acariciaba, ávida, entre las piernas.

Me bajó el vestido por los hombros hasta quitarlo por completo e hizo lo mismo con el bikini. La cama crujió cuando se puso de pie para encender el ventilador del techo. Dejó sus ropas en un fardo en el suelo y se abalanzó sobre mí. Levanté las caderas para recibirlo cuando me acarició los pechos y se hundió dentro de mí. El ruido del ventilador ahogaba el crujido de la cama y el sonido de mi respiración, cada vez más rápida.

Desperté al regresar Barbara. El ventilador del techo seguía girando.

—Oye —dijo con suavidad—, es hora de volver.

Permanecí un momento inmóvil, simulando estar dormida y pensando en la costa del Caribe, adonde mi madre quería que fuese. Playas puras y blancas donde no llegaban las sombras. Entonces me senté en la cama y sacudí la cabeza.

—¿Qué tal el estanque del pueblo?

Hizo un gesto de desencanto y encendió la luz.

—La fuente de la aldea queda enterrada en una gruta oculta de piedra caliza. No había niños alegres ni aldeanas. Tuve que sumergir a Emilio en el estanque para que le bajara la temperatura. —Volvió la cabeza y vi dos brillantes marcas rojas en el cuello—. Pero no antes de que dejara su marca.

—¿Decidiste no acostarte con él?

—En realidad, creo que así le gusto más —dijo—. Es un juego de poder, y si me acuesto con él el juego terminaría. O eso creo.

—Ya lo sabremos. —Me estiré bajo las sábanas—. Yo me acosté con Marcos, así que lo más probable es que el juego haya terminado.

Las sombras en la habitación eran las de siempre. Sólo sombras.

—¿Sí? —Barbara se sentó al borde de la cama—. ¿Y cómo ha ido? Fruncí el ceño. Mis recuerdos eran una maraña de sombras y avidez.

—Algo rápido para mi gusto.

—¡Ay, estos mexicanos calentones! —exclamó.

Salí de la cama. Me di una ducha y me vestí mientras Barbara ocultaba las marcas detrás con una capa de crema para la urticaria. Regresamos al campamento a través de la noche sombría.

Capítulo 19: ELIZABETH

El domingo fue Etzńab, día de dolor y sacrificio. Desperté mareada y dolorida, sin ganas de desayunar. Me quedé en la choza para evitar a Tony hasta altas horas de la mañana, cuando partí a dar un paseo por la excavación de la tumba. En el camino vi a un anciano agitando un cuenco de cerámica que calentaba al lado de un hornillo. La esencia resinosa de la savia llenaba el aire. La bolsa de tela tejida que descansaba a su lado estaba manchada de arcilla azul oscuro; la vara de madera tallada con que agitaba el contenido del cuenco estaba teñida de un vivido azul.

Azul es el tono con que los antiguos mayas pintaban las tortas de incienso que quemaban en las ceremonias. Azul es el color con que pintaban a las víctimas que sacrificaban en honor de los dioses.

No me agradaba el aspecto del anciano ni el de su pote de pintura. Caminé rápidamente y no volví la mirada.

Los estudiantes regresaron al campamento esa noche, vapuleados por la civilización.

En todas las excavaciones hay momentos como éste. La gente se cansa de los rigores del campo y no se siente satisfecha con la limitada civilización que tiene a su alcance. Las relaciones se tornan más tensas. Maggie y Carlos estaban riñendo debido a un escarceo que había ido más allá de lo tolerable; Robin y John se aferraban el uno al otro porque la despedida y la separación se aproximaban demasiado deprisa. En tres semanas terminaría el ciclo lectivo en el campo.

Diane y Barbara regresaron tarde. Cuando llegaron, yo aún estaba sentada en la plaza bebiendo otra taza de té caliente. Diane saludó y luego fue hacia su choza. Parecía tranquila y desanimada pero no la seguí. No sabía qué decirle.

El lunes fue Cauac, gobernado por el dragón celestial que provoca tempestades, truenos y lluvias feroces. Desperté antes del desayuno y salí a caminar. Rumbo al cenote vi a un tallador dando forma a unas hojas ceremoniales de obsidiana, extraordinariamente afiladas. Sonreía mientras trabajaba y no me detuve a observarlo.

El lunes durante el desayuno hubo poco de qué hablar, pero lo que se dijo fue turbulento. Barbara había perdido la cuerda que empleaba para trazar los mapas de la inspección y no hubo paz hasta que la encontró arrollada en un rincón de la choza de Tony, donde la había dejado el viernes. El grupo de inspección salió a excavar media hora tarde.

John y Robin, al parecer, habían tenido una discusión sobre algo, vaya uno a saber qué, y comieron en silencio. John se marchó temprano a la excavación de la tumba; Robin fue al laboratorio. Todos estaban inquietos e irritables y perdían la calma con facilidad.

Cuando llegué a la tumba, a las nueve, John estaba sacudiendo el cedazo. Llevaba un pañuelo rojo alrededor de la nariz y la boca para detener las nubes de polvo que se levantaban cada vez que agitaba la pantalla rectangular para cernir laminillas de piedra y vasijas de la tierra. Al verme dejó el tamiz, aguardó a que el polvo se depositara y luego se quitó el pañuelo, dejando expuesta la piel limpia.

—Estamos encontrando fragmentos de pedernal y algunas vasijas grandes, y hemos dado con algo que se parece endemoniadamente a una pared.

El pedernal era buena señal. Por lo general, el material de relleno que conducía a las tumbas mayas contenía fragmentos de pedernal.

El obrero que subía los ocho escalones de piedra desde el interior del pasadizo, cargando una cubeta de tierra, sonrió apenas me vio: sabía que eso significaba una pausa. Me preguntó si quería echar un vistazo a la labor que habían hecho hasta el momento. Su sonrisa se hizo más ancha cuando dije que sí, y llamó a los otros dos, que aún estaban abajo. Llevaban los pantalones sucios y polvorientos, y el torso desnudo cubierto de polvo de piedra caliza. A cada uno le ofrecí un cigarrillo y se retiraron a fumar a la sombra.

Bajé por el túnel y parpadeé por un instante en la oscuridad repentina. El aire estaba húmedo y olía a sudor. El pasadizo se extendía unos dos metros por debajo del último escalón. Era oscuro y angosto y resultaba opresivo. Sobre el suelo de piedra, ahí donde habían estado trabajando los hombres, había un pico, un cepillo de alambre y una cubeta.

John tenía razón: las piedras al final del pasillo parecían ser una pared construida apresuradamente. No estaban tan bien alineadas como las de los muros, ni tan revueltas como las que los obreros habían retirado del pasadizo.

—¿Qué crees? —preguntó John. Se había detenido en el escalón inferior—. ¿Será el final?

—Haz que lo limpien un poco —le pedí, señalando las paredes laterales. El ángulo donde el muro se unía con el suelo lo habían dejado lleno de tierra—. Cada vez son más descuidados. Documentan esto, y luego siguen con otra cosa.

Llevé las vasijas más grandes para que Tony las analizara. Dejé los cuencos, describí brevemente la situación en la tumba y me retiré a la choza a descansar. La fiebre me extenuaba con facilidad, y me impedía concentrarme.

Esa noche me senté en la plaza después de cenar. Bebí ginebra y oí a Robin y Tony hablar de las vasijas. Tony había logrado situar cronológicamente un gran cántaro gris de finales del período Floreciente Puro, aproximadamente en la época en que la construcción de nuevos edificios en Dzibilchaltún había cesado. Especuló con que la pieza más grande era un fragmento de un cántaro de agua. La arcilla era de grano grueso y estaba templada con arena de calcita; la vasija había sido ligeramente pulida con cueros secos y cubierta con una capa de arcilla húmeda, lo que le daba al cuenco su terminación gris. No me. interesaban tanto los detalles como la conclusión.

—No anterior al año 900 d. de C. —se pronunció Tony.

Eso concordaba con mis cálculos y con la fecha que habíamos descifrado en la piedra que cubría la tumba. Sea lo que fuere aquello que había detrás de la pared databa de la época en que las ciudades mayas habían sido abandonadas, poco tiempo después de que los toltecas invadieran la región.

Tony y Robin siguieron hablando de la vasija mucho rato, pero yo ya no les escuchaba.

Maggie estaba sentada en una mesa cercana, escribiendo una carta. Probablemente un mensaje para algún novio de su ciudad. Diane compartía la luz de su farol y leía una novela de bolsillo. La observé, pero no pasaba las páginas. Ocasionalmente levantaba la vista, contemplaba la oscuridad lejos del haz de luz y luego regresaba a la misma página.

Se sobresaltó cuando me senté a su lado.

—¿Qué tal ha ido la excavación? —le pregunté.

—Bien.

—¿El libro es bueno?

Se encogió de hombros y me mostró la cubierta. Era una novela rosa, a juzgar por el aspecto.

—No hay mucho que elegir en Mérida —dijo—. O esto o una de vaqueros.

—¿La arqueología te resulta aburrida?

Sacudió la cabeza bruscamente.

—En absoluto. —Se sentó con las manos en el regazo, aferrando el libro. No me miró.

La oscuridad nos rodeaba. Tony y Robin estaban absortos en su conversación; Maggie se había ido a la choza.

—¿Qué habéis hecho Barbara y tú este fin de semana? —pregunté.

—El sábado visitamos Chichén Itzá.

—¿Qué te pareció?

Se mordió el labio, contemplando la penumbra.

—No lo sé. Pensé... No me gustaron algunos de los grabados, los cráneos. Jaguares sosteniendo corazones humanos. Eran bastante desagradables.

—Es la influencia de los toltecas —expliqué—. Un grupo de hombres del valle de México que invadió este área y tomó Chichén Itzá como capital. La mayoría de los lugares mayas muestran la influencia de los toltecas en los últimos años. El guerrero que había en la estela que encontraste es tolteca. La mujer que había a sus pies era una deidad maya.

La obra original maya ha quedado enterrada debajo de la de sus conquistadores.

—¿Qué les sucedió a los mayas?

Me encogí de hombros, incómoda.

—Trabajaron los campos y siguieron adelante con su vida, supongo. Incorporaron a su panteón a los nuevos dioses. La gente que no estaba dispuesta a aceptar las nuevas costumbres, callaba o moría, según creo entender. —Dejé de hablar—. Esto debe aburrirte mucho...

—De ningún modo.

Aguardé, pero no prosiguió. Se movió hacia las sombras, y no pude leer la expresión de su rostro. Los músculos de su cuello estaban tensos.

—Entonces, ¿qué? —pregunté.

Me observó y cerró el libro entre las manos.

—Me siento como a la espera de que algo suceda. A veces tengo miedo.

—¿Miedo de qué? —Mi voz era grave.

Se encogió de hombros, con una rápida sacudida, como si quisiera espantar algún insecto.

—No lo sé. Si lo supiera, tal vez podría hacer algo. —Hizo un ademán con la cabeza—.

O tal vez no.

—Puedes ir a Cancún —aconsejé—. Te encontraré allí una vez que la excavación haya concluido. La costa del Caribe es...

—No —me interrumpió—. Me quedaré aquí.

Se fue a dormir al poco rato. Regresé a la mesa con Tony y Barbara y escuché su conversación. Advertí que Tony no bebía. Después de unos instantes, también yo me fui a dormir.

La semana terminó y necesitábamos más obreros. El incidente de la estela había atemorizado a los de más edad pero, aunque algunos se marcharon, nuestra suerte mejoró.

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